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Crítica: «Ready Player One» (Steven Spielberg, 2018)

Lo mejor de Ready Player One no es que Spielberg mejore el planteamiento ideado por Ernest Cline en su novela. O que, de cuando en cuando, reavive ese estilo entrañable y desenfadado que ya disfrutaron los niños y jóvenes de otro tiempo en sus primeras producciones para el sello Amblin. En absoluto. Lo mejor está en su modo de narrar. Que siga siendo el Spielberg de siempre, capaz de convertir cualquier historia en un relato único.

Entre las obligaciones de un buen realizador, está la de no envejecer. Y de momento, Spielberg sigue en forma, como queda de manifiesto en este divertimento digital, mitad distopía, mitad peripecia juvenil. E insisto en lo de juvenil porque no conviene ver esta película pidiéndole una meditación existencial ni cosas parecidas.

No sé si ya conocen el argumento. Resumirlo es sencillo. El futuro se ha convertido en la apoteosis de la desigualdad, y para escapar de las miserias cotidianas, la mejor vía de escape es un juego de realidad virtual, Oasis, diseñado por un genio, James Halliday (Mark Rylance), obsesionado con la cultura popular de los ochenta. Dentro del juego, se oculta un huevo de Pascua que convertirá al ganador en propietario de Oasis. ¿Y qué hay que hacer para triunfar en esa partida interminable? Luchar, cooperar, investigar, y por supuesto, conocer los detalles más triviales del cine, la televisión y los videojuegos producidos entre 1979 y 1989.

Como en las clásicas películas de Amblin, los protagonistas son un puñado de chavales arquetípicos (Tye Sheridan y Olivia Cooke, entre otros), con los que es fácil simpatizar. También hay un villano sugestivo (Ben Mendelsohn) y secundarios competentes (Simon Pegg y Mark Rylance).

Evidentemente, el público actual convive con las consolas y los juegos online, así que la película incide en esa faceta. Pero más allá de las referencias vinculadas a Atari y a los pioneros del sector, lo que nos plantea Ready Player One es un «quién es quién» de la cultura pop ochentera. De hecho, como sucede con el libro de Cline, uno puede disfrutar de la narración dedicándose a identificar viejos títulos, marcas o personajes. O simplemente, puede recordar cuando era crío, y planteaba sobre la alfombra batallas imposibles con muñecos de distintas franquicias (el airgamboy astronauta contra Skeletor, Darth Vader contra algún G.I. Joe de Street Fighter, y delirios semejantes).

Sin embargo, el mérito de Spielberg frente a Cline es que el primero ‒uno de los poquísimos genios del cine que nos quedan‒ opta por la naturalidad frente a la ostentación. Es decir, allí donde Cline insiste en recalcar que su héroe conduce un DeLorean, Spielberg se limita a utilizarlo cuando toca. El segundo mérito tiene que ver con el sentido de la maravilla: algo que Cline tiene que aprender a marchas forzadas y que en Spielberg es un rasgo genético.

Resulta tentador añadir a estas líneas una buena lista de los personajes o las producciones de los ochenta y primeros noventa que aparecen citados en la película. Es tan tentador, que uno podría olvidarse de que la sorpresa ‒en plan: «¡Anda, mira, el T-Rex de Parque Jurásico!»‒ viene a ser parte de la diversión. Por lo tanto, no voy a arruinarle al lector su dosis de cafeína nostálgica. Me permitirán, no obstante, que mencione un par de guiños. Si no me equivoco, surgen del corazón del propio Spielberg. Ahí van: una breve aparición del cíclope de Simbad y la princesa (1958), cortesía de Ray Harryhausen, y una fugaz alusión a Ciudadano Kane (1941), de Orson Welles. Son tan solo dos entre centenares de recuerdos que pasean por la pantalla, en forma de pósters, avatares, objetos, vehículos y canciones.

