Creemos que los documentales cuentan la verdad. Creemos que sus imágenes son espontáneas. Creemos que nada tienen que ver con la ficción…
En realidad, nos equivocamos, y además, muy a menudo. Quizá el contenido de muchos documentales sea verdadero, y sin embargo, todos ‒los sinceros y los tramposos‒ están rodados con las mismas estrategias de narración y montaje que se utilizan en un western, en el cine negro o en un melodrama.
La dichosa posmodernidad, con su visión relativista de lo que es cierto y lo que es creíble, ha sido un campo abonado para esta fórmula, cuyo último y más incómodo legado son esos vídeos que difunden noticias falsas y conspiraciones disparatadas. En todo caso, hoy no me detendré en ese tipo de engendros, típicos de la posverdad, sino en los ejemplos más nobles de este subgénero ‒el falso documental‒ que, por encima de todo, exige la complicidad del espectador inteligente.
Cuando se estrenó This Is Spınal Tap (1984), de Rob Reiner, la crítica quedó encantada con su originalidad. Aparentemente, el de Reiner era un documental sobre un veterano grupo de heavy metal en gira por los Estados Unidos. En realidad, se trataba de una sátira descacharrante, llena de gags memorables, interpretada por actores que, improvisando sobre la marcha, conseguían dar la sensación de que cuanto allí sucedía podía ser cierto.
A esa nueva receta se le llamó mockumentary, y aunque también abarca temas serios o terroríficos, hoy suele mencionarse –y con motivo– como una derivación de la comedia. Es cierto que tiene unos límites un tanto difusos, pero la etiqueta nos sirve para describir productos tan inclasificables como 15 días (2000), de Rodrigo Cortés, La verdadera historia del cine (Forgotten Silver, 1997), de Peter Jackson, Lo que hacemos en las sombras (What We Do in the Shadows, 2014), de Taika Waititi y Jemaine Clement, o Borat (Borat: Cultural Learnings of America for Make Benefit Glorious Nation of Kazakhstan, 2006), de Larry Charles.
Otro mockumentary de interés para los cinéfilos es R2-D2: Beneath the Dome (2001), dirigido por Don Bies y Spencer Susser. Convertida en obra de culto, la película fue rodada mientras George Lucas filmaba Star Wars Episode II: Attack of the Clones.
La idea era contar de forma un tanto alocada la vida y milagros del robot R2 D2 y del actor que lo encarna. Acabaron participando en ella buena parte del equipo de la superproducción y amigos de la familia Lucas, incluidos el propio creador de la saga y su socio Francis Ford Coppola. Por si no bastase, el film contiene declaraciones totalmente inciertas de Ewan McGregor, Richard Dreyfuss, Samuel L. Jackson, Natalie Portman y Hayden Christensen.
Aunque es tentador fijar su aparición en los ochenta, dicen los expertos que un precedente claro del mockumentary es ese tipo de reportaje falso que, desde los años cincuenta, solía emitirse en las televisiones el día de los tontos de abril (equivalente anglosajón al hispánico día de los inocentes). Quizá sea cierto, pero ya verán que conviene estudiarlo en su contexto.
Cómo se hace un mockumentary
La fecha, 1 de abril de 1957. A través de la BBC, el informativo Panorama emite el reportaje Swiss Spaghetti Harvest. Su presentador, el respetado periodista Richard Dimbleby, explica a los espectadores que este año, gracias al clima y a la erradicación de una epidemia, la cosecha de spaghetti será espléndida en el sur de Suiza.
Mientras se nos muestra a unos agricultores recogiendo pasta de los árboles del spaghetti, Dimbleby concluye: “Para los amantes de este plato, no hay nada como unos auténticos spaghetti cultivados en casa”.
Tras la emisión, miles de telespectadores escriben cartas a la BBC, interesados por adquirir esos árboles del spaghetti que cultivan los suizos con tanto primor. A través de una nota, los responsables de la cadena dan respuesta a la masiva solicitud: “Pongan un spaghetti en una lata de tomate… y que les vaya bien”.
