En junio de 1940, Charles De Gaulle y Winston Churchill se encontraron para coordinar lo incoordinable: la participación de la Francia Libre en la guerra del lado de los Aliados. Eran dos personalidades fuertes que nunca se llevaron bien pero a las cuales la historia empujó para que jugaran de acuerdo en el mismo campo.
Churchill representaba a un imperio aún poderoso pero ya no en sus mejores días. Era el único país en el mundo que resistía al feroz embate nazi. De Gaulle tenía consigo a algunas fuerzas dispersas por colonias y protectorados franceses del África mediterránea y Cercano Oriente. El Hexágono había sido derrotado y dividido por los alemanes. El gobierno títere de Vichy estaba presidido por un héroe nacional, el mariscal Pétain. En fin: la situación gala no podía ser peor.
Al terminar la guerra que los franceses habían perdido, Francia obtuvo un puesto en el Consejo de Seguridad de la flamante ONU, junto a cuatro vencedores. Fue el primer juego de manos de Charles De Gaulle, un militar con aficiones literarias, poco conocido cuando empezó el desastre, autor de un libro sobre el ejército del futuro, jefe de una resistencia dormida hasta el último año de la guerra, católico, patriota si no nacionalista, de tradición más bien napoleónica que republicana pero siempre respetuoso de las instituciones civiles.
Le père De Gaulle fue presidente de Francia dos veces, en 1946 para rehacer la vida republicana y en 1958, para estrenar una constitución más presidencialista que reordenara la vida de un imperio colonial a liquidar. En ambos casos se valió de un poder personal pero también de un aparato político que lo sobrevivió. Es decir que el gaullismo no murió con él ni siquiera con su muerte física y aun menos cuando su retiro voluntario.
En 1962 Papá De Gaulle proclamó la independencia de Argelia, última colonia importante de la Francia imperial. Terminaba un largo itinerario de larvada o expresa guerra civil y social, abierto con la revolución de 1789. Había que reformular la economía francesa sin colonias, con industrias de punta y un programa de integración europea a partir de la buena vecindad de Alemania elaborada por dos viejos católicos, De Gaulle y Adenauer. Para el francés se trataba de eludir dos sumisiones: a los Estados Unidos y a la Unión Soviética. Esta última era, para De Gaulle, un país pasajeramente comunista que había perdido la oportunidad de la revolución proletaria mundial y volvería a ser lo que siempre fue: el imperio ruso amigo de Francia. Los años, matiz más o menos, le dieron la razón.
Hubo más aciertos políticos gaullianos. El Estado de Israel era un deber de Occidente para resarcir a los judíos del Holocausto, pero también instalaba una belicosidad permanente, al rodear a los israelíes de enemigos musulmanes. Los ingleses no debían entrar en Europa porque se sentirían incómodos y se dedicarían a incordiar. En cuanto a la China, era mejor llevarse bien con ella porque se trataba de un gigante dormido que podría despertar en cualquier momento, valiendo de contrapeso asiático a los soviéticos.
Todos estos atisbos muestran a un De Gaulle político, un hombre horizontal, distinto al de la verticalidad militar. Por eso, la ultra armada nunca lo quiso y hasta organizó atentar contra su vida, a lo que el general contestó amenazando movilizar a la mafia de Marsella. A su vez, cuando alguien pidió procesar a Sartre por sus opiniones políticas, dijo que a Voltaire no se lo mandaba a la cárcel. Lo mismo cuando se puso en escena a Jean Genet en teatros oficiales. ¿Por qué prohibir al homosexual Genet si se representa al devoto católico Claudel?
Papá De Gaulle sigue vivo en el interés de la crítica histórica. Es un conservador y hasta un tradicionalista que siempre supo actualizarse. No quiso nunca restaurar sino modernizar. Y eso en un país con cuatrocientos quesos distintos, como él solía decir. Por eso, décadas atrás, el izquierdista Debray, antiguo valedor ideológico del Che Guevara, lo reivindicó, y autores actuales como Barré y Hazareesingh continúan pensando en su doble significación, la mítica y la histórica. Acaso ni Francia ni Europa han cambiado tanto desde 1914, cuando el joven oficial De Gaulle tuvo su bautismo de fuego. Lo esencial de su mensaje es que hay que intuir cuánto de repetición y cuánto de novedad nos ofrece la historia para actuar en ese espacio virtual que llamamos política.
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