A Alfonso Armada le debemos mucho los lectores asiduos de periódicos. Por ejemplo, el haber descrito lo que vio con sus propios ojos en la guerra de Bosnia, en el genocidio de Ruanda y durante los atentados terroristas del 11-S. Su prosa es rigurosa, segura, fiable, y despliega una categoría intelectual que le ha conducido a lo más alto de nuestra profesión.
Durante catorce años, trabajó en El País, pasando de Cultura a Opinión, para acabar en Internacional, como corresponsal para África. Luego se convirtió en corresponsal de ABC en Nueva York. En la actualidad, es director del Máster de ABC, y no contento con eso, edita una espléndida revista digital, FronteraD.
Esta es la conversación que mantuve con él: un análisis de los retos del periodismo actual, inmerso en una crisis que amenaza con destruir algunos de sus valores más esenciales.
En Divertirse hasta morir, Neil Postman describía lo que se nos vino encima al adaptar la política o el periodismo a esa sociedad del espectáculo de la que hablaba Guy Debord. A estas alturas, ya no sé si puede sobrevivir el periodismo clásico a eso que llaman infoentretenimiento.
Como sabes, en FronteraD, una de las pestañas se llama Sociedad del espectáculo, como un homenaje descarado a Debord…. Podríamos ir un poco más atrás: ¿Hay periodismo en la sociedad del espectáculo? Periodismo y fuentes van unidos. Buena parte del periodismo que se hace hoy tiene que ver con lo que preguntas: como es espectáculo, no hacen falta fuentes. Todo es apariencia. La verdad es algo que no entra dentro de esa ecuación. Y si al final nos da igual la verdad, ¿qué más nos da si hay fuentes o no las hay? Al final, todo el tinglado es una farsa.
En esas condiciones, el ejercicio periodístico debería consistir en descifrar qué mecanismos económicos hay detrás de este alegre espectáculo, que tiene muchas luces, pero cuyo trasfondo es trágico. Hay tanta iluminación, tantos anuncios, que se produce una saturación lumínica. Se produce deslumbramiento, fascinación, pero también alienación.
Cuando la prensa escrita llegó a internet, se obsesionó con la idea de responder a las supuestas demandas de sus lectores. Los medios empezaron a publicar un aluvión de comentarios anónimos bajo cada artículo, y pusieron en un lugar destacado el módulo de Lo más leído. Supongo que con eso les bastó a todos para entender que lo que buscan muchos consumidores de medios no es auténtica información.
Bueno, es muy curioso. En ABC hemos caído, como sucede en todas partes, en esa perversión. Antes nos reíamos con cierta petulancia de cómo funcionan las televisiones, con los ránkings de audiencia que determinan la duración de un programa. Como sabes, si se iban a producir trece episodios y el segundo no cumple con las expectativas, una serie es tirada a la basura con independencia de su calidad.
Como la audiencia es la medida de todas las cosas, al final eso pervierte todo criterio.
En El País, hace muchos años, cuando yo trabajaba ahí, Ángel Fernández-Santos tuvo un sonado rifirrafe con Juan Luis Cebrián. Recuerdo que Fernández-Santos había escrito una crítica muy dura de una película de Almodóvar, y el argumento de Cebrián era: «No puede ser mala cuando ha ganado tanto dinero». Con lo cual, tienes ya toda la perversión en escena.
En ABC ocurre algo muy llamativo en las reuniones de la mañana, en las que se analiza el periódico del día anterior y se preparan los temas a los que vamos a dedicar espacio a lo largo del día. La reunión comienza con el responsable de la web, que dice las noticias más vistas. Es el ránking del espectáculo, el hit-parade del disparate, y claro, resulta pavoroso, porque casi todas las historias son espantosas, pero no porque lo sean en sí mismas –que lo son–, sino porque nosotros las hemos alimentado. Es decir, son historias que hemos publicado, porque hemos pensado que eso puede atraer a la audiencia. Y la audiencia nos confirma que estamos en el buen camino, porque la basura, cuanto peor es, parece que más brilla, y atrae a más supuestos lectores…
Otra de las grandes falacias es quién cuenta la audiencia. Y quién hace caja. En este caso, además, no hay ni caja, porque en la perversión que te comentaba en torno a Almodóvar había dinero contante y sonante. Lo de internet es todavía más perverso porque estamos todos locos por conseguir más clics, más audiencia, y parece que gran parte de esa audiencia es inexistente. Son robots que aparecen por ahí.
