William Kidd (1655-1701) y Bartholomew Roberts (1682-1722) tienen en común sus inicios honestos. El primero entró en la historia cuando ya contaba cincuenta años, llevaba una vida próspera y apacible junto a una viuda inglesa y capitaneaba su propio barco mercante. Fiado en su valor, en su experiencia y en su lealtad, el gobernador de Barbados, lord Bellomont, lo propuso como corsario para que al mando de un buque oficial se empleara en perseguir piratas.
El rey William III de Inglaterra, Escocia, Francia e Irlanda, por la gracia de Dios, firmó esa comisión, y William Kidd accedió. El resto de su crónica es confuso. Según parece, una vez que se hizo a la mar padeció siempre condiciones climatológicas adversas, tuvo escasa suerte en los avistamientos, sufrió hambrunas y amotinamientos a bordo, y finalmente, ante quienes habían de juzgarlo, las apariencias fueron puestas en su contra.
Defoe afirma que la razón de que William Kidd acabara tornando su conducta en la de un pirata es que se cansó de su escaso éxito: se mantuvo dentro de la ley mientras tuvo esperanzas de hacer fortuna, pero como no pudo apresar a ningún filibustero, temeroso de que lo dejasen sin empleo y de que lo señalasen como hombre sin suerte, y antes que arriesgarse a la pobreza, liquidó sus escrúpulos de conciencia y se resolvió a asaltar embarcaciones en vez de perseguir a quienes lo hacían.
Para su desgracia, las primeras que abordó transportaban mercaderías consignadas a súbditos de su graciosa majestad. Cuando a su regreso a puerto fue detenido acusado de saqueo ilegal, los salvoconductos franceses que había confiscado en los buques abordados, papeles en los que pretendía fundar su defensa, desaparecieron. El tribunal los juzgó inexistentes y William Kidd fue condenado a la horca por piratería. Cientos de años después, uno de tantos eruditos que nunca faltan en las bibliotecas y archivos oficiales encontró la documentación sedicentemente extraviada, y el capitán Kidd quedó exculpado en forma póstuma.
La literatura, sin embargo, había hecho su labor, y parece que ningún otro pirata ha protagonizado tantas canciones y leyendas. Ningún otro pirata está tan asociado como él al insistente rumor, nunca comprobado pero siempre alentado, según el cual todo pirata ha dejado, enterrado en algún lugar recóndito, señalado por un mapa cartografiado en clave, cuya posesión desata siempre una tormenta de avaricia, persecuciones y muertes, un fabuloso tesoro.
El inicio de Bartholomew Roberts
En cuanto a Bartholomew Roberts, al igual que William Kidd, comenzó pronto sus días de navegación como grumete en un barco mercante, pero pasados los treinta solo había progresado hasta el grado de maestre en un barco negrero —que en aquella época era otra forma de barco mercante—, y aún se mantuvo en ese empleo honesto varios años.
A Bartholomew Roberts lo empujó a la piratería no —como le ocurriera a William Kidd— la falta de éxito en sus empresas, sino probablemente el hastío —que tanto se parece a aquella—. Cuando un navío pirata abordó el buque en el que navegaba, Roberts se apresuró a aceptar la oferta de enganche habitual en esos casos: la alternativa a aceptar ser enrolado como una rata de agua más en la tripulación pirata, con frecuencia se resumía, en caso de negativa, en ser arrojado al mar.
En el caso de Roberts, quizá en su fuero interno, para entonces, una sigilosa vocación estaba aguardando su oportunidad: apenas unos meses después, cuando su nuevo capitán, el pirata Homel Davis, murió en un cañoneo con una fragata holandesa, Roberts ya fue designado por la tripulación para sucederle.
En el alegato que se hizo para postularlo, sus hombres ponderaron su coraje, su conocimiento de las artes de la navegación y su capacidad para librarlos de los peligros y las tempestades y de las consecuencias fatales de la anarquía. Se dice que Roberts aceptó señalando con énfasis —y mostrando con ello estar cumpliendo su ambición secreta— que siempre es más honroso ser comandante de piratas que un simple hombre vulgar.
La carrera de pirata de Roberts
En lo sucesivo, su teatro de operaciones fue la ruta de los buques portugueses de Brasil a Lisboa, y en ella capturó azúcar de caña, copaiba, ipecacuana, oro… Después conocieron su osadía en Barbados y Martinica, aunque luego tuvo que alejarse de sus inmediaciones ante la saña que sus gobernadores pusieron en acorralarlo. Esto, en el futuro, le movió a ejecutar sin miramientos a cuanto individuo originario de esas islas caía en sus manos.
