Desde los tiempos del cine mudo Jane Eyre, la emblemática novela de Charlotte Brontë –publicada en 1847 bajo el pseudónimo de Currer Bell–, ha sido adaptada profusamente al celuloide. Una de las versiones más famosas fue, sin duda, la de 1943. Dirigida por Robert Stevenson y protagonizada por Joan Fontaine y Orson Welles, Alma rebelde sigue siendo –aún hoy– una de las interpretaciones más notables del original literario.
En los años noventa, el cineasta italiano Franco Zeffirelli lanzó Jane Eyre (1996), con William Hurt en la piel de Rochester y Anna Paquin y Charlotte Gainsbourg encarnando, respectivamente, a la protagonista de niña y de adulta. Incluso el filme de terror Yo anduve con un zombie (I Walked with a Zombie, Jacques Tourneur, 1943) buscó inspiración en este gran clásico.
La televisión también ha alojado un buen número de telefilmes y miniseries basadas en la novela. De entre todas ellas cabe mencionar la última de ellas, Jane Eyre (2006), una producción de la BBC compuesta por cuatro episodios y con un reparto encabezado por Ruth Wilson y Toby Stephens.
La Jane Eyre que nos ocupa es la primera adaptación cinematográfica del presente siglo, concretamente de 2011. Dirigida por Cary Fukunaga y escrita por Moira Buffini, resulta bastante fiel al original, si bien altera su estructura narrativa lineal optando por un relato a base de flashbacks que arranca, poco más o menos, en el capítulo veintisiete de la novela. Un cambio no especialmente afortunado que, en ocasiones, hace la narración algo confusa.
Así, la película comienza con una Jane Eyre (Mia Wasikowska) perdida en los páramos. Empapada, exhausta y hambrienta, es acogida cariñosamente por el clérigo John Rivers (Jamie Bell) y sus dos hermanas Diana (Holliday Grainger) y Mary (Tamzin Merchant). Durante su recuperación en la casa de los Rivers y su posterior empleo como maestra en la escuela del pueblo, la protagonista irá recordando los episodios más señalados de su vida, como su dura infancia en el orfanato Lowood –un verdadero infierno camuflado de escuela para niñas– y su trabajo de institutriz en la mansión Thornfield, propiedad del atormentado Edward Rochester (Michael Fassbender).
Aunque con una ambientación y fotografía impecables, trufada de hermosísimos paisajes, Jane Eyre no aporta mucho a sus predecesoras. Desdeñando los elementos más perturbadores de la novela, la versión firmada por Fukunaga cambia lo sublime por lo melancólico, la turbulencia de las pasiones contenidas por la sequedad emocional, el terror gótico por el desangelado drama de época.
Al contrario que otras versiones, el filme resta crudeza a la crítica social –pasando casi de soslayo por la denuncia del fanatismo religioso, tan feroz en la película de 1943– dando preferencia al melodrama romántico. Perjudicada por un tono demasiado frío –incluso, en los momentos de mayor intensidad– y por un ritmo algo cansino, esta adaptación encuentra su mayor inconveniente en la elección de la actriz protagonista. Mia Wasikowska se revela incapaz de transmitir el torrente de emociones inherente a su personaje ni la pasión del enamoramiento –pese al empeño que pone Fassbender, la nula química entre ambos hace el romance poco menos que increíble–, dando vida a una Jane más desgraciada y menos rebelde que nunca.
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