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‘El Conde de Montecristo’: Es conde y se esconde

«El novelón de Dumas ratifica su calidad de clásico. Con todas sus exageraciones de trama, merece constantes retornos»

En efecto, la novela de Alexandre Dumas El Conde de Montecristo muestra y esconde a un mismo personaje capaz de ser otro sin cesar de ser el mismo. La Divina Providencia, tras someterlo a diversas y tremendas pruebas cercanas a la muerte, ha decidido premiarlo con un título de nobleza y una fortuna en piedras preciosas atesoradas en una isla que da nombre al titulado. Bajo él está -¿está?– Edmond Dantés, un joven proletario bonapartista que es víctima inocente de un chanchullo debido a gente de la Restauración. La herencia de Stendhal, convertida en folletín con final melancólicamente feliz, la recibe y la gasta Dumas: el bonapartismo como causa popular francesa y el populismo como su conformación política que no conoce límites de clase. Por eso Dantés sigue siendo un hombre de pueblo sin dejar de ser un aristócrata enigmático, fascinante y respetado por el medio canallesco y despiadado del poder.

¿Quién es en definitiva nuestro héroe? ¿Es el mismo que trabajó y amó en su pueblo natal, que fue encarcelado de modo infame en una mazmorra durante años, que se libró de ella con una estratagema sabia y eficaz, y conquistó título, tesoro, buena reputación y el amor de ellas y de algún él?

La variedad de situaciones y la retorcida manera de congraciarnos con la justicia que siempre se impone en un orbe regido por un Dios atento y equitativo, suprema explicación del sentido del mundo, todo esto ha tentado a adaptadores de teatro, cine y televisión a lo largo de un prolongado siglo. Este Conde que esconde a Dantés resulta ser una costumbre del espectáculo de masas y cada época con su atado de recursos técnicos da cuenta del fenómeno.

Tal costumbre que, al mismo tiempo, es desafío, tentó a los realizadores Matthieu Delaporte y Alexandre de La Patellière, dumasianos expertos por aquellos tres mosqueteros que acabaron siendo cuatro. La solución no era/es sencilla ni, mucho menos, simple. No se puede meter cirugía a una trama complicada que sostiene todos los suspenses. Tampoco inyectar razonamientos psicológicos que expliquen cómo Dantés sale vivito y coleando de la mazmorra, nadador olímpico y rápido constructor de una apariencia nobiliaria con memoria de cantina marinera y cárcel.

Lo mismo cabe decir en cuanto a la ambientación. Para darle consistencia, habría que gastar fortunas en arquitecturas de utilería y caer en un realismo que nada soporta la exaltación melodramática de la aventura. Los adaptadores optaron por un término medio. Ambientaron en lo posible con lugares reales a los que añadieron un vestuario de arqueológica perfección basada en la pintura de la época, es decir la Francia posterior al Primer Imperio. Esto resolvió la presentación digamos que pictórica de la trama. Se hizo con un trámite también pictórico.

La película llega a ser, por lo mismo, una suerte de cuadro, pero cuadro vivo, una colección de tableaux vivants que tratan de quedarse quietos atravesando grandes salones semidespoblados y henchidos de esos objetos que en los museos se nos implora no tocar. Entre ellos divagan los actores y las actrices como muñecos, bellos si son buenos y feos si son malos, que es justamente lo que los directores han decidido que fueran. No es un defecto dramático, sino un rasgo de estilo.

¿Era posible otra salida al envite de la tradición? Ni los aspavientos mímicos del cine mudo, ni el heroísmo de gabinete del cine en la entreguerras, ni el intento de psicoanalizar al personaje que es y no es Dantés pero tampoco es ni no es el Conde de Montecristo.

En cualquier caso, el novelón de Dumasratifica su calidad de clásico. Con todas sus exageraciones de trama y sus guiños benévolos al lector – “No te aflijas, he de salvar a tu amado héroe” – merece constantes retornos y una necesidad de relectura, es decir lo propio de los clásicos, aunque se trate de textos gruesamente románticos. Lo que esconde nuestro Conde es el deseo hondamente humano de hallar justa no sólo a la justicia divina providencial sino también a la creación divina del mal, sin la que el bien carecería de espacios donde triunfar.

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Blas Matamoro

Ensayista, crítico literario y musical, traductor y novelista. Nació en Buenos Aires y reside en Madrid desde 1976. Ha sido corresponsal de "La Opinión" y "La Razón" (Buenos Aires), "Cuadernos Noventa" (Barcelona) y "Vuelta" (México, bajo la dirección de Octavio Paz). Dirigió la revista "Cuadernos Hispanoamericanos" entre 1996 y 2007, y entre otros muchos libros, es autor de "La ciudad del tango; tango histórico y sociedad" (1969), "Genio y figura de Victoria Ocampo" (1986), "Por el camino de Proust" (1988), "Puesto fronterizo" (2003), Novela familiar: el universo privado del escritor (Premio Málaga de Ensayo, 2010) y Cuerpo y poder. Variaciones sobre las imposturas reales (2012)
En 2010 recibió el Premio ABC Cultural & Ámbito Cultural. En 2018 fue galardonado con el Premio Literario de la Academia Argentina de Letras a la Mejor Obra de Ensayo del trienio 2015-2017, por "Con ritmo de tango. Un diccionario personal de la Argentina". (Fotografía publicada por cortesía de "Scherzo")