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Apuntes sobre Maurice Ravel

De Ravel se cuenta que, estando de visita en la ciudad marroquí de Fez, y observando una de las construcciones típicas del lugar, exclamó: “El día en que yo escriba una música árabe, será mucho más árabe que esto”. De hecho, poco antes de morir, proyectaba un ballet con tema de Las Mil y una noches que estrenaría la ya veterana Ida Rubinstein.

No dudamos de que habría resultado más árabe que toda Fez y que el maestro habría vuelto a Marruecos para comprobarlo. Los ejemplos pueden aumentarse. Abundan las páginas ravelianas de inspiración española, una Habanera, una Tzigane, una Rapsodia española para orquesta, un vodevil levemente verdoso titulado La hora española, en que la mujer de un relojero toledano considera cercano al Guadalquivir y se ve como compatriota de Doña Sol (un personaje de Victor Hugo).

Hasta hay textos gallegos y castellanos en sus Canciones populares. Por no invocar su consabido Bolero, que abrumaría su memoria con una fama tal vez injusta, si se tiene en cuenta la variedad y el seguro nivel de su obra considerada como un conjunto.

Y más: hay unas canciones malgaches, griegas, hebreas debidas a Ravel, que se despide de la historia de la música en unas líricas de Don Quijote a Dulcinea, con letra francesa y que debió cantar (y no cantó) el bajo ruso Feodor Chaliapin en una atrabiliaria versión centroeuropea de la novela cervantina, debida al alemán Pabst.

Todo esto viene a cuento, solamente, del hecho de Fez: Ravel nunca estuvo en Grecia, ni en Palestina, ni en Madagascar, y conoció España ya cincuentón, cuando había escrito casi toda su obra “española”.

La inspiración para sus boleros no le vino, desde luego, de Mallorca. Cabría pensar, pues, que, en rigor, no reconoció a España en sus viajes, sino que viajó al país de su música: en un hotel bilbaíno oyó, a lo lejos, una voz que entonaba una malagueña. Por contra, su época y los lugares que frecuentó apenas lo nutrieron de materiales para su música.

A menudo, sus obras evocan la Francia del clasicismo, el siglo XVIII y sus danzas cortesanas, sobre todo. Como los hermanos Goncourt, mientras proyectaban sus novelas con sirvientas y acróbatas de circo, suspiraban por el perdido orden aristocrático en un siglo de buenos (o malos) negocios y de verdades estadísticas.

¿Cómo era el Asia de los señores de la guerra chinos, del Mahatma Gandhi y de los caballeros de industria japoneses, ese continente perverso y refinado que Ravel inventó en sus canciones sobre versos de Tristan Klingsor? ¿Qué decía Ravel cuando decía China, España, Madagascar? ¿Qué dice el arte cuando dice algo?

Una de las eficacias ravelianas ‒y tiene tantas que pueden evaluar los que saben de música‒ consiste, precisamente, en mostrar, a cada paso, cómo el arte pertenece al orden de lo imaginario y no al orden de la experiencia.

Ya lo había insinuado su maestro Debussy (con el cual las relaciones, de puro íntimas, como corresponde, no fueron siempre óptimas), rápidamente catalogado como “impresionista”: los títulos de sus preludios para piano, a menudo enigmáticos, están puestos al final de cada pieza.

La impresión no es la del mundo sobre el artista, sino la de la obra sobre el artista. Lo dicho se le impone y el compositor ordena esta imposición y la revela en la forma corregida. Así es posible escuchar lo que dice el viento del Oeste o ver a una niña con cabellos de lino.

Imagino a Ravel sentado a su piano (convenientemente desafinado, según explicaba Manuel de Falla, para obtener mejores sugestiones armónicas), escuchando a ese otro sin rostro y sin nombre, pero con voz (y voto) que le dictaba su música y le describía países lejanos: una remota isla al Sur del África, o la inmediata España, disponible a pocas horas de tren. Y Ravel, obediente, tomando nota.

Hacia el final de su vida, una enfermedad paciente e implacable lo fue dejando sin memoria y permitió que se desasiera con lentitud y prolijidad de un mundo que había contribuido a mejorar armoniosamente. Todo se le volvía silencioso y ajeno.

En 1935, recorriendo Sevilla con Ernesto Halffter y Joaquín Romero Murube, entre otros, se lo veía caer en mutismos y ausencias que permitían preguntarse: ¿Dónde está Ravel, en qué España vaga el autor del Bolero?

De pronto, la lejana España se tornaba ramalazo goyesco en su mente penumbrosa, ciertamente, a la manera como debieron darse las inspiraciones españolas en sus años de plenitud.

Por esos días se lo sorprendió escuchando una página suya (¿suya?) La Valse. “¿Qué música es? ¿De quién es? ¿Es de Ravel?” se preguntaba. Y hoy podemos preguntarnos quién se preguntaba por Ravel en el lugar de Ravel.

Copyright del artículo © Blas Matamoro. Este artículo fue publicado originalmente en la revista Vuelta, y aparece publicado en Cualia con el permiso de su autor. Reservados todos los derechos.

Blas Matamoro

Ensayista, crítico literario y musical, traductor y novelista. Nació en Buenos Aires y reside en Madrid desde 1976. Ha sido corresponsal de "La Opinión" y "La Razón" (Buenos Aires), "Cuadernos Noventa" (Barcelona) y "Vuelta" (México, bajo la dirección de Octavio Paz). Dirigió la revista "Cuadernos Hispanoamericanos" entre 1996 y 2007, y entre otros muchos libros, es autor de "La ciudad del tango; tango histórico y sociedad" (1969), "Genio y figura de Victoria Ocampo" (1986), "Por el camino de Proust" (1988), "Puesto fronterizo" (2003), Novela familiar: el universo privado del escritor (Premio Málaga de Ensayo, 2010) y Cuerpo y poder. Variaciones sobre las imposturas reales (2012)
En 2010 recibió el Premio ABC Cultural & Ámbito Cultural. En 2018 fue galardonado con el Premio Literario de la Academia Argentina de Letras a la Mejor Obra de Ensayo del trienio 2015-2017, por "Con ritmo de tango. Un diccionario personal de la Argentina". (Fotografía publicada por cortesía de "Scherzo")