Sube el telón, y un joven con voz de castrati entona un aria de la Carmen de Bizet. Asistimos a una fiesta en algún teatro operístico de Brooklyn, donde el cohibido compositor Steven Lauddem (Peter Dinkage), se escabulle de compromisos y postureos sociales ocultando su recortada silueta tras una planta decorativa.
Steven no pasa por su mejor momento creativo, y su esposa y antigua terapeuta Patricia (Anne Hathaway), ejerce sobre él un humillante y tóxico papel materno que nadie parece haberle pedido. En esta película hay mucha gente, demasiada quizá, que está necesitando con urgencia una terapia.
Suena una melodía minimalista al piano, de esas del tipo “venga, que el día aún puede mejorar”, mientras el compositor recorre el barrio dispuesto a aliviar su pesadumbre con un whisky Jameson en su bar de confianza. Y es allí donde la pintoresca Katrina (Marisa Tomei) ‒una suerte de Popeye ninfómana‒, le propone visitar el remolcador del que es patrona como si de una atracción de feria se tratase. Y en el camarote «nupcial» se obra el milagro que despierta la musa dormida de Steven, en cuyos oídos comienza mágicamente a sonar la inspirada ópera que en su pentagrama mental se escondía difusa entre fusas y semifusas.
Este desliz es la obertura inicial que va dando paso al desarrollo de la trama, a los conflictos que se van sucediendo como las hojas de una partitura, y a la construcción de una sinfonía solvente que crece en ritmo y color. Los personajes evolucionan y muestran poco a poco su lado más profundo y bello, el que aúna las distintas caras que componen cualquier poliedro humano: vulnerabilidad, traumas, aceptación, valentía, o superación.
Simultáneamente a la historia de Steven, transcurre paralela y entrecruzada la de su joven hijastro y la novia de este, dos inteligentes muchachos que están preparándose para el acceso a la Universidad. Su juventud y la desigualdad social de la pareja, representan una incipiente amenaza para sus planes de futuro, y además la joven debe afrontar ‒para colmo de males‒, el verse asfixiada por una madre traumatizada empleada de la limpieza, y un padrastro insoportablemente controlador y taquígrafo de profesión. Lo dije antes y lo mantengo, en esta película es difícil encontrar a alguien a quien no le haga falta una buena terapia.
La trama y sus hebras enrevesadas, se van hilvanando con la tensión y el trenzado precisos, llevándonos a un desenlace en el que los protagonistas alcanzan sus objetivos, que a veces, como en la vida real, no son tanto elegidos como forzosos. Entre armoniosas óperas cargadas de simbolismo, y ruido atonal en las relaciones humanas, finalmente se impone una música que suena a ese «optimismo a trompicones» que transmite la historia, con un tempo entre adagio y allegro y una nota en clave de sol.
En Llegó a mí se combinan los clásicos ingredientes que recuerdan inevitablemente al estilo de Woody Allen: relaciones complejas, psicoanálisis, intelectuales urbanitas en crisis, amor y humor, y personajes limítrofes sazonados de cierta extravagancia. Un modo inteligente de afrontar la comedia romántica restándole color rosa, con sabor a cine independiente, amable y cool, que trata de desmontar ciertos estereotipos sociales, y subraya los trastornos de conducta que nos aquejan en esta sociedad exigente, compleja y desquiciada.
La directora Rebecca Miller nos viene a contar que, en la vida, cuando todo es un mero castillo de naipes, hay que desmoronarlo si queremos empezar a jugar de verdad a las cartas.
Sinopsis
El compositor Steven Lauddem (Peter Dinklage) está sufriendo un bloqueo creativo y se siente incapaz de terminar la partitura para la ópera que espera será su gran vuelta a escena. Por insistencia de su mujer Patricia (Anne Hathaway), su antigua terapeuta, sale en búsqueda de inspiración y acaba encontrando mucho más de lo que se podría haber imaginado.
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