A finales de la década de los veinte, el sonido comenzó a introducirse en las películas de ciencia-ficción. Uno de los primeros ejemplos fue Alta traición, estrenada tanto en versión muda como sonora (si bien el sonido de esta última se encuentra hoy en un estado lamentable, prácticamente inservible).
Publicitada como «La película de la paz», la historia – adaptación de una obra teatral de Noel Pemberton-Billing– planteaba la posibilidad de una Segunda Guerra Mundial nada menos que en 1940, aunque en posteriores montajes, por razones obvias, se cambió la fecha a 1950.
El mundo está dividido entre los Estados Federados de Europa y los Estados Atlánticos, éstos últimos formados por Estados Unidos y Gran Bretaña. Una conspiración desata un conflicto internacional en un puesto fronterizo (¿Fronterizo? ¿Dónde? ¿En pleno mar? se puede uno preguntar. Pues bien, en el Canal de la Mancha, que, absurdamente, pertenece por mitades a ambos bloques) con el fin de llevar a las dos potencias a la guerra y beneficiarse económicamente de ello. Conforme la tensión aumenta, una organización pacifista con base en Londres, La Liga Mundial por la Paz, dirigida por el doctor Seymour, trata de impedir el conflicto a toda costa. Éste, junto a su hija Evelyn, agotarán todas las vías para detener la guerra, pero al final se verá obligado a adoptar medidas drásticas y asumir las consecuencias.
Se trata de una película interesante pero fallida. A menudo se la califica como una respuesta británica a Metrópolis (1927). En mi opinión, la comparación entre ambas obras carece de sentido, aunque ambas coinciden en una cosa: quedan lastradas por un mensaje moral planteado de forma simplista e incluso absurda.
La visión del futuro que ofrece la película de Elvey se puede calificar de ambivalente. Por una parte, los pocos personajes a cuyas vidas tenemos acceso parecen satisfechos. Se sugiere que las diferencias sociales han sido abolidas y que existe abundante tiempo libre para dedicarlo al ocio, así como avances tecnológicos que facilitan la vida cotidiana sin llegar a ser intrusivas, como las televisiones de pantalla plana o los videófonos. Pero por otra parte, hay un elemento de frialdad, repetición y automatismo (sugerido por un travelling que nos muestran filas y filas de mesas y máquinas de escribir) que hoy se nos antoja repulsivo por su falta de humanidad y anulación del individualismo.
En cuanto a los efectos especiales encargados de convertir ese mundo del futuro en algo verosímil, son muy dispares. Algunas de las panorámicas urbanas lucen bastante bien, con pequeñas miniaturas de aviones y autogiros circulando entre los edificios. Pero en general abundan las inconsistencias y la ausencia de imaginación. Por ejemplo, las granadas tienen un diseño moderno pero las pistolas y los aviones no han cambiado nada respecto a la Primera Guerra Mundial. Otro ejemplo: en una escena particularmente estúpida vemos a parejas ejecutando un baile futurista al sonido de una orquesta automática, que no consiste sino en los instrumentos tradicionales (trompetas, batería…) accionados por control remoto por un individuo que pulsa botones y perillas. Esta pobreza de recursos a la hora de imaginar un mundo futuro resulta curiosa si tenemos en cuenta que el autor de la obra original, Noel Pemberton-Billing, era un fanático de la aviación, diseñador e inventor que seguro tenía mejores ideas que los responsables del diseño de producción de la película.
La impresión es que el interés por crear un entorno futurista verosímil se supedita al mensaje que sequiere transmitir: el pacifismo. Al fin y al cabo, el propio Pemberton-Billing había sido (también) un reformista social que fundó una sociedad cuyo fin era promover la pureza en la vida . El problema es que aunque hay ideas curiosamente actuales, como ocurría en Metrópolis, el guión adolece de un didactismo moral caduco y una postura ética simplista y tosca, algo que se pone de manifiesto hacia el final, cuando se crea un paralelismo claro entre el Dr. Seymour y la figura de Cristo. La propaganda pacifista tiene su origen en los miedos y ansiedades que todavía planeaban sobre los británicos tras el final de la Primera Guerra Mundial.
Pero hay aspectos de la película que, a pesar de ir camino de los cien años, todavía resultan familiares a nuestros oídos del siglo XXI y que nos hacen pensar que, después de todo, quizá Alta traición no fuera tan inocente como parece a simple vista. Cuando le dicen al Dr. Seymour que la gente es demasiado razonable como para dejarse arrastrar a una guerra, responde que eso es precisamente lo mismo que se afirmó en 1914.
La guerra está alentada por una gran multinacional fabricante de armamento, la Arm & Ammunition Corporation, que vigila de cerca a ambos gobiernos y los manipula en su propio interés. El atentado en el túnel del Canal de la Mancha como parte de un plan para influir en los gobiernos y empujarlos hacia la guerra también nos resulta tristemente familiar, como la declaración dell presidente de los Estados Atlánticos: Debemos golpear primero en una clara defensa de la guerra preventiva.
Así, si se prescinde de la faceta propagandística, nos encontramos con una interesante exploración de los motivos que pueden dar inicio a una guerra y de cómo el miedo, la incomprensión, la codicia y la manipulación política se combinan en una mezcla letal para las sociedades que las padecen. El problema es que todos esos esfuerzos por predicar el pacifismo y mostrarnos los siniestros hilos que mueven la Historia se tambalean al introducir escenas como la de esa mujer que ha sido reclutada y que decide que la guerra es un infierno cuando ve el feo uniforme que deberá vestir. O esa otra a la que se exime del alistamiento cuando argumenta que tiene un niño en casa (¿no es ese el caso de muchas mujeres?). O la propia Liga Mundial por la Paz, que parece formada exclusivamente por mujeres con excepción de su jefe, el doctor Seymour.
Alta traición fue bien recibida por el público y, en general, también por la crítica, que subrayaron el apartado visual y alabaron la dirección de Elvey y su talento narrativo. A pesar de ello y aunque los actores realizaron un trabajo competente (especialmente Humberston Wright y Basil Gill), la película fue sumiéndose en el olvido colectivo, justamente ensombrecida por la apabullante e imperecedera creatividad visual de Metrópolis. Hoy la podemos calificar de mera curiosidad, un paso más dentro del cine británico de ciencia ficción que vería momentos más brillantes –aunque sin escapar a la sensación de frialdad y distanciamiento– como La vida futura (1936), de William Cameron Menzies.
Copyright del texto © Manuel Rodríguez Yagüe. Sus artículos aparecieron previamente en Un universo de viñetas y en Un universo de ciencia-ficción, y se publican en Cualia.es con permiso del autor. Manuel también colabora en el podcast Los Retronautas. Reservados todos los derechos.