La tecnología ha avanzado mucho, y hay sistemas para generar de forma artificial visitas que parecen reales. Yo no me creo las cifras de audiencia de los grandes medios digitales.
Es todo un disparate. Además, estamos creando una serie de mitos contemporáneos de la banalidad y la degeneración más absolutas. Al final, lo más visto en el periódico es que no sé qué experiodista, convertida en socióloga de la entrepierna, se ha operado sus pechos. Estamos a un paso del frenopático.
Quizá ese tipo de noticias generen audiencia, pero por otro lado, también desvirtúan el papel del periodista. El lector acaba teniendo la impresión de que no hace falta ningún talento especial para dedicarse a este oficio.
Ah, claro, por supuesto.
Nos estamos cargando la idea del periodista que garantiza con su nombre la veracidad de sus informaciones.
Sobre todo, ha desaparecido el criterio de lo que es importante y lo que es valioso. Al final, ¿qué buscamos?: entretenimiento, banalidad, pasar el rato mientras llega la muerte… Si es a eso a lo que optamos, quizá el camino sea este.
Tú has tenido la suerte de vivir épocas más relevantes para nuestra profesión. De hecho, has cubierto acontecimientos que ya forman parte de la mitología periodística, como el cerco de Sarajevo, el genocidio ruandés de 1994 y el ataque contra las Torres Gemelas. ¿Te sientes afortunado?
Sí, absolutamente. Doy gracias, no a Dios porque no creo en él, pero sí a un cúmulo de circunstancias. La verdad es que me cuesta mucho hablar de ello en términos nostálgicos, porque eso implica una cierta fascinación, un cierto narcisismo. Creo que, objetivamente, la situación ha cambiado. El sistema de medios de comunicación, en el mundo y en España particularmente, está en proceso de transformación hacia no se sabe qué y hacia no se sabe dónde.
Yo viví una etapa de casi catorce años en El País, y luego entré en ABC. Era un tiempo en el que los medios eran todavía rentables. Había un sistema económico que funcionaba muy bien. La gente, para informarse, tenía que recurrir a los periódicos, que eran los centros de autoridad que determinaban qué era y qué no era importante.
La relación con los lectores se limitaba a las cartas al director, y a las vías tradicionales que habían estado en vigor durante muchísimos años.
Incluso se podía pagar a los corresponsales.
Y además era rentable. Tú vendías una información por la que la gente estaba dispuesta a pagar. Y parecía necesario pagar por ella. Nadie pensaba que eso era un absurdo. La verdad es que cuando uno está en una situación de bonanza económica no se plantea por qué cambiar, dado que el sistema funciona.
No se regalaba la mercancía a través de un soporte nuevo como internet. Para mostrar sus productos, la publicidad tenía que ir a los periódicos, a la televisión y a la radio. Aquel era un sistema semicerrado. Pero al final, estalló en pedazos.
Cuando internet empezó a despuntar, y se empezaron a ver las posibilidades inmensas que tenía, no se estudió cómo traducir eso en rentabilidad, quizá porque los responsables de los medios no acabaron de calibrar las consecuencias.
Hubo algunos intentos en este sentido. El País, por ejemplo, decidió cerrar el acceso a su página y cobrar por ello, pero eso tuvo efectos catastróficos sobre la audiencia. Al final, rectificó, y desde entonces, la verdad es que nadie ha sabido muy bien cómo convertir esto en un modelo de negocio.
El desmantelamiento de todo el sistema de trabajo va a tener resultados catastróficos. De todos modos, tiene una parte buena y es que nos va a obligar a cambiar, aunque sea en las peores condiciones.
No sabemos cómo hacer información por la que el lector esté dispuesto a pagar.
