Syndromes and a Century (2007), de Apichatpong Weerasethakul, es una película que no facilita las cosas al espectador. La vi en el Festival de cine de Gran Canaria y en el coloquio posterior a la película, alguien del público dijo que no soportaba los planos que se mantienen sin ninguna razón, que no sirven para nada.
Una mujer replicó que a ella no le había pasado eso, sino que le había gustado tanto que deseaba verla otra vez.
El director de sonido, que estaba allí, junto a uno de los actores, explicó que la longitud de una toma es un asunto subjetivo, y que cada espectador puede ver de distinta manera un mismo plano que se mantiene más tiempo del habitual, mirar lo que le interesa, fijarse en este detalle o aquel otro.
Probablemente los dos bandos tienen razón.
A mí me sucedió en la segunda parte de la película lo mismo que al primer espectador: no entendía por qué ciertos planos vacíos e inmóviles se mantenían durante un tiempo que acababa haciéndose interminable. Eso provocó que, finalmente, la película me resultase aburrida, incluso tediosa. Sin embargo, el estilo de Syndromes and a Century es muy semejante al de la anterior película de Apichatpong, Tropical Malady (2004), que me gustó mucho.
Tal vez Tropical no me aburrió porque era una especie de pesadilla que mostraba extraños lugares, selvas espesísimas, gentes sudorosas y semidesnudas, humo, frutas lujuriosas, soldados perdidos en los bosques, mundo onírico y real. No sucede lo mismo en Syndromes, que es costumbrista y se desarrolla en su mayor parte en un hospital.
Así que yo podría haber mantenido la opinión de la espectadora y el sonidista si se discutiese acerca de Tropical Maladyen vez de acerca de Syndromes. Pero, como no se trataba de Tropical, me pareció más razonable la opinión del primer espectador.
Cuando una película descuida los métodos tradicionales y las formas narrativas habituales, se arriesga a resultar interesante para un número muy reducido de espectadores. En el selecto grupo de espectadores de Syndromes(asistentes a un festival de cine interesados en cine asiático) me temo que fuimos más los que nos aburrimos.
Al día siguiente leí una crítica de la mujer que defendió la película, en la que reconocía que a veces resultaba tediosa. Ya no parecía tan entusiasmada como el día anterior y se veía obligada a advertir que la película no sería muy adecuada para quien no soportase un largo plano en el que aparentemente no sucede nada.
Imagen superior: «Sátántangó» (1994), de Béla Tarr, filmada en blanco y negro, con un metraje que supera las siete horas, está inspirada en la novela homónima de László Krasznahorkai.
A veces, uno tiene la sospecha de que algunos directores emplean un determinado estilo de realización a propósito para ser premiados en los festivales y ser elogiados por cierta crítica. La verdad es que se puede vivir bastante bien como cineasta sin tener éxito de público, pero teniendo prestigio en Europa.
Eso le sucede a Woody Allen, que sobrevive como cineasta gracias a Europa, algo que nos llena de placer a quienes nos gusta Allen.
Pero algunos críticos parecen interesados en elogiar casi de manera mecánica todo aquello que se aleje del gusto mayoritario, probablemente porque eso les hace sentirse más listos. Reaccionan como perros pavlovianos si reciben un mismo estímulo (planos largos, lenguaje críptico, desorden temporal narrativo), pero creo que tiene razón José Luis Guerín al negarse a este tipo de respuestas automáticas:
“Eso es algo que yo veo claro como profesor de cine ‒dice‒: no puedo dar clases como si fueran la transmisión de una serie de recetas para puesta en escena o guión, porque lo que funciona y es útil para un cineasta puede ser un desastre para otro. Cada película debe observarse como un organismo singular, único y complejo.”
