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Crítica: «Los mundos de Coraline» (Henry Selick, 2009)

Los mundos de Coraline es una soberbia producción animada de Henry Selick, el autor de Pesadilla antes de Navidad y James y el melocotón gigante. Se trata de una adaptación del libro juvenil de Neil Gaiman, donde se narra la historia de una niña que encuentra un universo paralelo dentro de los muros de su casa.

Hace veinticinco años, el azar y el talento lo hicieron autor de cómics, pero lo mismo podía haber triunfado como novelista. En cualquier caso, Gaiman, creador de tebeos inolvidables como Sandman, parece sobrado de ganas a la hora de confundir a los críticos. Por lo pronto, además de ejercer como maestro de las viñetas, escribe libretos para el cine –BeowulfMirrorMask–, y a fuerza de frecuentar a Chesterton y a Lord Dunsany, también se ha convertido en un narrador estupendo. Si no me creen, lean su recopilación de cuentos Objetos frágiles o novelas como American Gods, Stardust y la que hoy nos ocupa, Coraline.

Quizás porque se unen en ella las cualidades de la aventura y la magia, Coraline fue muy pronto codiciada por Hollywood. De hecho, al encargado de filmar su adaptación, Henry Selick, le fascinó esta historia de una niña, lista como el hambre, que llega a otro mundo cruzando una puerta secreta, y que allí descubre a otra madre y a otro padre, más agradables que los reales, con botones negros en vez de pupilas.

“Quería escribir un libro acerca del valor –dice Gaiman–. La protagonista estaba aterrorizada, pero hacía lo que debía, a pesar del miedo y de los obstáculos. También quería expresar que, a veces, las personas que más te quieren no siempre te prestan toda la atención necesaria, y que las personas que más se ocupan de ti no son necesariamente las que más te quieren”.

Selick, autor de Pesadilla antes de Navidad, rodó Los mundos de Coraline con marionetas animadas mediante la técnica del stop-motion. El resultado tiene un hechizo especial, sobre todo porque detrás de la cámara hay un artista atrevido, a quien no le obsesiona generar ganancias astronómicas.

Llena de vida, elaborada sin prisas, la película es un prodigio técnico. En justa correspondencia, su guión tiene una pátina de inteligencia que reposa, sobre todo, en las alusiones literarias que comparte con la novela original.

Desde la época en que escribía reseñas, Neil Gaiman se pasea a su antojo por el universo de Alicia en el País de las Maravillas y A través del espejo. Es más que un capricho: se trata de auténtico amor por los acertijos, las leyes lógicas y los poemas disparatados de Lewis Carroll. Esto podrá convencer o irritar, pero a Gaiman le parece tentador buscar el secreto del País de las Hadas en su vieja colección de clásicos infantiles. De ahí que ponga ciertas metas a sus lectores.

¿Cómo reaccionarías –parece decirnos– ante un gato locuaz y sonriente? ¿Subirías al tren de esa feria que comienza un minuto antes de la medianoche? Si una biblioteca viene a trazar la biografía de su dueño, la de Gaiman revela un carácter sin complejos.

Este inglés de Portchester cree en los sueños, y en su utilidad para obtener vidas de repuesto. Le importa, sobre todo, regresar al reino de la infancia, pero no de un modo pueril. De hecho, al leer sus obras, uno tiene la sensación de que más de una vez se quedó encerrado a oscuras en el sótano.

Es bastante comprensible que Gaiman prolongue en Coraline su conversación con Carroll. Cita los hallazgos de este último como un ingrediente vagamente familiar, y no es raro que, en su traslado a la pantalla, varios personajes de la novela toquen de oído melodías que ya escuchamos en la voz del Gato de Cheshire, el Sombrerero Loco, la Liebre de Marzo o la Reina de Corazones.

Desde la perspectiva de un lector, la aproximación de Selick al libro es igualmente atractiva. Un motivo para que la historia funcione es que construye un mundo alternativo coherente, en el que se distinguen las coordenadas de ese wonderland que Tolkien cartografió en un influyente ensayo de 1939, Sobre los cuentos de hadas.

Esto quizá pueda parecer una nimiedad académica, pero no lo es: tomando como referencia clásicos del género como George MacDonald, Tolkien redactó esa guía de viaje para ir desde la realidad hasta la Isla de Nunca Jamás. ¿Que cuál es el camino más corto? La magia, cómo no.

A la luz del estudio de Tolkien, también queda claro que Los mundos de Coraline tiene poco que ver con otro de los libros predilectos de Gaiman: Las crónicas de Narnia de C.S. Lewis. En realidad, el pasadizo secreto que descubre Coraline conduce a un lugar mucho más inquietante y tenebroso que Narnia.

A un nivel más simple –¡atención, freudianos!–, Coraline funciona como la aventura de una cría que se enfrenta a sus propios deseos, pero que en el fondo necesita la rutina familiar. Los ejemplos mejor acabados de este modelo serían dos: el cuento de Maurice Sendak Donde viven los monstruos, adaptado al cine por Spike Jonze, y el libreto de Colette para El niño y los sortilegios, la fantasía lírica de Maurice Ravel.

En la película de Selick, el personaje central prescinde de la etiqueta “curiosidad” y la sustituye por la de “encantamiento”. Al igual que Alicia, Coraline tiene el corazón en su sitio, pero le encanta mirar por el ojo de la cerradura, y lo que es más peculiar, no imagina otro espectáculo mejor que un circo de ratones amaestrados.

Es como si la niña sospechase que si no hubiera accedido a ese mundo imaginario, le pasarían otras cosas igualmente extrañas.

Supongo que Gaiman toma esta idea de su genuino padre literario, Ray Bradbury, para quien la infancia es esa época feliz e imprudente en la que, al fin y al cabo, uno todavía puede creer en algo que sabe que no puede ser cierto.

Copyright del artículo © Guzmán Urrero Peña. Publiqué previamente est artículo en las páginas de ABCD Las Artes y Las Letras, suplemento cultural del diario ABC.

Guzmán Urrero

Colaborador de "La Lectura", revista cultural de "El Mundo". Tras una etapa profesional en la Agencia EFE, se convirtió en colaborador habitual de las páginas de cultura del diario ABC y de revistas como "Cuadernos Hispanoamericanos", "Álbum Letras-Artes" y "Scherzo".
Como colaborador honorífico de la Universidad Complutense de Madrid, se ocupó del diseño de recursos educativos, una actividad que también realizó en instituciones como el Centro Nacional de Información y Comunicación Educativa (Ministerio de Educación, Cultura y Deporte).
Asimismo, accedió al sector tecnológico como autor en las enciclopedias de Micronet y Microsoft, al tiempo que emprendía una larga trayectoria en el Instituto Cervantes, preparando exposiciones digitales y numerosos proyectos de divulgación sobre temas literarios y artísticos. Es autor de trece libros (en papel) sobre arte y cultura audiovisual.

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