Hay años en los que uno descubre a un escritor y lo devora. Recuerdo con mucha claridad cuando descubrí a Poe en la adolescencia y cuando descubrí a Henry James al leer Los papeles de Aspern (aunque ya conocía Otra vuelta de tuerca); también recuerdo el año de Lem y el año de Primo Levi, y el de Sófocles, Esquilo y Eurípides. El año pasado y este 2005 serán sin duda los del descubrimiento o la lectura intensa de Musil.
En 1997 descubrí a Arthur Schnitzler. Creo que primero leí La Ronda, después Anatol y algunos ensayos y aforismos, en Madrid; poco después, en Buenos Aires, me encontré con La señorita Elsa, Hacia la nada y Casanova último acto.
Pero tal vez sucedió al revés y descubrí a Schnitzler durante el medio año que pasé en Buenos Aires, porque mis recuerdos más intensos están asociados a La señorita Elsa, que compré en una librería de viejo de Buenos Aires, y que leí en algún lugar del barrio de San Telmo. Por un azar feliz, poco después empezaron a traducirse al castellano todas las obras de Schnitzler, con más intensidad cuando se estrenó la última película de Stanley Kubrick, Eyes wide shut, basada en uno de sus relatos.
Desde que empecé a leer a Schnitzler, sus novelas y relatos me parecieron extraordinarios. Siempre creí que había sido un autor muy respetado en su época, aunque luego había caido en un largo olvido con la ascensión de los nazis en Alemania y la anexión de Austria (Schnitzler era austriaco y judío). Por eso me ha sorprendido, al leer un estupendo ensayo de Reich Ranicki, descubrir que aunque Schnitzler tuvo un momento de gloria, en el que Thomas Mann llegó a decir que era el escritor más importante de la lengua alemana (o de Austria, no recuerdo) junto a Gerhart Hauptman, después conoció un declive constante y pasó a ser considerado casi como una reliquia del pasado, alguien que pasaba su tiepo hablando y escribiendo acerca de cosas que ya no interesaban a nadie. ¿Cómo es posible que Schnitzlerpasará entonces de moda y que hoy sea uno de los escritores de su época menos pasado de moda?
Reich Ranicki da algunas buenas razones para explicar esta paradoja, todas ellas tienen que ver con lo que sucedió en Europa a partir de la primera guerra mundial.
En aquellos años, el mundo, y Europa en particular, se llenó de demagogos, de fascistas, de revolucionarios y de violentos que querían establecer sociedades utópicas en la tierra, que querían purgar a la sociedad de judíos, burgueses o comunistas. No quedaba ya espacio para el pensamiento independiente y sereno: había que unirse a los grupos, a cualquier grupo, para derribar y construir. Hoy en día, resulta que eso es todo lo que nos parece caduco, todo ese nacionalismo, todo ese racismo, esa búsqueda de la supervivencia y el dominio de los más fuertes, de líderes carismáticos a los que las masas siguen como ovejas al matadero (que es a dónde, efectivamente, fueron).
Dice Reich Ranicki que Schnitzler estaba en contra del didactismo en literatura, al contrario que Brecht, y que decía: «Creo que mi oficio es crear personas, y lo único que debo demostrar es la multiplicidad del mundo». Es obvio que con ideas como estas no se pueden fabricar proclamas fáciles ni lemas incendiarios como los que fabricaba Bertolt Brecht, quien en una ocasión se puso a gritar durante la representación de una obra de Schnitzler contra esa «morralla caduca».
En fin, que en una época como aquella, en la que tu mejor amigo te podía denunciar en aras de la causa, en la que los tibios eran considerados traidores por unos y por otros y en los que todas las soluciones pasaban por el uso de la violencia o su defensa, Schnitzler no tenía sitio. En 1927 escribió:
«Una cierta parte de la población está siempre dispuesta, en determinadas condiciones, a dejarse dominar por pasiones tales como la bestialidad, la rapiña y la sevicia y no hay que excluir en absoluto del panorama de posibilidades el que a pesar del relativo carácter apacible de los austriacos, estos no se dejen inducir, llegado el caso, a actos de brutalidad y crueldad».
Diez años después, Austria era anexionada por la Alemania nazi en medio del entusiasmo de la mayoría de su población.
Reich Ranicki cuenta cosas muy interesantes acerca de Schnitzler, como que se sentía muy inseguro de todo lo hacía y que se consideraba un escritor mediocre. El mismo admitía: «Mi esencia en todo: el diletantismo», que es más o menos lo que yo considero de mí mismo. La diferencia es que Schnitzler sufría mucho por eso y yo no sufro nada (pero, ¿quién sabe?, tal vez tenga una crisis espiritual en el futuro, que me lleve a lamentar esta dulce mediocridad en la que me complazco).
A Schnitzler le era imposible centrarse en un proyecto y solía estar ocupado en varias cosas a la vez: «Soy capaz de mirar al fondo, pero no de bajar a él».
Los testimonios anteriores son sin duda una buena muestra de que la opinión de un escritor sobre sí mismo no es nada de fiar, porque a mí y a muchos más, incluido Ranicki, nos parece que Schnitzler es un escritor que a menudo ha bajado hasta el fondo, como en La señorita Elsa o El Teniente Gustl, y que siempre es profundo, a pesar de que, como dice Reich Ranicki, todo lo que dice se entiende: no es nunca un escritor oscuro y es siempre un escritor delicioso.
La señorita Elsa es un breve relato deslumbrante en un obsesivo e ininterrumpido monólogo interior, que fue elogiado por Freud porque reflejaba de la manera más clara el flujo de conciencia (Freud consideraba a Schnitzler su doble). El lector parece meterse en la mente de otra persona, de Elsa, con todas sus contradicciones, con todos los pensamientos triviales que se mezclan y asaltan la conciencia en medio de la peor de las angustias, con la atención que capta detalles insignificantes y el flujo casi paralelo de esas mil ideas mezcladas que acceden a la conciencia.
Se dice que una manera de entender cómo funciona la mente humana es imaginarla como algo parecido al comienzo de La pasión según San Mateo, de Bach, y es cierto, pero en la obra de Schnitzler hay más verosimilitud, porque la conciencia bachiana, la suma de voces que se superponen en una respiración constante y creciente, sigue un orden del que nuestra conciencia generalmente carece. A mí La Pasión según San Mateo me parece más semejante no al flujo habitual de la conciencia, sino más bien a los momentos de entusiasmo emocional e intelectual, a un entusiasmo que se mantiene y crece sin parar y en el que todo lo que sucede parece apoyarse en lo que acaba de suceder.
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