Las tomas larguísimas, clavadas en un escenario vacío; las historias contadas de manera casi críptica, que el espectador sólo entiende si alguien antes o después le explica lo que el director ha querido decir; la necesidad de un desciframiento y la inevitabilidad del tedio es algo que llegó a estar muy de moda en los años sesenta y setenta del siglo pasado, como señala V.F. Perkins en El lenguaje del cine: “Ivor Montagu opina en Film Word que el cine de masas es como el bingo y los bolos que constituyen el atletismo de los no atletas”. Para él, aquellos que aspiran “a un alimento más sólido, deben sufrir a veces los rigores de los duros bancos que mantiene despiertos sus sentidos”.
Perkins dice que no conoce “declaración más sucinta, en términos cinematográficos, de la vieja idea de que la virtud se halla en las penalidades y que todo lo que es agradable debe considerarse con reticencia. Naturalmente, el punto de vista que considera el arte como una forma de flagelación excluye la aceptación de una diversión sin esfuerzo. El cine sólo valdrá la pena cuando sirva de test intelectual… hasta un cierto punto, el volumen de actividad intelectual que de un modo patente es necesario para comprender un film se ha convertido en una norma para valorar su calidad… Cuanto mayor es el éxito de un film, menores son sus posibilidades de ganarse la aprobación de aquellos cuyo principal placer en el cine procede de la gratificación intelectual; debe ser inaceptable para aquel que lo que quiere son películas que adulen su coeficiente de inteligencia, permitiéndole descifrar satisfactoriamente “el mensaje”.”
Perkins, que es uno de los teóricos del cine más equilibrados que conozco, no se tira de cabeza hacia el otro lado, hacia el desprecio a cualquier análisis intelectual, sino que razona de forma elocuente:
“No hay duda de que el ejercicio mental es uno de los placeres del cine. La caza del sentido es un pasatiempo agradable, aunque no nuestra única satisfacción legítima. El valor de las películas no procede únicamente, o principalmente, de su similitud con esos crucigramas en los que las claves son lo bastante difíciles para que su solución sea gratificadora, pero no tan difíciles como para frustrar del todo al solución”.
Me parece, en efecto, que algunos críticos selectos caen en el error de no distinguir entre un uso interesante o no, adecuado o no de las técnicas heterodoxas, como si el hecho de usarlas fuese suficiente. Pero del mismo modo que el llamado cine comercial uno puede apreciar una película y detestar otra a pesar de tener una factura semejante, en el cine dirigido a un público menos masivo el uso de una técnica determinada no califica la película como buena o mala, interesante o no.
Perkins termina diciendo que para críticos como Montagu, “el placer en el dolor parece más defendible que el placer en el placer” y suponen que para que algo sea interesante “debe ser al mismo tiempo un poco aburrido o desagradable”.
Imagen superior: «La eternidad y un día» (1998), de Theo Angelopoulos, ganó la Palma de Oro en Cannes. Su protagonista es un escritor moribundo (Bruno Ganz) que ayuda a un pequeño inmigrante albanés (Archileas Skevis) con el propósito de dar sentido a sus últimos días.
A mí me fastidia la tendencia del cine de Hollywood a dividir un diálogo en montones de planos y contraplanos frenéticos o intensos, rostros salteados vistos desde todos los puntos de vista y en todos los tamaños posibles, pero la manera en que Apichatpong mantiene deliberadamente la cámara en un mismo encuadre, como si se tratará de cine mudo, sin permitirse apenas una sola alegría, tampoco me convence. Al menos en Syndromes, pues en Tropical Malady no me molestó.
Se supone que eso es más realista y neutral, y ya sabemos, por supuesto, que lo hace adrede: no es que no sepa que en los años 20 y 30 se aprendió que se podía mover la cámara. Lo que Apichatpong nos dice es: “Yo planto la cámara y no condiciono al espectador, no dirijo su atención ni le manipulo mediante el cambio de plano o el montaje”.
Eso, que puede tener algo de razonable si pensamos en lo manipulador que puede llegar a ser el montaje, acaba siendo tan poco realista o neutral como el montaje más ideológico. Porque la de Apichatpong es también, en definitiva, una manera de significarse del director, de mostrar la parte técnica que hay detrás de lo que vemos.