Con ese precedente histórico, no es raro que los mockumentaries suelan cumplir con una finalidad esencial: la de distraer a una audiencia inteligente. Y eso es, justamente, lo que consigue David Holzman’s Diary (1968), otra obra llena de ingenio, que suele mencionarse como pionera en este campo.
Entre las películas que prefiero dentro del subgénero, destaca la ya citada Forgotten Silver, una divertidísima producción neozelandesa de Costa Botes y Peter Jackson sobre un imaginario cineasta de aquel país, Colin MacKenzie, presentado como el verdadero descubridor del cine sonoro y del cine en color.
Tim Curry encarna al presentador de otro falso documental muy recomendable, Jackie’s Back! (1999), que aborda la decadencia y regeneración de una diva del soul, Jackie Washington, a quien se le ha metido en la cabeza que es la legítima descendiente de George Washington.
A su manera, Jackie’s Back! tiene bastantes paralelismos con The Rutles: All You Need Is Cash (1978), una película escrita y narrada por uno de los Monty Python, Eric Idle.
En la cinta de Idle, se nos cuenta la historia de The Rutles, un grupo musical contemporáneo de los Beatles y que viene a ser un reflejo lamentable del cuarteto de Liverpool.
Aquí tienen otro ejemplo: en Auto Destruct: One Man’s Obsession with William Shatner (2005), su realizador, James Wilkes, describe la vida de un fan de la serie Star Trek que sufre una obsesión inexplicable (y sin duda patológica) por William Shatner, el intérprete del capitán Kirk.
Esa historia se asemeja a la de Fandom: A True Film (2004), centrada en un seguidor de Natalie Portman que pasa, sin transición, de la mitomanía a la locura desatada.
Dirigido por William Karel y financiado por la cadena Arte, Opération Lune (2002) cuenta que el Apollo 11 jamás llegó a la Luna, y que todo fue un gran engaño urdido por la CIA con un cooperante necesario: el realizador Stanley Kubrick.
Para convencernos de su teoría, Karel nos presenta los testimonios de políticos como Donald Rumsfeld y Henry Kissinger y de astronautas como Buzz Aldrin. Incluso la viuda de Stanley Kubrick, Christiane, se suma involuntariamente a la broma.
La conclusión final es demoledora: los agentes de la CIA asesinaron al director neoyorquino para evitar que éste contase algún día la verdad.
Aleksei Fedorchenko es el creador de otro soberbio mockumentary, Los primeros en la Luna (Pervye na Lune, 2005), que fue galardonado en el Festival de Venecia. El punto de partida de Fedorchenko es magnífico: los archivos del KGB demuestran que los rusos llegaron a la Luna en 1938, una década antes de que los americanos imaginasen algo lejanamente parecido a la carrera espacial.
Mucho más conocidos son los tres mockumentaries rodados por Woody Allen. El primero de ellos, Toma el dinero y corre (Take the Money and Run, 1969), es un falso documental imperfecto, que alterna fragmentos narrativos con otros filmados al estilo cinéma verité. En esto último se asemeja mucho a Acordes y desacuerdos (Sweet and Lowdawn, 1999), cuya trama recorre el mundo del jazz y el rhytm n’ blues a comienzos del siglo XX.
En realidad, se ajusta mucho mejor al canon Zelig (1983), una maravillosa película donde Allen nos convence de la existencia de un tal Leonard Zelig, empeñado en adaptarse camaleónicamente a su entorno. En esa cinta, el realizador manipula numerosas filmaciones de los años veinte y treinta. Para reforzar la verosimilitud del relato, Allen inserta entrevistas con el historiador John Morton Blum, la ensayista Susan Sontag, el psicólogo Bruno Bettelheim y el escritor Saul Bellow.
Algo que sin duda saben los espectadores de Zelig es que la producción de Allen influyó decisivamente en cintas como Ciudadano Bob Roberts (1992), una gran sátira política de Tim Robbins, y asimismo en el planteamiento formal de Forrest Gump (1994), de Robert Zemeckis.