Creo que la clave no es sencilla, pero la fórmula más clara es la que plantean medios anglosajones, como The Economist, The Wall Street Journal o The New York Times. Cobrar por lo que la gente está dispuesta a pagar. Ofrecerle algo que sea valioso, y hacer periodismo que sea de calidad, que merezca la pena vender. A fin de cuentas, estamos en un sistema de mercado, con lo cual, estas son las reglas del juego. Lo que pasa es que las reglas pueden ser también muy perversas.
¿En qué momento crees que empezamos a confundir la línea editorial con el simple sectarismo?
Esa es otra de las grandes degradaciones que no son exclusivas de España, pero de las que somos campeones olímpicos. Por una parte, los medios han jugado esta carta, pero también creo que las audiencias han jugado a eso. Creo que ha habido una gran masa de lectores –por llamarles de alguna manera– que se han convertido en parroquianos. Gente que lo que quería, y lo que sigue queriendo en muchos casos, es confirmar sus prejuicios. No descubrir el mundo y ponerse en cuestión a sí mismo, sino comulgar… Tanto denostar a la religión, y al final, lo hemos convertido todo en sectas. Creo que, además, eso ha tenido efectos devastadores sobre el propio concepto de verdad y respeto a los hechos. En España se ha difundido la especie de que todas las verdades son valiosas, que es imposible llegar a un consenso sobre nada, y además creo que eso ha inoculado en la gente un cinismo absoluto.
Aurelio Arteta ha estudiado este proceso.
Sí, Aurelio habla mucho de esto. Es una de sus obsesiones.
Es muy inteligente su forma de desmontar tópicos como ése que dice que todas las opiniones son respetables.
A él le desasosiega mucho esta banalización de la verdad, y esa idea de que todas las opiniones son valiosas, que es otra degradación de la democracia. Hay opiniones valiosas, opiniones fundadas y opiniones despreciables absolutamente. Y no pasa nada por decirlo. Eso creo que también origina un cacao sobre las categorías, lo que vale y lo que no vale. Y también tiene consecuencias sobre algo fundamental, que es la capacidad de la palabra para persuadir. En España hemos dejado de escuchar por completo. Nadie escucha a nadie, y el Parlamento es la caja de resonancia de este gran diálogo de sordos. Nadie escucha un discurso para ver si los argumentos valen la pena y son valiosos. Eso también enlaza con la calidad de nuestra democracia y con el hecho de que los partidos sean máquinas de repartir poder, de que los diputados no tengan que responder personalmente de sus decisiones a sus electores, de que voten en bloque al margen de su conciencia…
Por otro lado, eso favorece la manipulación y la mentira.
Tiene que ver con la juventud de la democracia española. Nuestras raíces democráticas son casi aéreas, con muy poca profundidad. Creo que los medios han contribuido de forma decisiva al menosprecio de la verdad y de la inteligencia. Y han fomentado el sectarismo. La gente va a comprar el medio sabiendo que le va a decir lo que quiere saber. Y los partidos han jugado también con eso. La gente sabe que le mienten, pero como quien le miente es uno de los suyos, uno lo decodifica como parte de la mentira de su grupo. Arcadi Espada dice que la objetividad es la capacidad de dar cuenta de los hechos, al margen de las propias convicciones. Y eso parece que es imposible en los medios. Ahí se ha creado una gran falacia en la que parece imposible ponerse de acuerdo sobre nada.
En el parlamento no hay verdadero debate de ideas. Al final, se transmite a la sociedad que no hay nadie capaz de convencer al otro de que sus argumentos son mejores. Eso favorece, además del cinismo que antes comentaba, una desconfianza absoluta y una desmoralización. Queda la sensación de que no hay nada que hacer. La impresión de que no se puede cambiar el estado de las cosas porque esto siempre ha sido así.
Aparte de las complicidades entre los medios y el poder, la prensa ha sido partícipe y responsable de esta perversión.
Con la publicidad institucional y otros favores, se ha creado una relación de mutua dependencia. Es algo muy pernicioso.
En un congreso organizado en México por la Fundación Gabriel García Márquez para el Nuevo Periodismo Iberoamericano, Graciela Mochkofsky, una periodista argentina que dirige la revista digital El Puercoespín, decía que en su país los periodistas habían sido cómplices del poder y habían hecho que muchas supuestas verdades se hubieran consagrado como verdades incuestionables.