Por cierto, he mencionado las canciones, y la verdad es que el envoltorio musical tiene su importancia, sobre todo si tenemos en cuenta que la banda sonora está firmada por Alan Silvestri, y que éste rejuvenece para acordarse de los tiempos en que compuso la partitura de Regreso al futuro (1985).

¿Tiene problemas la película? Lo sé, esta duda se lleva mal con el entusiasmo que estoy transmitiendo. En fin: no ocultaré que hay algún altibajo en el guión, y que determinados puntos podrían explicarse mejor. Incluso hay algún tramo un tanto impersonal y descolorido, cosa que jamás sucedía en otra producción digitalizada de SpielbergLas aventuras de Tintín: El secreto del unicornio (2011). Sin embargo, todo esto no me ha importado lo más mínimo mientras asistía a la proyección. Y es que, en el fondo, ese es el hechizo de este cineasta: la confianza que nos transmite como narrador, y su vigor para sobreponerse visualmente al material con el que trabaja, logrando secuencias hipnóticas en cuanto se lo propone.

Si uno está proyectando un viaje a su infancia, Ready Player One funciona como una guía de los viejos tiempos, envuelta en una distopía que, a su vez, se resuelve en el videojuego que juegan los protagonistas. Lo importante es que, al final, el entretenimiento no decae, y tampoco decaerá la sensación de añoranza entre los espectadores veteranos.

El discurso nostálgico ha convertido la década de los ochenta en un espejo en el que no para de mirarse el público contemporáneo. Cada remake, cada relanzamiento y cada homenaje escriben en negrita los nombres propios de aquella década, lo cual siempre es una buena noticia para quienes vamos al cine, a la librería o a la tienda de cómics mirando de reojo al pasado. No hay, desde luego, nada malo en ello. El ochenterismo es un rasgo de nuestro tiempo. Sin embargo, su atractivo depende, precisamente, de que no se convierta en ochenteritis, es decir, en una inflamación patológica de lo que empezó siendo algo muy agradable. Ready Player One no alcanza ese punto negativo, pero si seguimos por este camino, quizá nos estemos acercando peligrosamente al hartazgo.

Sinopsis

Año 2044. Wade Watts (Tye Sheridan) es un adolescente al que le gusta evadirse del cada vez más sombrío mundo real a través de una popular utopía virtual a escala global llamada Oasis, hasta que su excéntrico y multimillonario creador (Mark Rylance) muere. Antes de morir, ofrece su fortuna como premio a una elaborada búsqueda del tesoro a través de los rincones más inhóspitos de su creación. Será el punto de partida para que Wade se enfrente a jugadores, poderosos enemigos corporativos y otros competidores despiadados dispuestos a hacer lo que sea, tanto dentro de Oasis como del mundo real, para hacerse con el premio.

Copyright del artículo © Guzmán Urrero. Reservados todos los derechos.

Copyright de imágenes y sinopsis © Village Roadshow Pictures, Amblin Entertainment, De Line Pictures, Farah Films & Management, Warner Bros. Pictures. Reservados todos los derechos.

Guzmán Urrero

Colaborador de "La Lectura", revista cultural de "El Mundo". Tras una etapa profesional en la Agencia EFE, se convirtió en colaborador habitual de las páginas de cultura del diario ABC y de revistas como "Cuadernos Hispanoamericanos", "Álbum Letras-Artes" y "Scherzo".
Como colaborador honorífico de la Universidad Complutense de Madrid, se ocupó del diseño de recursos educativos, una actividad que también realizó en instituciones como el Centro Nacional de Información y Comunicación Educativa (Ministerio de Educación, Cultura y Deporte).
Asimismo, accedió al sector tecnológico como autor en las enciclopedias de Micronet y Microsoft, al tiempo que emprendía una larga trayectoria en el Instituto Cervantes, preparando exposiciones digitales y numerosos proyectos de divulgación sobre temas literarios y artísticos. Es autor de trece libros (en papel) sobre arte y cultura audiovisual.