Recorriendo la exposición de los pintores fovistas franceses y suizos que ofrecía la Fundación Mapfre, un amigo insistió en el tema de la inmediata expresividad de los colores.
El rojo excita, el verde calma, etcétera. No obstante, un verde chillón consigue, a veces, volver fauve un cuadro. La conversación se amplió. Salió, desde luego, nuevamente lo proactivo del rojo pero también que fue adoptado por los revolucionarios de izquierda, con lo cual apareció una asociación entre color y palabra, en la cual el verbo podría llevar la iniciativa significante. Recordé unos textos de cierto medievalista francés que estudió el simbolismo del color azul en la Edad Media, mostrando que podía simbolizar cosas muy distintas.
Los circunstantes, chicos y chicas de ciertas fechas, recordamos que durante nuestra infancia la ropa negra correspondía a las personas adultas y especialmente a los viejos. Ahora es una costumbre juvenil. Las razones o los meros motivos pueden adjudicarse a la moda, al rejuvenecimiento de los ancianos que ya no quieren parecerlo pero, a simple vista, me sigue resultando un indicio de vejez, aun cuando acepte que mi memoria es sierva de la costumbre de otras épocas.
Con lo anterior, quizá, tenga que ver la celebración del Halloween por los jóvenes, con su estética de criptas, fantasmagorías y muertos vivientes. En esto sí que el joven opta claramente por una impostada decrepitud: tez macilenta, cicatrices, ojeras, ropas harapientas con guiones de mugre y sangre, cabellos pringados, perfumes de sepulcros húmedos. Si se quiere, el reverso de la eterna juventud de las chicas Barbie y los chicos metrosexuales.
En ambos extremos: hacerse el viejo de joven, hacerse el joven de adulto, hay una suerte de diseño vital en forma de salto: entre la juventud y la vejez, el vacío de la madurez. Todos queremos ser jóvenes o viejos pero no maduros. No hay evolución, no hay memoria, no hay historia. Somos posmodernos. Menos que dos días, la vida es el instante, cuya virtud es mostrarse para desaparecer.
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