Creo que también en España ha habido una alianza perversa entre los medios y el poder, y eso ha hecho que la gente piense que todos los medios mienten, y que todos los medios son cómplices. Hemos contribuido a nuestro propio desprestigio.
Uno de los grandes problemas de la prensa en internet es la crisis publicitaria. Me da la sensación de que hay argucias que contribuyen a esa desconfianza, como la cesión de tráfico, la compra de fans o «me gusta» en las redes sociales o el inflado de las cifras de audiencia.
Creo que hay un reportaje por hacer, que consistiría en realizar un estudio sobre cómo El País, El Mundo, ABC, La Razón y La Vanguadia han informado, a lo largo de los diez últimos años, sobre el Estudio General de Medios, y en especial, sobre los datos de OJD. Es decir, cómo traducen datos supuestamente objetivos de la OJD, y después cómo plantea cada periódico los resultados de esas cifras. Sería apasionante. Es algo que pasa también con las elecciones…
De hecho, ni siquiera se informa verazmente de algo tan sencillo de medir como los asistentes a una manifestación. Casi siempre el convocante y sus medios afines dan una cifra diez veces superior a la real.
Claro, es lo mismo. Es un desprecio absoluto por los mismos hechos. Si vas al caso de los datos de OJD, sería fascinante ver el retorcimiento que hacen de los hechos para que tu cabecera aparezca siempre rutilante. Según eso, en nuestro periódico siempre estamos creciendo, y la competencia siempre se está hundiendo. Es una cosa pavorosa. Vamos a hacernos un poco protestantes. Lo digo por ese respeto por la verdad que tienen los protestantes.
Es una cuestión de humildad. Los medios que manipulan sus cifras de audiencia deberían reconocer que el número real de lectores que casi todos tienen en internet es muy inferior a lo que se dice.
Ojalá. Hay un libro de Rafael Sánchez Ferlosio, Vendrán más años malos y nos harán más ciegos. Hay quien habla de las propiedades curativas de la crisis, y explica que va a sacar lo mejor de nosotros. Mucho me temo que no va a ser así. Ojalá esto sirviera, pero no lo creo.
En general, en España estamos descubriendo que no somos como pensábamos. Ni tan ricos, ni tan inteligentes, ni tan guapos. Pero no sé si eso va a provocar una cura de humildad y vamos a redimensionar nuestras vidas. No sé si vamos a ser menos pretenciosos y dejaremos de soñar todos con ser ricos.
Internet también ha propiciado que los periodistas se encierren en las redacciones. ¿No crees que esto va contra la naturaleza de nuestro oficio?
El día previo a la huelga general del 14 de noviembre fue muy interesante. El periódico cerró a las cinco de la tarde. Y la gente se fue a las seis. Y yo, al día siguiente, le dije al director de ABC: «Creo que habría que utilizar esta experiencia de haber cerrado a las seis para replantearnos por completo nuestra forma de trabajar. ¿Por qué está la gente aquí tantas horas encerrada?».
Me lo decía un redactor jefe del New York Times: los periodistas tienen que salir a la calle, tienen que ir al teatro, al cine, de copas, porque si no, al final, ¿de qué estamos hablando?
Los periodistas vivimos encerrados en una burbuja. Salimos de las redacciones para tener entrevistas con banqueros, con políticos, con artistas… pero esto no es la vida. Es más, una gran parte de los jefes de esta redacción y de otras no va casi nunca en metro o en autobús. Viven en una burbuja, y salen de su despacho a otros despachos. Se alimentan de periódicos y de televisiones y de radios. Pero eso no es la vida.
Por otro lado, hay una falta de representatividad. Aunque España está perdiendo inmigración, los jefes de redacción son casi todos blancos, católicos o excatólicos. Hay muy pocos negros o musulmanes. Mujeres va habiendo alguna. En todo caso, las redacciones no son un calco de la realidad. La realidad es mucho más variopinta que las redacciones. Y precisamente por eso hay que salir a la calle.
Por desgracia, como de lo que se trata es de alimentar la web para tener más clics, salir no hace falta. Basta con estar copiando a otros y alimentar esta máquina. Estamos creando un mundo totalmente falso.
