Era necesaria una biografía exhaustiva de Concepción Arenal (1820-1893) tras la recuperación de su memoria y buena parte de su obra, a veces de manera ecuánime, otras a favor del localismo gallego o cantábrico.
Haciéndose cargo de las tres cosas –biografía, revaluación, universalidad– Anna Caballé se puso manos a la obra, trabajó cuatro años con sus obstáculos y desánimos, su confianza en el personaje y el orgullo de superar desafíos. El resultado es la que se puede considerar la primera biografía cabal de aquélla: Concepción Arenal. La caminante y su sombra (Taurus/ Fundación Juan March, Madrid, 2018, 440 páginas).
La biografiada no ofrece una fácil materia a quien se ocupe de ella. Buena parte de sus huellas fueron borradas por ella misma. Tras su muerte, un silencio ¿poco explicable? rodeó su figura. En vida, unas porciones decisivas de su existencia permanecieron ocultas. No fue una mujer dada a lo confidencial y nada casual resulta su gran amistad con Jesús de Monasterio, un músico, un artista de lo inefable que se funde con el sentimiento pero nunca se explicita. Caballé debió buscar y rebuscar datos, pesquisar relaciones familiares, recorrer caminos y senderos a la caza de lugares, viviendas, restos tangibles de una vida. Una vez recogida esta tremenda cantidad de documentos, se hizo preceptiva la biografía, es decir el relato. Allí donde el documento faltase, estaba la imaginación de la biógrafa. La imaginación, no la fantasía. La historia, no la leyenda.
En otro sentido, en el perfil y hasta en el retrato de Arenal, la tarea es muy atractiva. Sin llegar a la extravagancia ni la patología, en el mejor sentido de la palabra, fue una mujer anómala en la convulsa España que va desde el absolutismo fernandino a la restauración borbónica, sobre un fondo de constante guerras civiles y una revolución siempre frustrada en el medio. Arenal decidió interesarse por el lado oscuro de la vida española: presos, pobres, condenados a garrote vil, mujeres que intentaban superar el rol de sublime animal doméstico a que las sometía el canon. Así surgió una obra ingente (23 volúmenes suma su conjunto) donde alternan títulos como La beneficencia, la filantropía y la caridad, Cartas a los presidiarios, El visitador del pobre. Arenal comprometió a señoras de clase alta, a burócratas, a políticos, a jurisconsultos –en especial, a los penalistas– y a científicos que hacían pinitos en cuanto a antropología criminal y sociología del delito. Se empecinó en la reforma carcelaria, la reinserción del delincuente, las sentencias indeterminadas, la abolición de la pena de muerte y el derecho del pobre a no serlo, a no tener que dar las gracias por lo que era su legítima pertenencia.
Entreveradas con estos textos en lucha, Arenal nos dejó la prosa de una meditadora que filosofó sobre la condición humana, una lectora de los ilustrados dieciochescos que ella concilió con una zona candente del cristianismo, la pedagogía del dolor. No se arrodilló ante la divinidad pidiéndole que le revelara el sentido de su dolor sino que consideró el dolor humano como una dolencia compartida que los hombres y las mujeres hemos de meditar en solidaria compañía. Y así pasó Arenal por el coto vedado a la mujer de letras, el razonamiento filosófico. Porque como ella dijo alguna vez, en España la mujer podía ser reina o estanquera pero no escritora. Por eso ocultó su imagen femenina en una apariencia andrógina que a muchos les pareció un rasgo de locura. Ella demostró que, muy por el contrario, era su inhabitual cordura la que inquietaba al filisteo. Logró así que el tinglado intelectual español le prestase atención, desde Giner de los Ríos a Cánovas. Después hubo un resto de silencio. La voz de Caballé –no la soprano sino la escritora‒, estimulada por los “maestros de energía” a los que agradece su apoyo, ha quebrado la inercia y ha hecho andar nuevamente a la caminante infatigable del dolor y la justicia.
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