Por otra parte, la dislocada reinterpretación de la Historia que propone Allen también sirve de inspiración en películas como CSA: Confederate States of America (2003), que reinventa Estados Unidos a partir de la idea de que los confederados ganaron la Guerra de Secesión.
El falso documental, el horror y la ciencia ficción
En el siglo XXI, los celulares con cámara y los portales como YouTube han dejado de ser algo sofisticado o minoritario, pero aún está por ver cuántas novedades brindarán al mundo audiovisual en el futuro.
De momento, ese estilo imperfecto de la grabación improvisada ya se ha incorporado al cine, por medio de falsos reportajes televisivos como REC (2007), de Jaume Balagueró y Paco Plaza, y supuestas filmaciones amateur, como Cloverfield (2008), de J.J. Abrams. En ambos casos, podríamos hablar de un mockumentary terrorífico, que nos asusta sin llegar a desmentir su condición ficticia.
La indignación, en el caso de producirse, parece más justificada cuando se eleva la apuesta en este mismo tono. Para que entiendan a qué me refiero, he aquí una pequeña muestra de algunos casos controvertidos.
Así, el cineasta Ruggero Deodato nos anunció de entrada que su película Holocausto caníbal (Holocausto cannibale, 1979) reunía metraje tomado por un grupo de exploradores que pereció a manos (y dientes) de una tribu antropófaga. Lo que no dijo al principio Deodato es que los caníbales eran actores colombianos e italianos con una buena capa de maquillaje y más voluntad que talento.
Deodato quiso vendernos una especie de snuff movie antropológica. En todo caso, no fue el único. Conan LeCilaire dio otra lección de anatomía con Faces of death (1973), un éxito de la televisión por cable, donde alternaba tomas de ejecuciones reales con planos fingidos mediante los efectos especiales.
Indudablemente, películas como éstas podrían, desde el punto de vista comercial, dar verosimilitud a la leyenda urbana de los snuff films o snuff movies, que así es como se llaman esas cintas en las que un ser humano sufre tortura y muere frente al objetivo.
Como nota al margen, les diré que el término snuff data de 1971, año en que Ed Sanders lo mencionó en su libro The Family: The Story of Charles Manson’s Dune Buggy Attack Battalion.
Según Sanders, los criminales del clan Manson habrían llegado a filmar sus terribles asesinatos. El asunto se complicó cuando, inspirándose en Manson y en sus secuaces, llegó a las pantallas Snuff (1976), otra cinta que, como la de Deodato, ofrecía un asesinato supuestamente real.
En todo caso, más allá de lo escalofriantes que puedan parecernos películas como Asesinato en ocho milímetros (8mm, 1999), de Joel Schumacher, lo cierto es que el comercio de snuff movies continúa siendo –por fortuna– un asunto tan ficticio como cualquier falso documental.
Y si bien algunos asesinos han pretendido registrar sus actos con una cámara, casos como el de Ernst Dieter Korzen y Stefan Michael Mahn –acusados de rodar en 1997 una auténtica snuff en Alemania–, lo cierto es que este tipo de grabaciones no pasan de ser una prueba de cargo que jamás llega a distribuirse.
¿Pueden considerarse snuff las imágenes de asesinatos tomadas durante la campaña de Chechenia? ¿En qué medida lindan con esta práctica ciertas grabaciones de violencia juvenil colgadas en Internet? El asunto daría para un denso estudio psiquiátrico, pero está claro que se aleja de nuestro tema. De hecho, nos adentra en las enfermedades sociales y morales de este siglo XXI, tan excesivo y febril.
Con todo, y pese a lo poco que me interesa dar publicidad a las snuff, he de reconocer que el género de terror tiene aquí una poderosa fuente argumental. De acuerdo con esa insensibilización creciente ante la violencia, la serie videográfica Guinea Pig (1989) ensambla todo tipo de crímenes. Hay quien los cree reales, pero esa supuesta snuff movie no es otra cosa que un irritante grand guignol de origen japonés.