En ese desprestigio de la verdad del que antes hablabas, también ha jugado un papel importante la entrada de la ficción en el discurso periodístico. Heredamos el vicio de autores como Truman Capote, considerados gloriosos por una parte de la crítica y por muchos periodistas.
Gloriosos entre comillas…
Me imagino que te refieres a lo que dice Arcadi Espada, cuando habla de la prosa «sunsilk» de A sangre fría, y la describe como una novelita de kiosco.
Sí, yo comparto con Arcadi parte de las reticencias hacia Capote.
En todo caso, al margen de Capote, eso también es parte de la sociedad del espectáculo. Lo que ya no sé es si tiene marcha atrás.
Se puede volver a las esencias, estableciendo una línea roja que separe la ficción de la realidad. Esto obliga a repensar figuras que eran parte de nuestro santoral particular, como Ryszard Kapuscinski, a quien yo admiro y he leído mucho.
La biografía que escribió Artur Domoslawski es tremenda, e incide justo en eso desde el propio título del libro: Kapuscinki non-fiction.
Claro. Yo además conozco al autor. Leí el libro y le entrevisté. Me parece que sus argumentos son bastante irrefutables. Por otro lado, eso es algo que no sólo se menciona en la biografía de Domoslawski. Antes, algún periodista del Times Literary Suplement había hecho un análisis de El emperador, cuestionando buena parte de la investigación y de los argumentos que utilizaba Kapuscinski en uno de sus libros más deslumbrantes.
Arcadi Espada considera que esa infidelidad de Kapuscinski a los hechos convierte en ficción o en mentira lo que nos cuenta. Deja de ser periodismo.
Arcadi decía que lo más fácil que se puede hacer con Kapuscinski es coger sus libros y llevarlos de la parte de no ficción a la parte de ficción, que es un tránsito bastante fácil de hacer. Para él, el problema no es ese tránsito, sino la estantería donde han estado puestos.
Kapuscinski es un escritor extraordinario, por otra parte.
Por supuesto. Algún amigo suyo, y creo que el propio Domoslawski lo recoge en su biografía, decía que lo que intentó Kapuscinski, sobre todo con El emperador, era retratar a la sociedad polaca de la época. Buscó una gran metáfora y Haile Selassie encajaba como un guante en esa especie de panoplia. Esto, leído en clave interna polaca, viéndolo como una descripción del régimen comunista, se entiende bien. Pero claro, un lector poco avisado puede entender que lo que cuenta es exactamente la vida de Selassie.
Kapuscinski se tomó muchas licencias poéticas. Y las licencias poéticas degradan el propio mensaje, porque, a fin de cuentas, si uno miente sobre circunstancias más o menos anecdóticas, como el día o la hora, al final invalidas toda la trama.
¿Dónde pones el límite entre lo inventado y lo real? Diego Salazar, un periodista de Etiqueta Negra, dice que hay un pacto sagrado del periodista con el lector. «Esto que te cuento es verdad». Y ahí no puedes cambiar nada.
Eso no impide que uno pueda hacer gran periodismo recurriendo a todos los registros de la literatura. Es el caso de los nuevos periodistas latinoamericanos como Leila Guerriero. Ella emplea todos los recursos de la prosa, y sin embargo, mantiene siempre a rajatabla el respeto estricto por la verdad.
El periodismo siempre es una estilización de la realidad. Pero ahí tienes que decirle al lector lo que estás seleccionando. Martín Caparrós, un periodista argentino, dice que no le interesa nada la literatura del yo, sea un yo imaginario o un yo periodístico. Otra cosa es que él no reniegue del yo como testigo que está contemplando los hechos y los relata.
¿Crees que, como pasó en literatura, también nos beneficiaremos de un boom periodístico hispanoamericano?
Sí, sin duda. He estado dos veces en América Latina en los últimos dos años. El año pasado en Argentina, y hace muy poco en México DF, en reuniones convocadas por la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano. Esta última ha sido un dinamizador muy importante, primero a la hora de formar a nuevas hornadas de periodistas, y después, a la hora de darles herramientas para hacer buen periodismo, y con buenos maestros.
