Un sutil componente antipolítico suele emerger de las diatribas periodísticas contra la corrupción. Aparte de que se centran en los casos vinculados a determinados partidos, obviando otros del mundo empresarial, sindical o militar, lo especioso del razonamiento viene de asociar, como naturales, corrupción y profesión política. Una vez más, los periodistas asumen actitudes sacerdotales, de condena a este pícaro mundo de pecadores, y demonizando a quienes lo administran: los políticos.
Este sesgo me parece peligroso. Suponer que todo político es corrupto por serlo, y que no lo es un banquero, un futbolista o un cantante de rock, es demasiado suponer contra la profesión que más nos involucra, el manejo de la cosa pública. Y la defensa del especialista en diversas disciplinas frente al político, ha sido siempre el punto de partida de las ideologías antidemocráticas, tendientes a rescatar la figura redentora del hombre excepcional (a quien no se puede encuadrar en ningún género: el genio de los románticos) y a suprimir la política por ineficaz y corrompida.
Suprimir la política es suprimir la discusión, lo opinable, la negociación horizontal, y desplazarla por la jerarquía, el dogma y la obediencia vertical.
Con la corrupción se puede convivir, y hasta muy civilizadamente. Los italianos, que son uno de los pueblos más civilizados del mundo (civiles hasta el charlatanismo pero, por suerte, malos guerreros), han diseminado la corrupción de modo equilibrado, de manera que han sido capaces de quitarse del medio a toda una generación de políticos cobradores de mordidas y sustituirlos por los empresarios que pagaron dichas mordidas. La sociedad civil italiana es tan sólida que puede prescindir, en buena medida, del Estado, tener una poderosa autogestión y mantener Estados paralelos como la mafia y la camorra.
Convengamos que, en cualquier caso, no es la salida preferible que la democracia puede ofrecer a la corrupción, al menos a la de carácter público.
Los hombres que viven en democracia no son menos ni más sensibles a la corrupción que los habitantes de otras sociedades. La diferencia no reside en la intimidad de la naturaleza humana, si es que existe tal cosa. Denuncias contra la corrupción de los gobernantes las hay en todas las literaturas de todos los tiempos, y quien haya tenido el poder y no lo haya empleado para beneficio personal es más excepción que regla.
También es cierto que unas políticas acertadas no se ven mejoradas ni empeoradas por estos sucesos.
Lo diferencial democrático es la rapidez, nitidez y eficacia con las cuales el sistema ha de reaccionar ante estos asuntos. Si no hay tales calidades de respuestas, algo se esclerosa en el mecanismo democrático, o la sociedad, inconscientemente, se está proclamando corrupta a través de sus dirigentes, en cuyo caso caemos en la cultura de lo corrupto a la que acabo de aludir. Las civilizaciones son exquisitas, corrompidas y cínicas, esto ha sido siempre así y siempre lo será, apaga y vámonos. Cuanto más corruptos, más refinados y civiles.
La democracia se caracteriza por la existencia de eso que suele denominarse «la voluntad general», que es la voluntad de cada quien pero accionada como si ese cada quien no existiera, un querer orientado a lo que debería querer nuestro sujeto trascendental, el sujeto del bien público.
Si no concebimos tal aparato, resulta difícil que existan poderes legitimados para gobernar en nombre de todos y damos en la mera voluntad del clan dominante y la confusión de sus intereses con el interés general.
Hay un manejo, no siempre ilegal, pero siempre ilegítimo, de los recursos con los que sobreviven los partidos políticos y que solo podrá enderezarse si existe un acuerdo de transparencia celebrado entre todos.
La ley de financiamiento de los partidos limita la captación de fondos que estos pueden practicar, de modo que los dineros no alcanzan para pagar aparatos, propagandas, encuestas, relaciones públicas, etc. Para sufragar estos gastos se recoge dinero de empresarios, banqueros, contratistas de obras públicas, etc., creándose una contabilidad paralela, opaca al Fisco, la llamada caja B, donde el dinero que el partido recibe y con el cual paga sus deudas no pasa por sus libros contables. En principio, no tiene por qué ser delictiva tal práctica, aunque siempre hay dinero que se queda «en las uñas» de quienes lo llevan de un lugar a otro. Tampoco el lobby, regulado en ciertos países, es necesariamente delictivo.
Pero queda la zona de opacidad, disimulo y engaño que producen las cajas B a su alrededor. Para disiparla solo hay dos medios: un pacto de transparencia en el que participen todos los partidos, o una reforma de la ley de financiación, de modo que las donaciones se hagan a la luz del día y las agrupaciones políticas se puedan nutrir como las fundaciones.
Nadie sospecha que un sponsor pueda influir en las opiniones de los artistas o científicos que trabajan para una fundación, como nadie sospecha que los anunciadores de un periódico alquilen los puntos de vista de sus redactores. ¿Por qué pensar lo contrario, entonces, en el caso de los partidos políticos? Puesto que los dineros paralelos son necesarios, pongámoslos en el centro de la escena, bajo la luz de los reflectores.
Es frecuente que ciertos personajes públicos se dejen sorprender in fraganti delito para recibir un castigo igualmente público. A veces, no es la falta puntual la que importa castigar, sino otras, anteriores y más graves, de las que dicha falta es un mero exutorio. En el mundo del espectáculo y del deporte, estas flagelaciones en la plaza suelen repetirse. Creo que la estrella soporta mal la perfección divina que busca, halla y se le atribuye. Hay una voracidad del espejo que acaba con nuestro propio cuerpo: nos complace vernos embellecidos en el cristal, pero el reflejo termina por vaciarnos, por aniquilarnos.
Pienso que algo similar ocurre con los gobernantes. Son el exutorio de las faltas de sus subordinados anónimos. Son como esos generales a los que se imputa la victoria (Wellington derrotó a Napoleón) pero, necesariamente, también la derrota (Napoleón fue derrotado por Wellington).
Tal vez, en el poder, haya la nostalgia de la privacidad perdida. el gusto por salir a la calle y no ser reconocido, el placer de no tener que dar cuentas cotidianamente de la vida propia que se ha vuelto la vida de ese Gran Otro que vive en mi lugar.
Gobernar es lucirse, decidir, sentirse poderoso, pero también ceder ante un secuestro de personas y una confiscación de bienes. Los objetos del gobernante son ajenos, como alquilados o depositados en un hotel: propiedad de los huéspedes pasajeros. Y al cabo de unos años, eso que llamamos vida se escapa hacia la inmovilidad monótona y matemática de los almanaques y los anuarios, el gobernante advierte que el Gran Otro se ha comido su tiempo y la digestión resulta mortífera. Es cuando ansía, con placidez y relajación, perder unas elecciones y volver a casa por la más oscura y solitaria de las calles.
Imagen superior: «Stump Speaking», George Caleb Bingham.
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