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«Calabuch» (1956), de Luis García Berlanga

El bien anida en el corazón humano, pero a la hora de manifestarlo, parece que brilla por su ausencia. Desde luego, siempre habrá quien arrugue el gesto y apriete las mandíbulas. Por suerte, también sabemos que, sin llamar tanto la atención, mucha gente es buena, apacible y generosa.

Sé de sobra que, cuando uno menos se lo espera, la rabia se sobrepone a la amabilidad. Pero si nos dan a elegir entre una cosa y otra, ¿verdad que lo tenemos claro? Bondad, sí, desde luego, y cuanto más, mejor. Al fin y al cabo, en este mundo turbio que nos ha tocado en suerte, una sonrisa o un gesto amable serán siempre el mejor de los analgésicos.

Desde hace siglos, ese ideal ha alimentado todo tipo de utopías. Todas fracasaron, claro. Es ley de vida. Pero algunas sobreviven en nuestro imaginario. De hecho, las que mejor lo hacen pertenecen al campo de la ficción. Pienso, por ejemplo, en Shangri-La, ese valle donde todo es armonía, oculto entre las montañas del Tibet e imaginado por el escritor James Hilton en su novela Horizontes perdidos (1933). Tampoco me importaría vivir en ese mágico pueblo escocés que descubren Gene Kelly y Van Johnson en Brigadoon (1954), aquella película de Vincente Minnelli inspirada en el musical de Alan Jay Lerner y Frederick Loewe. Y puestos a hablar de pueblos ideales, ¿qué me dicen del mondo piccolo que soñó Giovanni Guareschi? En 1948, este escritor italiano creó una saga literaria de enorme éxito: la del párroco Don Camilo y el alcalde comunista Peppone, enfrentados fraternalmente en ese «pequeño mundo» del valle del Po, donde a pesar de la pobreza, siempre aflora la bondad.

El éxito de la creación de Guareschi en el cine, gracias a la película rodada en 1952 por Julien Duvivier, con Fernandel y Gino Cervi como protagonistas, también nos habla de una necesidad en la Europa de la posguerra: cicatrizar heridas, perdonar afrentas y buscar la concordia, sobre todo en momentos adversos.

En España, ya es antiguo este contraste entre la ciudad ‒foco de insidias y tensiones‒ y la vida rural más o menos idealizada, interpretada como un paraíso perdido. Títulos como Menosprecio de corte y alabanza de aldea (1539), de Antonio de Guevara, o La Arcadia (1598), de Lope de Vega, nos hablan de ese concepto tan extendido en el Renacimiento. Sin embargo, creo que una de las visiones más eficaces de dicha utopía se la debemos a Berlanga, y en concreto, a ese tesoro de nuestro cine que es Calabuch.

Rodada gracias a una coproducción entre la firma española Águila Films y la italiana Films Costellazione, la película parte de un guión soberbio en el que intervienen, aparte del propio Berlanga, Florentino Soria, Leonardo Martín ‒creador de la trama y asimismo ayudante de dirección‒ y el escritor Ennio Flaiano, estrecho colaborador de Federico Fellini.

Calabuch, que inicialmente iba a titularse La otra libertad, es una fábula con un protagonista atípico: el anciano Jorge Serra Hamilton (Edmund Gwenn), ese científico de alto nivel que, harto de que sus hallazgos sirvan para construir bombas, decide escaparse.

Hamilton va a parar a un pueblo de la costa mediterránea donde nadie sabe quién es y donde todos le aceptan con simpatía, creyendo que se trata de un vagabundo. En ese lugar tan agradable y aislado, descubrirá a personajes encantadores, como el Langosta (Franco Fabrizzi), un contrabandista con quien comparte celda en una cárcel de puertas abiertas, vigilada ‒es un decir‒ por el jefe de la guardia civil, el autoritario pero bondadoso don Matías (Juan Calvo).

Cuando no está en esa prisión, de la que puede salir cuando le apetece, el Langosta ejerce de músico o electricista, y también es proyeccionista del cine local, además del galán de esta historia, por el que suspira Eloísa, la maestra de Calabuch (Valentina Cortese).