Creo que hay una excelente generación de nuevos cronistas de Indias –así se llaman ellos–. Conocí a algunos por colaboraciones que tenemos desde FronteraD con El Malpensante, con Etiqueta Negra y con El Faro.net. Creo que hacen un periodismo espléndido. Creo que además hacen mucho hincapié en la realidad. Leila Guerriero y Jon Lee Anderson van en esa línea. La realidad es tan rica que para qué vas a dedicarte a inventar.
Otra de las cosas que he aprendido en América Latina es que la gente ya viene llorada de casa, y eso es fundamental.
Aquí solemos echar a otros la culpa de lo que pasa en nuestro gremio.
Exactamente. Allí tienen realidades objetivamente más duras, porque les matan. En México, desde el 2000, han matado a ochenta periodistas por informar del narcotráfico. Luego están las condiciones económicas, jurídicas y políticas, que son durísimas en países como Honduras, Guatemala, El Salvador…
¿Dirías que hay algo que los relaciona, más allá de esas circunstancias?
Hay algo muy interesante, y es que sus referencias periodísticas no están en Europa. Están en Estados Unidos. Casi todos son admiradores o lectores de The New Yorker y del mejor periodismo anglosajón, que además separa a rajatabla la opinión de la información.
Hay una figura clave en revistas como el New Yorker, y es el fact checker, la persona que comprueba la veracidad de datos y declaraciones.
En efecto. Ese respeto por la verdad, por otra parte, tiene su traslado a la política. No hay nada que degrade tanto a un político como que se le pille mintiendo. Y aquí, en España, casi es una característica.
Después de repasar todos estos problemas, no sé hasta qué punto os ha guiado un empeño romántico a la hora de poner en marcha FronteraD.
Yo no creo que eso sea romanticismo, sino más bien materialismo. Es imprescindible tener una empresa económica que te permita pagar a los reporteros. Sin eso, no tenemos nada. Hay que buscar primero un modelo de negocio. Ya sé que esto es fatigoso. Nosotros lo intentamos y hemos fracasado estrepitosamente.
FronteraD comenzó en Nueva York cuando yo era corresponsal de ABC. Conocí a Antonio Lafuente, que trabajaba en la delegación de la agencia EFE. Hacíamos lo que hacen todos los periodistas: lamernos las heridas, que es algo muy español. Finalmente, como admiradores de The New Yorker, decidimos predicar con el ejemplo y crear un semanario que siguiera esa fórmula. Estuvimos mucho tiempo pensando sobre ello en Nueva York. En 2005 volví a la redacción central de ABC en Madrid. Siguieron las reuniones. Al final, conseguimos un dinero y decidimos lanzar la revista en internet en 2009. Pero como modelo de negocio ha sido desastroso.
Cometimos todos los errores posibles… Cometimos el error de alquilar un local –cosa que no hace falta para internet–. Cometimos el error de pagar sueldos bastante decentes a una parte del equipo de trabajo –también fue catastrófico porque no había ingresos–. Y con la crisis publicitaria, hemos estado flotando en la incertidumbre. Hemos hecho correcciones radicales. El problema de FronteraD, aparte de su entusiasmo por hacer buen periodismo, es que, de alguna manera, reproduce el sistema de explotación vigente, con lo cual es una miseria. No engañamos a nadie, pero nadie cobra. Éste no es un sistema viable. En realidad, es una ficción, basada en la autoexplotación entusiasta y pensando en un futuro mejor.
Pensamos que si mantenemos esta línea, quizá algún día encontraremos la manera de financiar esto. De momento, no sabemos cómo. Perseverar es una condición necesaria para conseguir algo más. Vamos a explorar todas las vías posibles, desde el crowfunding hasta los ebooks. Como gran idea absurda, estamos incluso pensando en montar un bar.
Igual que The Clinic.
Igual que ellos, e igual que Orsai, de Hernán Casciari, aunque Orsai no estaba directamente vinculado con el bar, pero lo llevó gente asociada. Nos descartamos crear un espacio donde la gente se encuentre. Estamos saturados de tanta relación virtual, de tantos supuestos amigos, y de tanto «me gusta». Sería un lugar donde pueda haber debate, donde podamos hacer cursos, donde revistas como Etiqueta Negra o El Malpensante se puedan comprar. Estamos explorando la idea.
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