A estas alturas, una distopía convincente ‒y la que Hernán Migoya nos propone lo es‒ debe superar las escalofriantes promesas de 1984 o Un mundo feliz. Entre otras cosas, porque si uno se proyecta hacia el inmediato futuro, lo de Orwell y Huxley no está lejos de convertirse en literatura costumbrista.
Por razones fáciles de explicar, la fórmula distópica no ha perdido vigencia desde los años sesenta. De ahí en adelante, cada cierto tiempo, surge un libro, una película o una teleserie cuya síntesis podría ser: la pesadilla ha comenzado y el mundo ya no volverá a ser igual.
Como los espacios recreativos transglobales dependen de la cultura anglosajona, nos hemos acostumbrado a distopías cuyo principal ingrediente es el desconsuelo. Y cuando no son angustiosas, plantean dilemas que carecen de solución. Siguiendo esa tradición puritana, el porvenir parece, casi siempre, una deprimente sucursal del infierno. «En los sesenta ‒decía George Lucas a propósito de su película THX1138‒ llegamos a la conclusión de que el gobierno no era lo que decía ser. Como en El mago de Oz. Abren la cortina, miramos y decimos: ‘Madre mía, esto es horrible. Me van a mandar a Vietnam y voy a morir. Pues no pienso hacerlo’. Eso cambió el gran pacto que teníamos con nuestro gobierno, con nosotros mismos, con nuestra sociedad y con lo que creíamos que éramos».
Frente a esa tradición más bien rígida y penitencial, Migoya despliega una fantasía claramente española. Por eso mismo, a la hora de valorar la inspiración de sus personajes, lo más fácil es apelar a la cultura mediterránea e hispanoamericana.
Cleo es una sátira que, por su tono y por el modo en que brega con la tontería woke, entendería a las mil maravillas un francés o un italiano. Si tuviera que situarla en un cuadrante, la acercaría a esa audacia regocijante y desencantada de la «otra» generación del 27 (Jardiel, Neville y compañía), reciclada luego en La Codorniz (pienso en el mejor Álvaro de Laiglesia) y defendida de forma admirable por los guionistas de Bruguera.
Pero ojo: el hecho de que Cleo esté diseñada con humor y exuberancia, no evita que su lectura nos zarandee tanto como un tebeo underground. Esto último ‒su libertad y descaro‒ es otro mérito difícil de encontrar. Al fin y al cabo, el mundo que dibuja Migoya podría ser el resultado de muchas decisiones que ahora mismo, de forma muy perturbadora, está tomando Occidente: la relación traumática con la ficción, la autocensura, la obsesión identitaria, y desde luego, esa pureza impostada e represiva que, en el fondo, rechaza lo mestizo, lo equívoco y lo ambiguo.
¿Se puede ser rebelde y cuidar el estilo? Cleo es una prueba de que Hernán Migoya aplica la lógica del absurdo, hace uso de una poética punk, y al mismo tiempo, tiene la habilidad de maniobra de un excelente escritor. Aquí nos ofrece una narración divertida e inquietante, y por si eso no bastara, concilia en ella una ambiciosa factura formal y una potente originalidad.
Sinopsis
En una Tierra gobernada por un dictador populista, está prohibido que los artistas firmen sus obras con su nombre o que los actores protagonicen más de una película, para no hacer sombra al Jefe Supremo. Sin embargo, mediante un uso ingenioso del disfraz, un misterioso actor ha logrado burlar las normas y filtrarse en varios largometrajes, amenazando con ganar una notoriedad muy peligrosa para el sistema. El Estado encarga entonces a una policía escéptica y a un crítico de cine que localicen y maten a ese enigmático «hombre de las mil caras» que amenaza con hacerse popular. Lo que ninguno de ellos espera es caer bajo el embrujo de ese actor… cuya capacidad de seducción podría encender la chispa de una verdadera Revolución.
Cleo es una novela distópica con varios elementos apasionantes: Una premisa única, basada en la posibilidad de que en un futuro cercano la sociedad humana, obsesionada por las interpretaciones literales de sus acciones, no sepa diferenciar la ficción de lo real: el mito del hecho. Un misterio fascinante, relacionado con la identidad psicológica y sexual de su esquivo protagonista. Y un mundo atmosférico, desbordante de fantasía, romanticismo y una caudalosa veta de humor negro.
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