Acompañando al profesor Hamilton, nos vamos encontrando a otros tipos encantadores ‒Vicente, el pintor (Manuel Alexandre) o el mísero torero ambulante, preocupado por su novillo Bocanegra (José Luis Ozores)‒. Pero, sin duda, hay dos hazañas memorables del viejo fugitivo. La primera, su contribución a esa victoria de don Ramón, el farero (José Isbert), en una partida de ajedrez que, por vía telefónica, mantiene con el párroco (Félix Fernández). Y la segunda, su participación «científica» en el diseño del cohete con el que el pueblo de Calabuch gana en un concurso de fuegos artificiales.

Estrenada el 1 de octubre de 1956, Calabuch supuso la caída del telón para el actor británico Edmund Gwenn. Su interpretación del profesor Hamilton fue la última de una carrera en la que destacan títulos como Enviado especial (Alfred Hitchcock, 1940), La tía de Carlos (Archie Mayo, 1941), De ilusión también se vive (George Seaton, 1947), La humanidad en peligro (Gordon Douglas, 1954) y Pero… ¿quién mató a Harry? (Hitchcock, 1955)

Fotografiada por el operador Francisco Sempere y montada por Pepita Orduña, la película es un recital narrativo de Berlanga. En ella nos encontramos con varias de sus señas de identidad como cineasta: la voz inicial de un narrador, los encuadres amplios, las acciones en cascada, el manejo de un reparto coral, los diálogos superpuestos, un humor a medio camino entre el sainete de Arniches y el vanguardismo de La Codorniz, su dominio del retrato costumbrista y la distorsión caricaturesca… Sin embargo, Calabuch no es, a diferencia de otras películas suyas, una sátira, y además, la acidez y el esperpento berlanguianos quedan aquí sustituidos por un enorme afecto por todo lo que sucede en pantalla. Pese a que no faltan los detalles de crítica social, incluso con recarga política, nos hallamos ante un canto a la ingenuidad, ambientado en un microcosmos solidario, humilde y vitalista.

Aunque ese pueblo levantino tiene algo de Shangri-La o de mondo piccolo, también mantiene un claro anclaje en la realidad, con el que se podían identificar los espectadores de la época. Sin duda, los escenarios naturales de Peñíscola y las gentes del lugar proporcionan a la cinta una personalidad muy reconocible.

Muchos años después, ya anciano, Berlanga regresó a la localidad castellonense, y en el curso del homenaje que le tributaron, reveló una anécdota bastante simpática a propósito de uno de los actores más significativos de Calabuch, José Isbert: «Hace poco ‒dijo el director‒ me he enterado de que no se leía los guiones, sino que sólo se traía a los rodajes las frases que tenía que decir escritas en tinta roja. Y eso demuestra la calidad de un actor que se metía en una película sin saber de qué iba».

Meterse en la película, eso es justo lo que les recomiendo en este caso. Meterse en ella, y sentir, por primera o por centésima vez, que no sería mala idea vivir en ese pueblo mediterráneo. Un lugar donde no cabe la malicia, y donde la ternura y el afecto salen a nuestro encuentro desde todos los puntos del horizonte.

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Guzmán Urrero

Colaborador de la sección cultural de 'The Objective'. Escribió de forma habitual en 'La Lectura', revista cultural de 'El Mundo'. Tras una etapa profesional en la Agencia EFE, se convirtió en colaborador de las páginas de cultura del diario 'ABC' y de revistas como "Cuadernos Hispanoamericanos", "Álbum Letras-Artes" y "Scherzo".
Como colaborador honorífico de la Universidad Complutense de Madrid, se ocupó del diseño de recursos educativos, una actividad que también realizó en instituciones como el Centro Nacional de Información y Comunicación Educativa (Ministerio de Educación, Cultura y Deporte).
Asimismo, accedió al sector tecnológico como autor en las enciclopedias de Micronet y Microsoft, al tiempo que emprendía una larga trayectoria en el Instituto Cervantes, preparando exposiciones digitales y numerosos proyectos de divulgación sobre temas literarios y artísticos. Ha trabajado en el sector editorial y es autor de trece libros (en papel) sobre arte y cultura audiovisual.