Porque lo cierto es que, cuando una conversación nos interesa, queremos acercarnos más y oírla mejor y, precisamente por eso, admitimos y deseamos que la cámara se acerque coincidiendo con el aumento de nuestro interés. Es un lenguaje aprendido, por supuesto: podríamos seguir viendo el cine como se veía en sus inicios, como si se tratara de teatro grabado, por ejemplo. Pero, aunque sea un código aprendido, nos cuesta ver el cine de aquella antigua manera, porque sabemos que ahora el cine nos puede acercar las cosas hasta nuestra butaca.
El director y el montador consiguen, mediante la realización y el montaje que algo nos interese, y entonces satisfacen a nuestras expectativas mostrándonos eso que queremos ver.
Imagen superior: «Tropical Malady» (2004), de Apichatpong Weerasethakul.
Cuando Apichatpong nos muestra a dos personas hablando en un sofá o en la mesa de un restaurante, también elige el lugar que vamos a ver y el punto de vista. Él tampoco es neutral: nos está diciendo que en ese lugar pasa algo importante. Nosotros, por un movimiento instintivo del todo natural, queremos observar eso que nos propone con más atención, pero él se mantiene alejado y distante, como si el cámara fuese un tímido invitado de un coctel que no se atreve a acercarse a esas dos personas que tanto le interesan. De este modo, dota a la escena de una tonalidad, siempre distante, a veces fatigosa, que unifica y tiñe toda esa improvisación que al parecer Apichatpong permite en sus rodajes: porque su camarógrafo es el único que nunca se permite la más mínima variación. La película, que comienza resultando muy sugerente, acaba muriendo en la lentitud.
A propósito de la neutralidad y dejar en libertad al espectador, quizá en un futuro no muy lejano, el espectador podrá realmente seleccionar el foco de su interés, haciendo un zoom o un travelling, o pasando por corte de un plano general a un primer plano. El director lo grabará literalmente todo, incluso las habitaciones que no se ven en el plano, y cada espectador redirigirá su propia y personal película. Incluso llegará un día en que el espectador sencillamente se moverá por allí, sin necesidad de pantalla, acercándose o alejándose de lo que suceda en un salón del oeste, en un pueblo japonés o en una nave espacial.
Cuando ya no hablemos de películas sino, como proponía Ted Nelson, de virtualidades, tal vez acabaremos participando en la acción y creándola sobre la marcha y el director podrá presumir de manipular sólo mínimamente al espectador. Finalmente, todo ocurrirá en el interior de nuestras cabezas y el mundo exterior será como el mundo material para el Dios de Malebranche: sólo pensamiento.
Imagen superior: «Two Years at Sea» (2011), de Ben Rivers, carece de diálogos y se centra en la experiencia de un ermitaño en mitad del bosque.
Pero volvamos al presente. No se trata tan sólo de un problema de distancia, de ver de lejos las cosas que nos interesan, sino también de intención. Una conversación, cuando es vivaz, puede mantenerse sin un solo corte (podemos comprobarlo a menudo en las películas de Woody Allen) pero, si se trata de ver desde lejos algo que ya es en sí tedioso, es casi imposible no acabar aburriéndose.
Podemos llegar a entender o soportar no entender cosas aparentemente difíciles, pero la sensación de aburrimiento no depende de nuestra voluntad intelectiva. Por interesante que sea un discurso, desearemos que termine de una vez si dura seis horas o si el orador es tedioso. Aunque yo también intento preparar mis clases para que resulten entretenidas, entiendo que de vez en cuando un alumno dormite mientras yo hablo en una clase que dura cuatro horas.
Al parecer, Syndromes es una película cargada de significados: los extractores de aire son serpientes budistas; la variación de los colores entre la primera y la segunda parte tienen una explicación psicológica o social, porque muestran dos momentos diferentes en la vida de los protagonistas, etcétera.