Con el fin de aprovechar ese mismo planteamiento, Daniel Myrick y Eduardo Sánchez dirigieron El proyecto de la bruja de Blair (Blair Witch Project, 1999), que viene a ser el montaje de una grabación de vídeo hallada en octubre de 1994, en un bosque de Burkittesville, Maryland, donde tres jóvenes desaparecieron en violentas circunstancias.
Casi sobra decirlo: en todos estos casos germina el hoax. ¿Y qué es un hoax? Pues un fraude con nombre de conjuro –hocus pocus, o mejor hoc est corpus– cuya traducción española implica no sólo una falsificación, sino la existencia de un público atento y, a su modo, partícipe del engaño.
Corresponden a esa categoría pesadillas que marcan un hito en la historia de la peor ciencia ficción, en la línea de Alien Autopsy (1995), del británico Ray Santilli, distribuida como la auténtica autopsia que los investigadores del Ejército estadounidense realizaron a aquellos extraterrestres que tuvieron un fatal (y lucrativo) accidente en Roswell, allá por 1947.
También pertenece a la misma familia Alien Abduction: Incident in Lake County (1998), muy similar a El proyecto de la bruja de Blair, salvo por el hecho de que aquí el horror lo provocan unos marcianos con ganas de abducir a una familia de granjeros.
Viejos y nuevos fraudes televisivos
Creo que muchos de ustedes conocen al israelí Uri Geller. Es un habilidoso prestidigitador, familiarizado con los trucos del oficio, pero que prefiere ganar fama como superdotado mental.
Ante una multitud de miradas, repite una y otra vez su ceremonia televisiva desde comienzos de la década de los setenta. Geller dobla cucharas, pone en marcha relojes parados y adivina dibujos ocultos en un sobre. O, al menos, eso es lo que desean creer los espectadores. Incluso el público español lo convirtió en leyenda popular cuando José María Íñigo incluyó sus hazañas en un programa de variedades.
Desde luego, los programas donde aparece Geller no se anuncian como mockumentaries, pero el mago acaba llevando el engaño a su terreno. Por fortuna, disponemos de la ayuda de escépticos como Martin Gardner, empeñados en la erradicación de esta clase de fenómenos televisuales.
En La ciencia. Lo bueno, lo malo y lo falso (Alianza, 1981), Gardner arremete contra personajes como Geller: “Los chiflados, por definición, creen en sus teorías, y los charlatanes, no; pero esto no impide que una persona pueda ser ambas cosas”.
A la hora de discutir el timo televisivo y sus implicaciones, queda poco margen para las chifladuras. Gracias a la moda de las seudociencias, abunda ese tipo de reportaje que narra un hecho cierto, pero avisando a cada instante de que está inventándolo.
Por ejemplo, el 31 de octubre de 1992, la BBC programó el documental Ghostwatch, conducido por un grupo de reporteros que, deambulando por una casona londinense, eran asaltados por unos cuantos fantasmas sumamente ruidosos.
Como era de esperar, este espacio, cuyo género era en realidad el dramático, fue ignorado por quienes reniegan del espectáculo paranormal. Por el contrario: los aficionados al ocultismo se creyeron todo aquel horror a pies juntillas.
Algo similar sucedió el 20 de junio de 1977, cuando Anglia TV presentó Alternativa Tres (Alternative Three), un reportaje que aseguraba el fin del mundo, deslizando una propuesta consoladora: las grandes potencias habían iniciado la colonización de Marte.
Tanto Ghostwatch como Alternativa Tres demuestran que, como sucede en los timos, siempre hay alguien dispuesto a tragarse el anzuelo. Ahora bien, ¿son siempre censurables estos trucos? ¿No hay ningún motivo que los justifique?
Pensemos en los documentales de naturaleza. Nos describen una realidad, muchas veces con buen fundamento científico. Pero en ocasiones se hace preciso poner en escena determinados fenómenos que, si no se simularan, serían difíciles o imposibles de registrar.