No desdeñó subir por las costas de América del Norte hasta Terranova, y a lo largo de estos periplos añadió al catálogo de su botín pieles, tabaco, nácar. Después de un tiempo, las borrascas de nieve y el frío le hicieron añorar de nuevo los mares cálidos, y descendió hasta asolar las aguas de Trinidad, Jamaica y Puerto Rico.
Su inquietud y espíritu emprendedor le llevaron más tarde a las costas del continente africano, donde incluyó entre sus presas los buques esclavistas, a los que robaba la carga para luego llevarla él a los cafetales y tabacales americanos. El cómputo de sus abordajes llega, según parece, a cuatrocientos buques mercantes. Acaso en ello tuvo algo que ver el nombre con el que había bautizado su buque —un navío de cuarenta cañones apresado a la Royal African Company: Royal Fortune—.
El carácter de Roberts
Bartholomew Roberts, sin embargo, es legendario porque su figura inaugura un nuevo tipo de pirata: el filibustero exquisito y cultivado. Los grabados que de él se conservan lo exhiben vistiendo casaca de damasco sobre camisa con chorreras de encaje y puñetas de lino, calzones de seda, zapatos de tacón con puntera cuadrada y tricornio emplumado.
Asaltó la mansión de un gobernador solo para apresar a su terceto de música de cámara, y en lo sucesivo, la flauta, el laúd y el violín, una vez que superaron su terror, turnaron a bordo, en la cámara del capitán Roberts, sonatas y gavotas, y en cubierta, para los canallas andrajosos de la tripulación, danzas populares y canciones procaces.
El capitán Roberts solo bebía té en porcelana china, y al atardecer, a las ocho en punto de la noche, ya ordenaba toque de queda apagando luces y velas.
A él se debe, nos cuenta Daniel Defoe, el primer código que reglamentaría el modo de vida de los piratas, y la idoneidad de sus normas quedó probada en el duradero éxito de su capitanía.
Al señor Roberts la historia no le registra apenas amotinamientos, y los que sufrió, los ahogó en latigazos y muerte. Cada hombre tenía un voto en los asuntos de importancia; cada uno tenía igual derecho a provisiones frescas y bebidas fuertes. El que estafara a la compañía el valor de un solo dólar, ya fuera en plata, joyas o dinero, sería abandonado en una isla desierta; se prohibía jugar a las cartas o a los dados por dinero; las armas, pistolas y machetes habían de mantenerse siempre limpias y listas; no se permitían niños ni mujeres a bordo, y si alguien embarcara a una de estas disfrazada, sería condenado a muerte.
La misma pena sufría quien abandonaba el barco o su puesto durante una batalla. Las peleas a bordo estaban prohibidas, pero se consentían en tierra, a espada o pistola, a primera sangre. La pérdida de un miembro o la desgracia de quedar lisiado a causa del servicio merecía la indemnización de 800 dólares del fondo común.
«¡Señores, la vida corta, pero alegre!»
El capitán Bartholomew Roberts, en fin, no pudo esquivar siempre a los dos
navíos de combate, de cincuenta cañones cada uno, que fletó la Royal African Company para poner fin a sus desmanes. Uno de ellos, el Swallow, acabó interceptando y entablando con el Royal Fortune un combate en el que parece que el pirata Roberts
cometió el único error náutico de su carrera, pues se enfrentó al Swallow ciñendo el viento, es decir, llevándolo de proa, mientras que aquel lo traía de popa, y aunque intentó dar bordadas, como si dijéramos pequeños virajes para que la quilla ofreciera el menor ángulo posible al viento y no le flamearan las velas, quedó demasiado
tiempo a merced de las andanadas del buque de guerra, cuyo fuego de artillería era, además, superior.
Su metralla rajó la garganta atildada del señor Bartholomew, que se encontraba en
el puente dirigiendo la maniobra y gritando: «¡Señores, la vida corta, pero alegre!». Según las crónicas, vestía ese día casaca azul y calzones de damasco carmesí, pluma roja en el sombrero, cadena de oro alrededor del cuello y banda de seda pasada en bandolera a cuyo extremo colgaba un par de pistolas.
Copyright del artículo © J. Miguel Espinosa Infante. Este artículo es un fragmento del libro Mapa del tesoro I (Fragmentos para mi hijo). Publicado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.