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Beethoven versus «el monarca ciudadano»

Entre 1814 y 1824, la obra de Beethoven languidecía en favor de la ópera italiana, en particular, la de Rossini.

Configuraba el Congreso de Viena un nuevo mapa europeo, a partir de las monarquías absolutas prenapoleónicas…, y el emperador austríaco, una vez recuperados los territorios perdidos en la guerra, delegaba el gobierno en el canciller Metternich, que trazó un nuevo orden social desde un modelo de estado tiránico, en el que la represión, la censura y la delación eran ejercidas por la policía política, en la observancia de un estricto orden moral dictado por la doctrina católica.

Pese a todo, el período conocido como Biedermeier se erigió como una época de estabilidad, en que la ciudadanía, lejos ya de las miserias de la guerra, sólo pensaba en divertirse, animada por las comedias inofensivas permitidas por el régimen, que censuraba toda tentativa dramática de profundidad –situación que sufrieron tanto Grillparzer como Bauernfeld, el amigo dramaturgo del círculo de Schubert–. El avance del género del singspiel en los teatros periféricos de la ciudad –una obra lírica de carácter popular, con fragmentos hablados– junto a la consumada decadencia económica de la antigua aristocracia vienesa, en favor de las clases burguesas, propició este desembarco de la música extranjera. Desde la época de la invasión francesa, el Kärntnertortheater había estrenado algunas obras, de fuerte carácter melódico, en su mayoría, procedentes de Francia: La vestale y Fernand Cortez de Spontini (1810 y 1812); La dame blanche y Jean de Paris de Boieldieu (1812), Cendrillon de Isouard, Uthal y Joseph de Méhul; Les deux petits savoyards de Dalayrac.

En 1816, sin embargo, llegó Rossini, con L’inganno felice, cuyo éxito incomparable hizo olvidar todo lo anterior; después, presentó Tancredi, que fue alabada como “música divina” en la prensa, cuya aria Di tanti palpiti se volvió más popular en las calles vienesas que Oh du lieber Augustin. En 1817, se escuchó L’italiana en Argel y, en el transcurso de mismo año, el Theater an der Wien ofreció también Ciro in Babilonia y, al siguiente, Elisabetta; en 1819, Ricciardo e Zoraide, Otello y Il barbiere di Siviglia; el Kärntnertortheater, en 1820, ofrecía La gazza ladra, mientras que el Theater an der Wien, programaba seis óperas más de Rossini, adelantándose al escenario imperial; en 1821, se estrenaban Mosè in Egitto, La pietra del paragone, Torvaldo e Dorliska, Eduardo e Cristina y Armida.

Acostumbrada a las rigideces de la ópera seria, Viena fue conquistada por la obra de Rossini: melódica, brillante y burlona, condenando así a Beethoven y a los compositores alemanes de su época a un progresivo ostracismo. Bauernfeld, el amigo dramaturgo de Schubert, llegó a oír en un salón de la época: “hasta Rossini no sabíamos lo que era la melodía: Fidelio es una basura, ¿por qué razón es necesario ir a aburrirse?”.

Cuando Beethoven y Rossini se conocieron en 1822, el encuentro entre ambos resultó muy cordial…, como recordaba el cisne de Pésaro en una carta a Wagner muchos años más tarde…

«Levantando la cabeza, me dijo en un italiano bastante comprensible: «¡Ah!, Rossini, ¿sois vos el autor del Barbero de Sevilla? Os felicito, es una excelente ópera bufa; la he visto con placer y me he divertido mucho (…) No intentéis jamás hacer otra cosa que no sea ópera bufa; sería forzar vuestro destino el intentar triunfar con un género distinto (…) La ópera seria no está en la naturaleza de los italianos. Para tratar el verdadero drama no tienen sabiduría musical (…) En la ópera bufa nadie les puede igualar a ustedes, los italianos. Vuestra lengua y la vivacidad de temperamento os destinan a ello» (Rossini a Wagner, 1860).

… y, sin embargo, la verdadera opinión de Beethoven sobre Rossini distaba mucho de la cordialidad mostrada en un momento aislado…, como se lee en una carta de 1825:

«M. R.[ossini], que no tiene forma, porque no puede crear una, se equivoca, no porque quiere, sino porque no puede hacer obras más que como un chapucero.

Beethoven».

En 1824, Rossini se marchó a París para ser el nuevo régisseur de la Ópera de París, bajo el arbitrio de la monarquía absolutista de Carlos X, elevando su nivel artístico hasta cotas nunca vistas en Francia. Stendhal, su primer biógrafo, aseguró que, en el Théâtre des Italians, Rossini reinaba como “un monarca ciudadano”, mientras añadía: “Napoleón está muerto; pero hay un nuevo conquistador que ya se ha mostrado ante el mundo, y, de Moscú a Nápoles, de Londres a Viena, de París a Calcuta, su nombre está constantemente en boca de todos. La fama de este héroe no conoce más límites que los de la civilización misma”.

Precisamente, Beethoven había renegado de este tipo de reinados, de Napoleón… a Rossini.

Fragmento de “Las nueve sinfonías de Beethoven” (Fórcola, 2020).

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Marta Vela

Marta Vela es pianista, escritora y docente en la Universidad Internacional de La Rioja. Junto a una actividad muy intensa en diversos ámbitos artísticos –interpretación, dirección musical, gestión cultural, elaboración de contenidos audiovisuales–, sus líneas de investigación versan sobre música y literatura, interpretación y análisis, música vocal post-tridentina y música instrumental de los siglos XVIII, XIX y XX. Sus artículos han sido publicados en diversas revistas especializadas de España, Argentina, Chile, Venezuela, Colombia, México, Costa Rica y Reino Unido, entre las que destaca la "Revista de Occidente". Sus actividades artísticas han aparecido en medios de alcance nacional, Es.Radio, Cadena Cope, TVE 1, Radio Nacional de España, "El País", "El Mundo", "La Razón". En Radio Clásica ha presentado y dirigido espacios como "Temas de música" y "Música con estilo". Dos de sus libros, "Correspondencias entre música y palabra" (Academia del Hispanismo, 2019) y "Las nueve sinfonías de Beethoven" (Fórcola, 2020) le han valido sendas candidaturas, en 2020 y 2021, al Premio Princesa de Girona, en la modalidad de Artes y Letras. Asimismo, es autora de "La jota, aragonesa y cosmopolita" (Pregunta Ediciones, 2022).