El cineasta griego Yorgos Lanthimos llamó la atención entre la cinefilia mundial con su segundo film, Canino (2009), una marcianada a medio camino entre el terror psicológico y la comedia grotesca.
Lo cierto es que Camino desconcertó a propios y extraños en el panorama festivalero. Y es que Yorgos Lanthimos ha adoptado sin dificultad el papel de “director rarito”. Es decir, uno de esos cineastas que generan fascinación y odio por igual, reacciones siempre más preferibles que la indiferencia.
Quizá poniendo un ojo en la meteórica carrera de Lars von Trier (un director que se las ha arreglado para continuar siendo polémico durante varias décadas), Lanthimos ha conseguido el prestigio suficiente como para rodar en inglés y con la presencia de actores conocidos internacionalmente, logrando de este modo una distribución nada desdeñable de sus obras.
Colin Farrell repite con el griego tras Langosta (2015) y Nicole Kidman vuelve a arriesgar su caché estelar y se pone a las órdenes de un director (en principio) ajeno a Hollywood, pero con legión de admiradores cinéfilos, toda una constante en su carrera. Por su parte, el ascendente Barry Keoghan comparte protagonismo como el joven ¿villano? de la función aportando inquietante inexpresividad a un personaje misterioso y desconcertante.
Inspirada de forma tangencial en la tragedia Ifigenia en Áulide, de Eurípides, la historia que se nos cuenta en El sacrificio de un ciervo sagrado es bastante sencilla e incluye un toque sobrenatural que no vamos a desvelar.
La carga de simbolismos o sutilezas puede ser más o menos discutible, dependiendo las ganas que tenga el espectador de detectarla, pero el argumento puro y duro podría valer como base para una historieta de la revista de cómics Creepy, y ni siquiera una de las más originales. Sin revelar detalles, baste decir que el film sumerge al protagonista en una decisión similar a la de Sophie, o más propia de uno de esos momentos de las películas Saw en las que un personaje es atrapado en una trampa horrible a causa de un pecado oculto de su pasado.
Para darle más empaque al producto, Yorgos Lanthimos imita sin vergüenza alguna el estilo de El resplandor (Stanley Kubrick, 1980), tanto en las imágenes como en el sonido, buscando la tensión constante con músicas y ruidos ominosos, truco tramposo que explotó Kubrick en su adaptación de la novela de Stephen King.
Grandes angulares, zooms, vistosos seguimientos con Steadicam a los personajes, utilización de elementos del escenario para enmarcar a los actores y textura cinematográfica de sabor añejo (soberbio trabajo del director de fotografía Thimios Bakatakis) recuerdan inevitablemente a la popular cinta de Kubrick. ¿Homenaje? ¿Intención de recuperar el terror inquietante de otras épocas? Al fin y al cabo, las sombras de Polanski e Ira Levin también se proyectan sobre el film de Lanthimos, a través de secuencias aparentemente cotidianas en las que se percibe que algo no va bien, con unos personajes que hablan casi como robots recitando un texto.
El sacrificio de un ciervo sagrado se va haciendo más brutal a medida que avanza el metraje, pero, curiosamente, contiene mayor grado de tensión antes de que comiencen los incidentes llamativos, cuando todavía hay una amenaza indeterminada.
No nos encontramos ante una película amable o estándar, pero si tenemos en cuenta la filmografía previa de Yorgos Lanthimos, casi podríamos hablar de su primer film comercial.
Sinopsis
Steven (Colin Farrell) es un carismático cirujano casado con Anna (Nicole Kidman), una respetada oftalmóloga. Viven felices junto a sus dos hijos, Kim (Raffey Cassidy) y Bob (Sunny Suljic). Cuando Steven entabla amistad con Martin (Barry Keoghan), un niño de dieciséis años que ha perdido a su padre, los acontecimientos dan un giro siniestro. Steven tendrá que escoger entre cometer un impactante sacrificio o arriesgarse a perderlo todo.
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