Cuando en el artículo Entre el corazón y el cerebrovisitaron esta página algunos de los mayores asesinos de masas del siglo 20 (Hitler, Stalin, Mao y Pol Pot), me pregunté si esos cuatro personajes actuaron movidos por el cerebro y la razón o por el corazón o la pasión.
Sin embargo, no es necesario reflexionar mucho para darse cuenta de qué existe algo que tenían en común los cuatro: una poderosa y elaborada ideología. No eran vulgares asesinos que se limitaran a matar porque sí, por capricho, sino que lo hacían desde las alturas de un edificio teórico con firmes cimientos. Todos ellos, además, escribieron libros: Hitler, Mi lucha (Mein Kampf); Mao, unos cuantos, aunque el más conocido es el llamado Libro Rojo; Stalin, varias decenas y Pol Pot, que yo sepa, al menos el llamado Pequeño Libro Rojo o Los dichos de Angkor.
Detrás de las acciones de estos hombres había una ideología y una teoría claramente estructurada. Todos ellos son cercanos o lejanos descendientes del creador del fascismo moderno, Benito Mussolini, otro poderoso teórico ya desde sus tiempos de periodista. Casi todos ellos, quizá con la excepción de Hitler, siguieron los consejos aprendidos en los libros de Lenin. Un ejemplo de Pol Pot: “Si la vieja sociedad está enferma, hazle tomar una dosis de medicina Lenin” (Los dichos de Angkor).
Ya sabemos qué tipo de medicina es esa: el terror de masas, que Pol Pot llevó al extremo, exterminando a una cuarta parte de la población camboyana.
En definitiva, los crímenes de estos hombres nunca fueron injustificados, sino plena y conscientemente justificados. Justificados por su ideología.
La ideología, como se ve, puede llegar a ser un arma de destrucción masiva, que permite multiplicar el asesinato hasta extremos insospechados. Sin ideología es mucho más difícil matar, al menos en cantidades industriales. Si un desquiciado cualquiera dice que quiere matar a los del pueblo de al lado simplemente porque le apetece, no es probable que logre convencer a muchas personas para que arriesguen su vida. Si les promete que matar a sus vecinos les hará ricos, ya tiene más posibilidades, o si les dice que sus vecinos quieren matarlos a ellos.
El hambre, la codicia y el miedo han sido el origen de muchas guerras y explican los movimientos de pueblos como los turcos, los tártaros, los mongoles, los germanos o los eslavos, que cayeron sobre China, Persia, Roma o Bizancio, llevados por el deseo de arrebatar a los pueblos más sedentarios y desarrollados sus riquezas, o de conseguir alimento en épocas de hambruna.
Pero cuando el miedo, el hambre o la codicia no son asfixiantes, no resulta tan fácil convencer a la gente para hacer la guerra y justificar el asesinato de los enemigos. ¿Cómo se puede seguir matando cuando un país vive en una cierta prosperidad, como la Alemania hitleriana, o cuando ya se carece de enemigo exterior y de lo que se trata es de asentarse en el poder, como sucedía en la China o la Unión Soviética de los años 50? En tales situaciones, todavía puede sobrevivir un resto de odio, pero el odio es más efectivo cuando es galvanizado por una ideología que nos permite distinguir fácilmente entre “nosotros” y los “otros”, entre los nuestros y los enemigos.
Empleo aquí la palabra ideología en un sentido amplio, porque no todas las épocas han sido tan ideológicas desde el punto de vista político como el siglo XX. Ideología es también la religión, ya sea la que justifica las conquistas musulmanas de medio mundo por Mahoma o la de una religión en su origen tan pacífica como el cristianismo, en cuyo nombre no sólo se creó la Inquisición, sino que se persiguió y asesinó durante siglos a todo el que no compartiera esas ideas, ya fueran cátaros, albigenses, judíos, musulmanes, indígenas de América, Asia o África (y también de Europa en época romana y medieval) o incluso indiferentes.
En el siglo XX esas ideas de identidad se combinaron con el nacionalismo pasional, es decir, con el rechazo más o menos espontáneo hacia el otro que sienten casi todos los pueblos. En algunos casos, el nacionalismo por sí solo fue suficiente para incendiar países, como en Japón o Hungría; en otros casos, nacionalismo e ideología se aliaron, como en la China maoísta o la Alemania hitleriana; en otros lugares, la ideología tuvo un papel dominante, como en la Unión Soviética de Lenin y Stalin.
Lo más frecuente, sin embargo, fue una mezcla de ambas cosas, porque es difícil ser nacionalista sin adoptar algún rasgo ideológico (por ejemplo, el lograr ser inmune al razonamiento de que todos los seres humanos somos iguales) y es también bastante difícil que una ideología no se contamine de alguna manera de cierto nacionalismo, algo que incluso se puede detectar en el carácter eminentemente ruso de la antigua Unión Soviética. El nacionalismo, podemos suponer, es básicamente una emoción (aunque una emoción aprendida), mientras que la ideología está más cerca de nuestra parte racional. La combinación de ambos elementos resulta explosiva.
También contribuyó a la barbarie, desde el punto de vista racional y científico, la ciencia, cuando las ideas darwinianas se deformaron y se convirtió la supervivencia del más apto en la del más fuerte, e incluso en la del más cruel. Se apeló, de nuevo en una mezcla de cerebro y corazón, a la idea de que existen razas superiores e inferiores, a pesar de que la biología más bien demostraba que sólo existe una raza humana, , al menos desde que se extinguieron los neandertales y otras especies de homínidos. Por último, para completar el edificio teórico de la ideología que justifica el asesinato de los otros, se retorció la teoría económica y política hasta que se logró justificar absurdos como que para acabar con la dictadura o con la explotación capitalista había que implantar otra dictadura, la “del proletariado”.
Millones de personas repitieron este nuevo mantra, que legitimaba regímenes tiránicos que no se habían visto en nuestro planeta quizá desde la época de los asirios o de las épocas más oscuras de la persecución religiosa llevada a cabo por la Iglesia cristiana. El marxismo, que había nacido para acabar con los regímenes despóticos, se convirtió en el más efectivo justificante para el despotismo. Por causa de las ideas y de las ideologías, se mató a millones de personas en el siglo XX. Gracias también a las ideologías millones de personas miraron hacia otro lado para no ver los crímenes cometidos por los “suyos”.
Si el lector duda del poder de la ideología como atenuante para el crimen, puede intentar recordar si él mismo no ha considerado alguna vez que un crimen era menos crimen porque se cometió en nombre de un ideal que él comparte.
El artista chino Ai Weiwei es muy consciente del poder que tiene la ideología como adormecedor de la conciencia y por eso, cuando le preguntaron sí su protesta contra la censura y la represión del gobierno chino tenía un trasfondo ideológico, respondió:
“Yo intento hablar sobre temas claros. Nunca, sobre ideología abstracta, porque la ideología es algo muy simple, sobre la cual no hay nada que hablar. Pero cuando se tratan asuntos concretos, se ve mejor lo que es correcto o erróneo”.
La única modesta lección que podemos extraer de todo esto, de todo el horror que nos ha legado el siglo XX, es que, cuando nos encontremos ante la vida y la muerte, cuando nos enfrentemos a la disyuntiva de justificar o no la muerte, la tortura, el asesinato y el abuso, es imprescindible que nos olvidemos por un momento de nuestra ideología y que nunca la usemos para justificar el crimen.
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