Eso mismo propugnaba la serie de documentales producida desde 1953 por Walt Disney, y luego exhibida en cines y cadenas televisivas. En concreto, el dedicado a la fauna noruega mostraba el ecosistema de los lemings, unos roedores que sufren aumentos cíclicos de población, sólo mitigados mediante una migración suicida hacia la costa. Para escenificar la muerte de los lemings, los técnicos de Disney apresaron gran número de ellos en Canadá y los condujeron hasta un acantilado, para luego precipitarlos al mar frente a sus cámaras.
Apoyándose en métodos parecidos, el naturalista español Félix Rodríguez de la Fuente –admirable por muchas razones– organizó buena parte del rodaje de la magnífica serie El hombre y la tierra (1975) en las hoces del río Dulce, cerca del pueblo de Pelegrina, en Guadalajara. Allí congregó un reparto de animales silvestres, coordinado por cetreros y cuidadores. Un reparto dispuesto a interpretar las secuencias más verídicas y feroces, que en más de un caso concluían con la muerte de las presas.
Este recurso es, por lo común, disculpable. Sin ir más lejos, David Attenborough, otro soberbio divulgador televisivo, intercaló entre sus imágenes del ecosistema del oso polar varios planos tomados en un zoológico belga.
Claro que hay casos que vulneran cualquier deontología profesional. Por ejemplo, a mediados de los ochenta, un reportero de la televisión japonesa que denunciaba los destrozos en la barrera coralífera de Okinawa, fue acusado de acuchillar el coral para conseguir tomas impresionantes.
Y ya en el terreno de la pura y simple torpeza, citaré a los italianos Mario Morra y Antonio Climati, que abrían su documental Sabana violenta (1976) con esta enérgica secuencia de caza: una leona sigue la pista de una cebra, se abalanza sobre ella y finalmente la devora. ¿El inconveniente? Pues verán: la cebra es, en realidad, una mula pintada a franjas.
Comparece en un lugar menos sórdido el reportaje The Last Tribes of Mindanao, emitido por la CBS el 12 de enero de 1972. Jamás nadie había mostrado con tal evidencia la vida cotidiana de los tasaday, una etnia desconocida hasta la fecha, cuyas costumbres eran las propias del Neolítico.
Fue a mediados de los ochenta cuando se demostró que las primitivas maneras del grupo eran un carnaval organizado por el ministro Manuel Elizalde Jr. a cambio de dinero y protección. En realidad, los tasaday eran indígenas de otras tribus, debidamente aleccionados para que empuñasen hachas de piedra, gesticularan como hombres de las cavernas y mirasen a las cámaras como recién salidos del túnel del tiempo.
Un poco de teoría
Todos aquellos que se acerquen a este tema, comprobarán lo necesario que es citar el siguiente suceso. No en vano, tuvo el mismo impacto que un meteorito, y además, en él se revela todo el poderío de un buen mockumentary.
Esta vez, debemos retroceder hasta el 30 de octubre de 1938. Dentro de su ciclo de adaptaciones literarias, el espacio radiofónico Mercury Theatre on the Air escenifica un libreto que Howard Koch ha escrito a partir de la novela La guerra de los mundos, de H.G. Wells. Un joven Orson Welles actúa como maestro de ceremonias y un millón de norteamericanos, o quizá más, sigue la mascarada con el miedo en el cuerpo. En medio de ese juego inocente, el pánico se abre paso a oleadas cuando miles de oyentes creen que, verdaderamente, los marcianos han conquistado la Tierra.
No mucho después, Hadley Cantril presenta su estudio The Invasion from Mars: A Study in the Psychology of Panic (Princeton University Press, 1944). Se trata de un libro que sirve a Cantril para hablar de la subyugante broma de Welles. El estudioso demuestra, con pelos y señales, que nunca hubo propósito de engaño. A este reconocimiento le siguen unas cuantas aclaraciones: el guión de Welles manifiesta el carácter ficticio de la pieza. Incluso el locutor leyó créditos que así lo informaban. Sin embargo, el malentendido se hizo colectivo, y acabó provocando una histeria generalizada.
