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«Carmen» según Bieito (Teatro Real, 2017)

El Teatro Real madrileño (bueno, no hay otro Teatro Real que no sea el de Madrid) estrenó en 1999 una producción de la Carmen de Bizet firmada por Emilio Sagi. Un excelente montaje de corte tradicional, con unos imponentes tanto como idóneos decorados de Gerardo Trotti y un bonito vestuario del diseñador español Jesús del PozoSagi se tomaba escasas pero acertadas libertades como la de presentar un travestido Lillas Pastia. Ese mismo año 1999 se estrenaba en Perelada otra lectura escénica de la ópera ahora encargada a Calixto Bieito.

Si el trabajo del asturiano (Sagi) quedó anclado en el escenario para el que fue ideado aunque a partir del mismo ofreciera otros montajes de la obra aquí y allá, el del burgalés (Bieito) viajó al extranjero (París-Bastille, por ejemplo, cruzando el charco incluso hasta Bogotá) y se paseó por diversas ciudades españolas incluyendo el Liceo barcelonés, objeto en 2010 de una captación videográfica por parte de Cmayor. Desde este escenario llegó en 2017 a Madrid, en revival de Yves Lenoir, con un importante número de funciones, la popularidad de la obra lo permite, nada menos que dieciocho.

Esta difusión del trabajo de Bieito puede interpretarse de doble manera. Por parte del público, que haya sido de su agrado facilitando así la circulación; por parte de los responsables de la programación, porque parece tratarse de un trabajo de no mucho coste. De hecho, no hay decorados, únicamente algunos elementos capaces de sugerir el momento de la acción y que firma Alfons Flores, un habitual compañero de fatigas escénicas de Bieito.

El vestuario de Mercè Paloma es tan corriente como para ser adquirido en un baratillo o traído por cada intérprete de su casa tras hurgar en el fondo del armario de sus progenitores. Los coches que pueblan el acto contrabandista ofuscando con sus faros al público pueden haberse adquirido en un cementerio destinado a dichos vehículos El toro de Domecq, del anuncio de su coñac que invadió durante un tiempo tierras castellanas, para Bieito un referente ineludible de la realidad nacional, ocupa imponente todo el acto III y será usado luego para, desmontándolo, lograr un poderoso efecto mientras se escucha el fastuoso fandango.

Ese efectismo preside todo el concepto bieitiano, ofreciendo una Carmen de una Andalucía habitada por unos personajes adictos al sexo, al alcohol y a la violencia. Los soldados, omnipresentes en escena, no paran de hacer gestos procaces; las amigas de la protagonista, además de ordinarias, son tan pelanduscas como ella, a más de aficionadas a la botella y Dios sabe a qué otras cosas más.

Carmen es una calienta braguetas que se pasa toda la habanera espatarrándose de soldado en soldado. José no está tan claramente definido y parece moverse en ese mundo un poco despistado pero apuntando modales de un maltratador en potencia y, claro, luego de hecho. Micaela hace un ambiguo juego: aparece tímida y de pronto muy dueña de sí para, en el único momento que se encuentra con Carmen, ser con ella desagradablemente ofensiva. Escamillo responde algo más al modelo que suele ser habitual: prepotente, chulesco y de desbordada virilidad.

Por supuesto que la época elegida por Bieito no es la del original del libreto de Meilhac y Halévy sino la de una España a punto de sacarse de encima al franquismo, con una soldadesca que remite directamente a la legión, aunque en este caso sin la cabra que le da a sus componentes su simpática identidad. Los anacronismos, entonces, son mínimos ya que, soportados los de tantos otros montajes demasiado manifiestos o agresivos, en esta ocasión pueden pasarse por alto los escasamente evidentes. Como ese de que los legionarios vistan de verde, chocante entonces el insulto que le esputa Carmen a José en el acto II llamándole canari, canario (entonces los soldados se uniformaban de este color), aunque puede ser que existan canarios de color verde “non ho studiato ornitologia” como dice ese consul pucciniano de nombre Sharpless.

Peor que esto es que Bieito se empeñe en no dejar que se disfruten los intermedios orquestales como si la música no fuera suficiente reclamo para atraer la atención (y el placer) del espectador, páginas que Bizet colocó expresamente en su sitio para adentrarnos en el clima del respectivo acto al que precede.

Así se ve desfilar por ellos a un borracho un tanto parlanchín que resultó ser el tabernero Lillas Pastia (al que dio mucho relieve el actor Alain Azérot), a una nenita que se suelta por flamenqueo (mientras se escucha el tema del Dragón de Alcalá luego en boca del tenor) y a un joven desnudo con pretensiones de torero en el nocturno del acto III, suficientemente iluminado para que se intuya esa desnudez sin que se manifieste mucho sus partes llamadas nobles. En el acto I un joven negrito en calzoncillos y portando una escopeta no paraba de dar vueltas por el escenario. Su presencia fue capaz de despertar la mayor de las perplejidades, aparte de convertir en muy pesado y reiterativo tan sorprendente maratón unipersonal. En el inicio del acto IV, como remate de excentricidades, una rubia en biquini se puso a embadurnar de crema solar en la boca del escenario cual si se tratara de un reclamo turístico de la Comunidad Andaluza.

