Si no la madre, al menos la comadrona. Eso fue la ópera para el cine. Y si caben dudas, revéanse los primeros largometrajes de aparato, como Intolerancia de Griffith y Cabiria de Giovanni Pastrone: los escenarios, los encuadres, la ordenación de las masas, los bailes, las gesticulaciones de los actores, todo evoca al teatro de ópera.
Desde luego, una ópera muda, como seguirán siendo las numerosas adaptaciones que se suceden, a veces con reiteraciones temáticas. Carmen será incorporada por Geraldine Farrar y Raquel Meller, antes que por Vivianne Romance, Imperio Argentina, Sarita Montiel o Julia Migenes Johnson, sin contar las parodias que travestían a Chaplin de cigarrera sevillana o a la argentina Niní Marshall, una costurera de la calle Corrientes convertida en gitana bilingüe (las partes cantadas iban en italiano).
Los astros de la ópera se convirtieron en silentes estrellas del celuloide. Aparte de los citados: Enrico Caruso, Mary Garden y Lina Cavalieri.
Como era imposible prescindir del sonido, se hicieron algunos experimentos de sincronización. Arias grabadas en disco que se intentaban oír a la vez que se veía al solista en la pantalla. O tropas de instrumentistas y voces, en bambalinas, mientras en la sala se pasaban los filmes de Lucia di Lammermoor (Italia, 1910) o Lohengrin (Alemania, 1916).
Richard Strauss, en 1926, compuso una suite de su Caballero de la rosa y la estrenó en Londres como fondo de un filme mudo protagonizado por Huguette Duflos. Ese mismo año se hicieron los primeros experimentos con bandas sonoras. Eran arias sueltas cantadas por Giovanni Martinelli y Marion Talley. Luego vinieron resúmenes didácticos de dieciocho minutos. Desde luego, el cine sonoro abrió el campo propiamente dicho de la ópera filmada, y vaya por delante una memorable Louise para la cual escribió una versión abreviada el propio autor, Gustave Charpentier. La dirigió en 1938 Abel Gance, con Grace Moore y Georges Thill de protagonistas.
Figuras de la ópera con buena o peor presencia aparecieron en el cine cantando cuanto podían: Tito Schipa, Beniamino Gigli, Lily Pons, Maria Cebotari, Lawrence Tibbett, Jan Kiepura, Martha Eggert y Tito Gobbi.
En la Italia de la posguerra, el cine-ópera fue todo un género, destacando las películas de Carmine Gallone, siete de las casi veinte rodadas entre 1946 y 1956. Dos décadas más tarde, el especialista será Franco Zeflirelli, con algunos aciertos plenos de corte verista: I pagliacci y Cavalleria rusticana. En otros títulos, como La traviata y Otello, la sastrería predomina junto a buenas actuaciones de Plácido Domingo y excelentes de Justino Diaz y la mórbida y contenida Dama de las Camelias de Teresa Stratas.
La ópera plantea al cine unos desafíos molestos: la sonoridad constante, la extensión de las partes solistas, el coro que no puede actuar con libertad mientras canta solfeando en conjunto. Quizá por ello, Luchino Visconti, en cuya estética tanta influencia tiene el melodrama, no se haya asomado al género, como tampoco la gran actriz cantante de la época, Maria Callas. En cambio, la televisión, a partir de La medium de Menotti (1951, con Maria Powers) y las geniales soluciones de Jean-Pierre Ponnelle, da una alternativa, por la intimidad de la caja y la posibilidad de cortar en actos la representación, conforme a los textos originales.
Copyright del artículo © Blas Matamoro. Este artículo fue publicado previamente en ABC y se reproduce en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.