La narración suele insistir en el crónico presente o en el huidizo pasado. Raramente un narrador se sitúa ante un futuro que, por remoto, lo excluye de la historia. Sin embargo, el empuje de las novedades técnicas incita a hacerlo. Así es que me permito imaginar una ciudad donde ya, necesariamente, no contarán ustedes conmigo.
El transporte estará automatizado así que los vehículos irán guiados por nadie. Las compras se harán por internet, con sus encargos y pagos. La distribución ocurrirá al amanecer, cuando, fuera de los transportes anónimos, todo el mundo esté dormido.
Los trabajos se cumplirán en casa y se enviarán por pantalla. Hasta las consultas clínicas se resolverán del mismo modo. Un especialista de Tokio operará a un paciente de Cercedilla por medio de un robot. Igualmente serán robots los que se encarguen de la producción y distribución alimentaria: siembra, regadío, cosecha, desove, ordeñamiento, recogida, distribución y embalaje de mercaderías.
No hará falta visitar museos ni palacios, jardines ni perspectivas, catedrales ni monasterios. Bastará con conectar un aparato de realidad virtual y pedir a la carta. Los viajes de turismo se suprimirán. El sol se tomará en rayos UVA y el esquí se trasladará al salón, sobre un aparato de nieve plástica acolchada y un refrigerador.
Las comunicaciones amistosas, familiares y sexuales se anudarán por Facebook, cuentas de Twitter, blogs y páginas web. Se cerrarán los cafés, los cines, los teatros, las librerías, los bares de alterne. Un robot torero descabellará a un toro mecánico conforme a una panoplia de alternativas programadas según los distintos pases y quites de los mayores maestros. Dramas, comedias y toda suerte de películas se verán en pantallas televisivas.
Desde luego, habrá excéntricos que quieran seguir tomando un avión, un tren, un autobús. Se pasearán por andenes y naves de aeropuertos y estaciones ferroviarias deshabitadas donde unos servidores mecánicos los alojarán en vehículos cómodamente espaciosos, semivacíos. Por las ventanas, la gente recordará viejos tiempos y verá pasar esas escasas extravagancias: un avión, un tren, un autobús. Como en los cuadros de Chirico donde las ciudades vacuas de gente muestran, a lo lejos, la humareda de una locomotora que quizá esté en marcha y quizá conduzca a unos pasajeros y quizá los lleve a alguna parte.
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