El propio Welles, riéndose de sí mismo, lo cita en ese encantador juego de engaños que es F for Fake (1974), y que recomiendo a quienes deseen ahondar en cuanto llevamos dicho.
Imitando el insensato experimento de Orson Welles, los distribuidores de la película Independence Day (1996), de Roland Ernmerich, programaron en distintas cadenas un informativo simulado que, una vez más, describía el aterrizaje marciano y su efecto devastador. Con la misma fijación, hubo quien sintió un estremecimiento al verlo… y no sólo en Estados Unidos.
Sería demasiado fácil, además de totalmente radical, dar carpetazo al tema distinguiendo entre realidad y ficción. Como es sabido, quienes organizan los medios de masas tienden a considerarse intermediarios entre esa realidad y sus espectadores. No ahondaré aquí en la densa vinculación que hay entre realidad y representación. Quédense con esta idea: el mundo es demasiado fragmentario, demasiado múltiple, y a los periodistas les conviene hacerlo manejable por medio de un par de imágenes impactantes.
De hecho, en la televisión todo está intencionadamente organizado para mostrarnos cuanto estamos dispuestos a aceptar que puede existir. Así, sobre la base de un pacto entre el comunicador y el televidente, aceptamos un mundo virtual que se distorsiona con el engaño, la propaganda y la manipulación.
Imagínense qué ocurre cuando les están informando sobre una determinada guerra actual, y reconocen en el reportaje, sutilmente intercalados, planos de un conflicto que ocurrió hace años…
¿Recuerdan que les hablé del hoax? Pues sepan que los timos audiovisuales no son sólo periodísticos. Su práctica es una virtud concedida a otros elegidos. En este catálogo caben muchos, muchísimos ejemplos, desde las máquinas de movimiento perpetuo hasta las bufonadas de los ocultistas y las sirenas de las ferias ambulantes, sin dejar de lado fraudes como los diarios de Hitler y Jack el Destripador, o esos falsos «documentales» conspiranoicos y propagandísticos que inundan las redes sociales.
La confianza en la información periodística se mantiene (a duras penas) porque, afortunadamente, los fraudes son relativamente escasos. Y sin embargo, el sensacionalismo al estilo News of the World nos obliga a volver, una y otra vez, al campo del periodismo mentiroso, cada vez más habitual, sectario y descarado.
El origen de estas mixtificaciones se remonta al nacimiento del cine. He aquí un precedente: en plena guerra de Cuba, Georges Méliés inventó el reportaje ficticio en Quai de La Havane. Explosion du cuirassé Le Maine (1898), donde lo que parecía una imagen real del Maine era una maqueta.
¿Se lo creyó el público? No lo duden.
Umberto Eco propone en La estrategia de la ilusión (Lumen, 1986) un párrafo para iluminar esta práctica. “Hace unos diez años –escribe–, se produjeron dos episodios notorios de falsificación. Primeramente alguien mandó una falsa poesía de Pasolini al Avanti. Más tarde, otra persona envió al Corriere Della Sera un falso artículo de Cassola. La publicación de ambos suscitó un gran escándalo, que pudo contenerse porque ambos casos eran excepcionales. El día que se convirtieran en norma, ningún periódico podría publicar ya ningún artículo que no fuese entregado personalmente por el autor al director”.
Pero la perfecta definición del asunto se encuentra en la obra colectiva El ojo del observador (Gedisa, 1994). En uno de sus capítulos, Peter Krieg anota lo siguiente: “Como barómetro para la aproximación a la realidad nos sirven conceptos como autenticidad, que nos hacen olvidar con demasiada facilidad que sólo representan métodos de puesta en escena con los cuales, por ejemplo, se crean en el espectador de un filme documental determinados sentimientos (¿la ilusión de ser testigos inmediatos de una realidad?)”.
Como ven, el autoengaño sigue conservando una frescura y un vigor extraordinarios. A decir verdad, pocas veces una audiencia resulta tan ingenua como la que acaba de ver un falso documental y lo aplaude, sin caer en la cuenta de que le han colgado un monigote de papel en la espalda.
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