En esta Carmen Bieito, por suerte, evitó sus referencias escatológicas a las que suele estar muy apegado, pero sí se tentó por mostrarlos una España pobre y vulgar, de gente ordinaria y brutal. Una España que no se “escucha” en la música de Bizet, soleada, brillante y multicolor. Es cierto que la España que conoció Prosper Merimée y que es telón de fondo de su nouvelle, origen de la partitura bizetiana, era rural y empobrecida pero, siguiendo esa pauta, la reflejaron mucho mejor, especialmente, dos montajes espléndidos, uno de Jean-Pierre Ponnelle y otro más reciente de Francesca Zambello.

Por otro camino va Bieito, que se sirve de una buena dirección de un coro (a menudo muy alborotador) y comparsería, así como de los solistas aunque en este caso de manera desigual. Se trata de un profesional inteligente y preparado y con semejante trabajo directivo pudo compensar en parte el discutible concepto de partida, espectáculo en general feo de imágenes y muy a contracorriente de lo que se está escuchando. Con todo, uno de los momentos más logrados fue el dúo final entre Carmen y José, solos los dos en medio de la soledad del amplio escenario, medidos los movimientos con una precisión milimétrica, puesto que entonces la idea básica de la propuesta se concretó ahí de manera tan convincente como magnífica.

Igual que en el Liceo, en el foso del Real estuvo el parisino Marc Piollet, que ofreció una lectura de tiempos canónicos siempre al servicio del solista, al mismo tiempo que destacaba la espléndida orquestación de la obra. Eso sí, permitió que el director de escena realizara algunos cortes muy evidentes en los actos I y IV. Se cantó con los recitativos (mínimos) de la versión original, en la edición de Fritz Oeser de 1964, algo discutida pese a el prurito de querer respetar las intenciones del compositor.

El equipo al cual quien redacta accedió en la función del 10 de noviembre estaba encabezado por la joven mezzo rusa Anna Goryachova, voz poderosa, de registro amplio, opulenta en agudos, voz más apreciable por la cantidad sonora que por la calidad tímbrica, con una notas un tanto veladas pero que acababan siendo atractivas. Guapa y con una excelente figura, realizó una extraordinaria labor como actriz un poco más por encima de la prestación canora que podría haber estado más matizada.

Francesco Meli, cuya voz ha adquirido una potencia apreciable permitiéndole asumir gracias a ello partes de tenor spinto, dio a José la variedad expresiva que necesita, pasando del lirismo de los primeros actos a la intensidad dramática de los últimos. Los agudos se escucharon más firmes que en otras oportunidades, exhibiendo detalles de cuidadoso matiz, emitiendo el si bemol del aria tal como indica la partitura, algo que están teniendo bastante en cuenta los cantantes actuales después de años de general descuido.

Asombrosos los medios de la moldava Olga Busuioc por encima de la soprano lírica para quien está destinada la parte. Una Micaela finalmente muy aplaudida y que estuvo muy bien cantada, pese a que una mayor contención de sus opulentos recursos no le hubieran venido mal a la aldeanita navarra, aquí algo contestataria y resuelta a conseguir lo que quiere.

El Escamillo de Kyle Ketelsen fue ganando según avanzaba la obra: su canción torera resultó un tanto ostentosa, casi vociferante, pero estuvo soberbio en el enfrentamiento con José y en las frases que tiene en el acto final con un físico, además, que hace comprensible el interés de la gitana por sus huesos.

Olivia Doray y Lido Vinyes Curis, Frasquita y Mercedes respectivamente, cuentan con los medios adecuados y, por ende, cumplieron con entusiasmo, respetando fielmente y con desenvoltura escénica las casi siempre exageradas pretensiones del regista.

Jean Teitgen fue un Zúñiga entre sonoro y tosco e Isaac Galán un buen Moralès, que también hubo de mostrarse en calzoncillos, lo mismo que Borja Quiza, quien no tuvo problemas para destacar al Dancairo ni Mikeldi Atxalabandaso al Remendado.

El coro volvió a dar cuenta de su altísimo nivel en obra que tiene lo suyo para demostrarlo, y no se quedaron atrás los Pequeños Cantores de la ORCAM, puede que porque muchos de ellos estaban más cerca de la adolescencia que de la niñez.

Pese a las reticencias señaladas con respecto a la labor de Bieito, se trató de una función muy disfrutable dado su nivel vocal y musical. No es poco tratándose de una ópera tan exigida.

Imagen superior: Olivia Doray (Frasquita), Anna Goryachova (Carmen) y Lidia Vinyes Curtis (Mercédès) © Javier del Real, Teatro Real.

Copyright del artículo © Fernando Fraga. Reservados todos los derechos.

Fernando Fraga

Es uno de los estudiosos de la ópera más destacados de nuestro país. Desde 1980 se dedica al mundo de la música como crítico y conferenciante.
Tres años después comenzó a colaborar en Radio Clásica de Radio Nacional de España. Sus críticas y artículos aparecen habitualmente en la revista "Scherzo".
Asimismo, es colaborador de otras publicaciones culturales, como "Cuadernos Hispanoamericanos", "Crítica de Arte", "Ópera Actual", "Ritmo" y "Revista de Occidente". Junto a Blas Matamoro, ha escrito los libros "Vivir la ópera" (1994), "La ópera" (1995), "Morir para la ópera" (1996) y "Plácido Domingo: historia de una voz" (1996). Es autor de las monografías "Rossini" (1998), "Verdi" (2000), "Simplemente divas" (2014) y "Maria Callas. El adiós a la diva" (2017). En colaboración con Enrique Pérez Adrián escribió "Los mejores discos de ópera" (2001) y "Verdi y Wagner. Sus mejores grabaciones en DVD y CD" (2013).