En la nota dos a Los kenningar escribe Borges: “Dura palabra es traidor. Sturluson – quizá– era un mero fanático disponible, un hombre desgarrado hasta el escándalo por sucesivas y contrarias lealtades. En el orden intelectual, sé de dos ejemplos: el de Francisco Luis Bernárdez y el mío.”
He aquí un autorretrato de Borges como traidor. Me permito observar dos cosas: el contexto (un estudio sobre la metáfora en las antiguas literaturas germánicas) y el hecho de que las nociones de traición y lealtad no se dan opuestas sino complementarias. En estas páginas intentaré desbrozar las tres categorías de traición que aparecen en la obra de Borges para concluir, quizá, con una teoría de la invención que podría resumirse en esta fórmula: un ejercicio leal de la traición.
El traidor está disponible en tono de fanatismo. Cabe recordar que André Gide sugería traducir como “el hombre disponible” el título de la novela de Robert Musil Der Mann ohne Eigenschaften que, de modo un tanto atolondrado y pálido, conocemos en castellano como El hombre sin atributos. El personaje musiliano no carece de atributos, si por tales entendemos los provenientes de los demás. En efecto, los otros le atribuyen peculiaridades. Quien no las posee es él mismo. Carece de Eigenschaften, de algo propio, de propiedades, de virtualidades, de potencias. No tiene nada de eso, mucho menos una esencia o un carácter. De allí su disponibilidad. Nada lo sujeta desde dentro y su disponibilidad –ahora Borges– lo habilita como traidor.
En la historia personal de Borges estas disponibilidades sucesivas y apasionadas encuentran múltiples ejemplos de orden estético y político. Ha sido vanguardista y neoclásico, revolucionario y conservador, convencido y perplejo, nacionalista y cosmopolita. Advirtiéndose en esta maraña de posibilidades, acude a la categoría de traición para definirse, con definición discontinua y provisoria. Dialéctica, si se prefiere.
Estas sucesivas lealtades se agrupan en traición porque falta un elemento sujetador que defina a unas como verdaderas y a otras como erróneas. Dos teólogos pueden discutir y condenarse a muerte en torno a los atributos del mundo y de Dios. En la mente divina, son uno y el mismo. Pero en el orden mundano en que dicen y son dichos por el lenguaje, se mueven en ese espacio borgiano donde la verdad es un hueco y todo resulta, a la vez, verosímil e inverificable. Ni las pruebas de la ciencia ni la luz sobrenatural de la revelación tienen la última palabra, porque no hay palabra primera.
La ausencia de esta autoridad definitiva hace del saber borgiano un ejercicio apasionado y perplejo, donde todo puede pronunciarse y nada puede decirse. Esto nos permite imaginar la epistemología borgiana como liberal, como un ejercicio respetuoso de la variedad incompatible de las creencias humanas y de las incontables y, al tiempo, inconcluyentes potencias del discurso. Liberal y, exagerando un poco los términos, a veces libertaria. Se trata de no poner sobre las cualidades significantes de la palabra ningún poder que la fije a misiones puntuales como demostrar y guiar. Por el contrario, se trata de decepcionar y de inquietar. En ciertos casos, cuando el lector se aproxima al texto en busca de fuertes precisiones paternas, de traicionar esa expectativa.
Todo hombre ha de ser capaz de pensar y decir todas las cosas. Ellas carecen, finalmente, de jerarquía, de instancia suprema que las ordene y las coloque unas bajo las otras. La sublevación mutua es una suerte de estado permanente de asamblea de la inteligencia, en que nadie puede exigir la sumisión neta a lealtades parciales.
No casualmente, la cita referida pertenece a un estudio sobre la metáfora. En ella, el significante traiciona su tarea de referir y de esta traición nace su aptitud poética. De otro modo, sería un discurso de índole utilitaria, instrumental y vicario, que intentaría mostrar una verdad revelada por la intervención divina, o una fórmula científica, o la buena acción moral o política que el dicente intenta promover en quien lo escucha. Porque no hace nada de esto, es literatura.
Almotásim, en la novela apócrifa que “comenta” Borges, es el inexistente objeto que mueve al personaje en su peregrinación a través del texto. Cuando está por encontrarse con Almotásim, acaba el cuento. Se puede suponer que el encuentro ocurrirá fuera del texto. Por mejor decir, lo inverso: el texto se da porque el encuentro no se da.
