En el artículo dedicado a De la Tierra a la Luna mencionamos cómo Julio Verne propuso escapar al campo gravitatorio terrestre mediante el lanzamiento de una cápsula desde un cañón, una solución que no gustó ya en su época al entender –correctamente– que el ser humano no podría sobrevivir a la experiencia. Debía haber otra manera de situar al hombre fuera de la Tierra. Los escritores de ciencia ficción, antes y después de Verne, habían comenzado a jugar con el concepto de instrumentos o elementos “antigravitatorios”.
El primero de esos aparatos puede ser atribuido a Joseph Atterley, seudónimo del autor norteamericano George Tucker, cuyo Viaje a la Luna (1827) se lleva a cabo en una nave recubierta de un metal antigravitatorio. J.L. Riddell fue el autor de una aventura lunar poco conocida, Orrin Lindsay’s Plan of Aerial Navigation (1847) en el que el científico protagonista usa un campo antigravitatorio para pilotar su nave hasta la Luna. Un libro más popular, también en inglés, fue escrito por un tal Chrysostom Trueman, probablemente el seudónimo de James Hinton: The History of a Voyage to the Moon, with an Account of the Adventurer’s Subsequent Discoveries (1864), donde un ingenio antigravitatorio (un mineral llamado “repellante”, extraído de las montañas de Colorado) lleva a sus dos protagonistas a la Luna. Los dos aventureros alcanzan nuestro satélite usando una nave impulsada con propelente. Allí descubren una sociedad utópica de pequeños humanoides llamados Notol. Tras pasar un año viviendo entre ellos y explorando el satélite, escriben sus aventuras en láminas de metal y las disparan a la Tierra arrojándolas al interior de un volcán lunar. El libro especula con que los selenitas son en realidad almas humanas reencarnadas, algo cercano a las tradiciones de viajes místicos a la Luna propias de siglos anteriores.
El autor británico Percy Greg recogió el concepto del elemento antigravitatorio, al que bautiza como apergión, para su novela Across the Zodiac: the Story of a Wrecked Record. Un veterano de la Guerra Civil Americana naufraga en una misteriosa isla en 1867 y allí presencia cómo se estrella una nave espacial: “tenía un disco muy visible… Me encontré fragmentos de un brillante metal amarillo pálido… [y una] dureza sobresaliente”. De los restos de aquel proto–ovni extrae un manuscrito en latín en el que su anónimo autor revela el secreto del apergion y su utilización en una expedición realizada en 1820 a Marte en una nave llamada Astronauta. Fue la primera vez que se utilizó esta palabra.
Tras narrar el viaje hasta Marte haciendo uso de la energía antigravitacional del apergión, el relato se hunde con largas reflexiones sobre la sociedad y moral utilitarias de los marcianos, unos seres diminutos de pelo amarillo, barbas y mostachos, que no creen que pueda existir vida en otros planetas, considerando al recién llegado como un marciano de elevada estatura originario de alguna aislada y desconocida región.
Los marcianos disfrutan de una tecnología avanzada: tienen películas –que no existían en el momento de escribir el libro– y teléfonos. Pero, como suele suceder en la CF y en la realidad, no todo es agradable en este mundo aparentemente utópico. Su superior capacidad cerebral ha sido adquirida a expensas de sus emociones, su vitalidad y su sentido de la existencia. Organizados en una sociedad de tipo feudal nacida tras una fallida revolución comunista, son profundamente sexistas. Las hembras reciben una educación enfocada a ser buenas mujeres y madres y aunque existe una igualdad de sexos teórica, son pocas las mujeres que se acogen a ella, siendo éstas consideradas hombres de tercera clase y no deseadas en absoluto como consortes. «Cualquiera que sea la educación que reciban, nuestras mujeres siempre han encontrado que la independencia que podrían adquirir trabajando duro era menos satisfactoria que la dependencia, con la comodidad y seguridad que disfrutan como consortes, amantes o esclavas, del otro sexo».
Y no hay espíritu satírico en tal afirmación. Percy Greg (1836–1889) fue un dotado y prolífico periodista que a lo largo de su vida, a medida que envejecía, fue pasando del secularismo al espiritualismo para terminar como adalid del feudalismo y el absolutismo de convicciones políticas y religiosas reaccionarias y radicales, algunas de las cuales asoman en esta novela.
El narrador establece una relación de lánguido amor con una dama del lugar, Eveena, una jovencita «veinteañera» que recuerda mucho –incluso en el nombre–, a la delicada Weena de La máquina del tiempo, escrita por H.G. Wells años después, en 1895. De hecho, no son pocos los estudiosos que opinan que Wells posiblemente se inspiró en esta bella marciana. La cosa mejora hacia el final, con una intriga política e intentos de asesinato. Eveena se sacrifica para que su amado pueda dejar el planeta y volver a la Tierra. Greg prometió un segundo volumen que nunca llegó a ver la luz.
Las razones por las que este libro destaca sobre otros con temas similares aparecidos en la misma época son diversas. Por supuesto, y no es poca cosa, la utilización de una palabra tan bella como astronauta, «marinero de las estrellas». Ha pasado a convertirse en algo tan cotidiano y manido que perdemos de vista su poético significado. Por otra parte, Greg anticipó correctamente la ingravidez en el viaje espacial y llenó los primeros capítulos de su libro con datos científicos cuidadosamente detallados. Su interés por dotar de verosimilitud a la historia lo apartaba de muchos de sus colegas escritores.
En tercer lugar, Percy Greg fue el primer escritor que imaginó un lenguaje alienígena de forma minuciosa, incluyendo tablas de lingüística y declinaciones, algo que no se había hecho hasta la fecha y que permanecería como la más detallada lengua imaginaria de la literatura hasta que Tolkien introdujo las lenguas élficas en su obra.
Y, por último, esta novela fue también vanguardista como iniciadora del subgénero del «romance interplanetario», un línea de la ciencia-ficción muy visitada en las revistas pulp de años posteriores. El «romance interplanetario» es básicamente un relato de aventuras cuya acción se sitúa en otros planetas. El origen de este tipo de ficciones se encuentra en fantasías de civilizaciones perdidas como Ella de H. Rider Haggard y novelas de capa y espada como El Prisionero de Zenda (1894) de Anthony Hope. Normalmente, el protagonista es un terrestre, valiente, heróico, caballeroso y hábil guerrero que combate contra monstruos o malvados alienígenas, enfrentándose al peligro con gallardía y ganándose el amor de una princesa nativa. Veremos en futuros artículos más ejemplos de este tipo de aventuras, siendo el más popular de ellos el ciclo de relatos de John Carter, escritos por Edgar Rice Burroughs muchos años después.
Con esta novela adelantada a su tiempo, Greg llevó a sus lectores a un mundo de maravillas extraterrestres que mezclaba elementos tecnológicos propios de la ciencia ficción con otros de tipo místico, como la telepatía.
Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Este texto apareció previamente en Un universo de ciencia ficción y se publica en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.