Muy respetables pero no siempre creíbles son las curvas de predicción acerca de las conductas, sean naturales o culturales. Los animalitos humanos tenemos de ambas categorías por lo cual cabe prestar atención a las conductas tanto de los individuos como de la especie en su conjunto.
Los demógrafos observan que la curva de natalidad, si se proyecta a largo plazo en lo que nos queda por vivir en el siglo XXI, tiende a menguar. Cada vez se producen menos hijos y cada vez sobrevivimos más años. En términos de paisaje: cada vez nuestras sociedades tienen menos jóvenes y más viejos, bien que la noción de vejez y los resultados de la ancianidad se han alterado en estas pasadas décadas.
Estos guarismos semejan apuntar a un modelo de vida cada vez –repito el sintagma tratando de ser elocuente– más urbano y de clases medias, las más difíciles de definir. Somos cada vez más el hombre y la mujer cualesquiera, más individual y menos colectivo a pesar de ser cada vez más gregario. El campesinado tiende a desaparecer como tal, sustituido por habitantes de poblados que salen a labrar por la mañana y vuelven al núcleo urbano por la tarde-noche. Pero hay más. En ese mundo que controla sin saberlo la cantidad de su población, reemplazando la eclosión por la implosión en una suerte de higiene ambiental, el reparto de la natalidad no será o sería parejo. África llevaría el protagonismo y así también algunas regiones asiáticas. La epidermis de la humanidad cambiará mayoritariamente de color, acentuando su (nuestra) pluralidad. Menos y más variados, urbanitas, viejos pero no seniles, en fin ¿qué opinarán nuestros bisnietos de tanto cambio, sabiendo que el cambio es el secreto a voces de la permanencia?
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