Esta es la primera formulación borgiana de la traición. La segunda se produce en el mundo del Otro. Tiene un espacio privilegiado, el espejo. Un espacio que parece lleno y que, en verdad, está vacío. Sólo tiene un habitante, el que mira al mirón, conforme al aforismo machadiano: el ojo que miro es el que me está mirando. El reflejo, traicionando su carácter de objeto, se torna sujeto. Lo mismo ocurre con el texto: el escritor le confía su “elocuencia” (palabra nada borgiana, por cierto) y el texto traiciona la confianza o, al menos, abusa de ella. Pero sin este juego taimado no hay literatura.
En este punto, el especular de la especulación del espejo, se abre una lógica del infinito que hace al enfrentamiento del uno y el otro como espejos que excavan cavernas ópticas de innúmeros reflejos mutuos. Cuando el lenguaje se vuelve sobre sí mismo, cuando las palabras se tornan objeto de las palabras, las preguntas inciden en la naturaleza misma del lenguaje, un vaivén dialéctico sin origen ni meta. ¿Qué se dice cuando se dice algo? ¿Quién dice lo que se dice? El escritor, como si ignorase el potencial traidor del lenguaje, se entrega a él, le reconoce la iniciativa creadora, apuesta y gana. O pierde.
El Otro, mayúsculo, subjetivado pero en rigor innominado, cobra diversas apariciones en Borges. Es lo inalcanzable que, desde su imposibilidad, hace posible cuanto existe. En la inaferrable conjetura del universo, puede ser Dios, continuidad asegurada de lo real que soñamos desde un mundo discontinuo y de dudosa calidad real. Dios certifica la existencia continua y en su mente el puñal es siempre el mismo puñal, el tigre es siempre el mismo tigre y Borges es siempre Borges. Ser de nombre vedado, absoluta y eternamente igual a sí mismo, único en tal mismidad. Simultáneo y transparente, lo contrario de este mundo sucesivo y opaco. Inteligencia pura, sabiduría inalcanzable, plenitud, la plotiniana edad genuina de los tiempos. Nuestro saber es impuro, sólo alcanzamos parcialidades, estamos llenos de huecos. Dios es el Otro perfecto, el significante originario y tachado en torno al cual erramos por medio del lenguaje. Si pudiéramos identificarlo, llegaríamos a la utopía de la palabra, el no decir, el silencio. El lenguaje nos la promete pero nos traiciona al decepcionarnos con su pobreza. Una vida no alcanza para escribir el poema.
El lenguaje propende a la permanencia, pero sólo alcanza a anudarse provisoriamente en deslizamientos metafóricos. Nombra a la eternidad mas no existe fuera del tiempo que se escapa y desaparece en cuanto se presenta. Con todo, es la única manera humana de conservar el perdido tesoro del devenir, la memoria que se esculpe en las palabras.
El Otro es, por fin, el deseo, cuyo estilo (sic Borges) es la eternidad. El lenguaje lo formula y lo viste aunque, por momentos, entrevemos su desnudez. Si miramos con atención, a veces lo percibimos, fugaz y amorfo, al fondo del espejo.
La tercera categoría de la traición borgesca es la más fácil de identificar porque se personifica en el traidor. Traiciona por deslealtad, a sabiendas de que violenta un deber. En notables casos, los traidores son los que hacen posible el cuento, como en “Tema del traidor y del héroe” o “La forma de la espada”, y aun los narradores mismos, como en “Hombre de la esquina rosada”. Traición, narración y muerte se reúnen en una imprescindible constelación que hace a la naturaleza de las fábulas borgianas. Tanto que hay en ellas hasta un lugar para el enésimo traidor, quien va a leerla y cuyo nombre se ignora. El escritor, a través del texto, confía en él pero no puede saber si esconde el arma filosa que habrá de evidenciar lo que está dicho sin decir, abrir lo cerrado, desnudar lo vestido.
Copyright del artículo © Blas Matamoro. Este artículo forma parte de la obra Lecturas americanas. Segunda serie (1990-2004), publicada íntegramente en Cualia. La primera serie de estas lecturas abarca desde el año 1974 hasta 1989 y fue publicada originalmente por Ediciones Cultura Hispánica (Madrid, 1990). Reservados todos los derechos.