Ante las ruinas de Europa, tras la guerra de 1914-1918, Paul Valéry reconoció, lastimero, la mortalidad de las civilizaciones. Años antes, Hegel había sido más categórico: todas las civilizaciones llevan en sí mismas el germen de su destrucción.
No caducan ni son aniquiladas: se suicidan.
Cumplen una parábola vital, de la infancia a la vejez, y luego se ponen de acuerdo con esa muerte propia que, según la sugerencia de Rilke, todos llevamos dentro como las madres a sus niños antes de darles nacimiento.
Es obvia la lección de modestia que, unida a la ufanía de victorias y tesoros, podemos aprender de estas biografías conclusas que son las historias de las civilizaciones.
A veces, contemplando los restos de ciudades extinguidas, nos parece que el destino de los mayores imperios es convertirse en un atado de crónicas y cuatro columnas rotas.
Pero hay algo más, que es el reverso de la muerte y que podría llamarse dimensión inmortal y fantasmal de la civilización. Los templos griegos son colecciones de fragmentos, pero su forma, sus proporciones, el vocabulario visual de su estilo, están intactos y se pueden reproducir incontables veces.
Casandra sigue gritando sus prevenciones que nadie escucha y Ulises burla, una vez más, a las sirenas, a Escila y a Caribdis.
Troya ha sido borrada del mapa pero ¿quién no ha encontrado a Elena en una esquina, dispuesta a provocar una guerra por sus favores? O ¿quién no ha confundido al camarero del bar con Ganímedes? Tal vez el destino de las civilizaciones no sea el aparente, devenir una reducida curiosidad para la vitrina del museo, sino la ordenación de esos fantasmas que hacen posible que imaginemos la vida, no tan sólo que la vivamos.
El hombre es humano porque tiene la capacidad de duplicarse, de ser lo que es y más de lo que es. Civilizar es hacerse civil, constituir una ciudad.
La ciudad es más que la cueva, que la choza, que la aldea. Es la duplicación de la vida en común, la memoria de los que vivieron e hicieron posibles nuestras vidas. Sus pavimentos, sus aceras, sus edificios, sus plazas vacías y sus bulevares colmados, se animan con la enésima compañía de los primeros civilizadores.
Imagen superior: Pixabay.
Copyright del texto © Blas Matamoro. Este artículo fue editado originalmente en la revista Cuadernos Hispanoamericanos. El texto aparece publicado en Cualia con el permiso de su autor. Reservados todos los derechos