La historia, que en la primera parte parece tener algún tipo de sentido comprensible, acaba derivando hacia situaciones difíciles de entender. Se supone que pasan cuarenta años en la película, pero eso no es fácilmente perceptible para el espectador, al menos para el espectador occidental, menos habituado al envejecimiento de muchos rostros asiáticos y a las modas tailandesas de vestuario o peinado de hace décadas. Naturalmente hay algunas claves aquí y allá, y en una segunda visión es seguro que se entenderán muchas cosas que pasan inadvertidas. Es una de esas películas que se entiende mejor leyendo una entrevista al director que viéndola.
Evidentemente toda experiencia artística puede ser enriquecida con el análisis, la comparación o el estudio, y a menudo nos sucede que salimos del cine pensando que no nos ha gustado la película, hasta que alguien nos explica algo que no percibimos o no entendimos, y entonces, de repente, cambiamos de opinión y pasamos a admirar la película. Pero no creo que ese sea el caso de Syndromes.
Lamentablemente, la intención de Apichatpong en Syndromes es llenarla de significados y darnos las menos pistas posibles para entenderlos.
Parece que es un relato autobiográfico y que una parte son los recuerdos de la madre y otros los del padre, pero la información necesaria para entender todo esto se proporciona con cuentagotas. Sospechamos algo al ver una misma escena contada dos veces, y es interesante darse cuenta de que una misma conversación (el primer encuentro entre la madre y el padre de Apichatpong), no transcurre en el mismo lugar, y que no todo el diálogo coincide.
¿Quiere esto decir que el director ha querido mostrar lo poco fiables que son nuestros recuerdos, que la madre recordaba ciertas cosas y el padre otras? Podemos imaginar que los padres de Apichatpong le contaron el mismo recuerdo con ciertos detalles diferentes.
Es cierto que modificamos a lo largo del tiempo nuestros recuerdos, como se muestra en aquel “I Remember It Well”, la famosa escena de Gigi en la que Maurice Chevalier y Hermione Gingold recuerdan el día en que se conocieron y no se ponen de acuerdo en nada: ni en el vestido que llevaba ella, ni en quién habló primero, ni siquiera en dónde sucedió todo. ¿Pretende Apichatpong decirnos lo mismo, pero en vez de a través de un diálogo mostrándonos las dos versiones de una misma historia?.
Si es así, resulta ingenioso, pero ¿no habría resultado mejor si se entendiese durante la película? ¿Para qué esconder un hallazgo como ese? ¿Es preferible reservar eso para los expertos, para los críticos destripadores, en vez de ofrecérselo a todo el público?
El público percibe, por supuesto, que hay escenas que se repiten, aunque no se repiten exactamente de la misma manera, pero eso sólo le provoca extrañeza: si no ha leído el libro de instrucciones o alguien le ha avisado de antemano, imaginará cualquier cosa.
Para quienes no conocíamos los datos necesarios para entender Syndromes, las conclusiones tal vez sean muy diferentes.
La sensación que yo obtuve a medida que avanzaba la película es que no se trataba de un simple hospital, sino más bien de un hospital psiquiátrico, y que los doctores y enfermeros en realidad estaban locos. Algo así como una variante del cuento de Poe El sistema del Profesor Tarr y del doctor Fetter, en el que los locos ocupan el lugar de sus médicos. Pero no parece que tenga nada que ver con ello, lo que nos hace dudar de si los médicos tailandeses no se comportan, aunque estén cuerdos, de un modo un poco extraño.
En el llamado cine de autor, o cine de festival, existe la tendencia a ocultar una información básica, lo que impide que el espectador corriente perciba algo que sólo podrá entender quien posee esa información. Dudo que eso mejore la obra y creo que más bien es una maniobra vanidosa y un poco pedante.
Tropical Malady era fascinante, aunque tampoco se entendiera mucho, porque no hay por qué entenderlo todo, pero Syndromes, en mi opinión, carece de esa fascinación y lo críptico del argumento queda agravado por la lentitud de la realización. Tal vez sea un poco injusto, pero es inevitable recordar lo que decía Billy Wilder: “Hay quienes creen que ser lentos y oscuros equivale a ser profundos”.
Imagen superior: «Syndromes and a Century» (2007)
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