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El amor gay en la ópera

La ópera se hartó de mostrarnos relaciones amorosas pero, por razones obvias, ha tardado en contarnos el amor entre dos individuos del mismo sexo. No parece anterior a nuestro siglo tal novedad.

Digamos que se trata de Saúl y David (1902) de Karl Nielsen. ¿Es casual que Dinamarca, la patria de Nielsen, sea pionera, hoy, en cuanto a matrimonios homosexuales? En cualquier caso, estamos ante un episodio bíblico, el amor entre David y Jonatan (libro primero de Samuel), que reproduce, más o menos, la leyenda mesopotámica de Gilgamesh, la epopeya más antigua que se conserva. Bohuslav Martinu le dio forma de oratorio.

En 1905 Richard Strauss estrena su escandalosa Salomé, basada en Oscar Wilde, donde el paje de Herodías (papel prudentemente confiado a una cantante) declara su amor por Narraboth, que ama a Salomé, que ama a Jokanaán, que ama a Cristo (descendiente, por línea materna, del mencionado David, que hoy clasificaríamos de bisexual). La tragedia wildeana es la tragedia del amor como deslizamiento infinito y, finalmente, como una suerte de enajenación místico-erótica que más tiene que ver con la muerte y el martirio que con los placeres de la cama (que lo diga también el rechazado Herodes, que ama a Salomé y etcétera).

Amores homosexuales irán apareciendo con cierta regularidad en la ópera contemporánea: Lulú de Alban Berg, sobre Franz Wedekind (estreno póstumo de 1937, revisión de Cerha de 1979), termina cuando la Condesa canta por su amada Lulú; Billy Budd, de Benjamin Britten (1951), ilustra la narración de Herman Melville donde la sádica atracción del capitán por Billy se convierte en una suerte de sacrificio del inocente (con varios desafíos: el tenor debe ser un jovencito apolíneo y tartamudo, y todas las voces son masculinas); de 1967 data Bomarzo de Alberto Ginastera, sobre libreto de Manuel Mujica Lainez, donde el contrahecho duque del título se ama con su esclavo negro Abul, personaje mudo como el Tadzio de La muerte en Venecia (1974) de Britten, ambos emblemas de la callada belleza del cuerpo y símbolo del ser amado como un invento de la imaginación del amante.

Los ejemplos se suceden: The Knot Garden (1970) de Michael TippettRimbaud (1978) de Lorenzo Ferrero (sobre la tempestuosa relación entre Rimbaud y Verlaine); A Quiet Place (1983), de Leonard Bernstein, y la curiosa Harvey Milk, con música de Stewart Wallace y libro de Michael Korie, que se estrenó en la New York City Opera el 21 de abril de 1995 y se basa en la vida del personaje que la titula, primer responsable político norteamericano que se proclamó públicamente homosexual, y que fue asesinado en 1948, tras su elección como concejal por San Francisco.

Con ser muy significativos de una creciente libertad de expresión, estos ejemplos resultan un tanto obvios. Menos evidentes son otros, que se pueden rastrear en la historia de la ópera y que, refugiados en la ambigüedad de la música, han evitado los riesgos de la prohibición. No tienen la certeza de los expuestos pero ¿hay certezas en el amor, sobre todo en el amor cantado por lo héroes y heroínas operísticos?

¿Cuál es la relación entre Don Giovanni y Leporello en la ópera de MozartDa Ponte? Las mujeres pasan por la vida del Burlador (aunque no por su cama, al menos en esta pieza) y el escudero permanece hasta el final. La pareja de Don Juan es él, no sólo en cuanto va dicho, sino porque están asociados en la serie de escarnios que ensayan contra la gente «normal».

Algo similar ocurre entre Hoffmann y Niklausse (papel cantado por un varón o una mujer, indistintamente) en la ópera de Offenbach. Hoffmann aborda a varias mujeres con regular mala suerte, sin distinguir si son de carne y hueso o meras autómatas. Finalmente, la única que corresponde a su amor sin mayores inconvenientes es la Musa (en algunas versiones, la misma cantante y actriz hace de Niklausse y la Musa), es decir: una mujer sobrenatural y escasamente corpórea. De nuevo, la pareja constante es el amigo.

Mejor les va a Zurga y Nadir en Los pescadores de perlas de Bizet. Ambos, cada uno por su lado, se enamoran de una misma mujer, la sacerdotisa Leila, y evocan el mágico momento del encanto amoroso en un dúo (Au fond du temple saint) que es un auténtico diálogo de enamorados. En efecto, los dos amigos han descubierto que tienen algo en común, algo femenino y sagrado (¿la madre?, ¿hay algún psicoanalista cerca?)

A veces se dice que la devoción de Kurwenal por Tristán en el drama wagneriano es de carácter amoroso y que Isolda, la hechicera mortífera, viene a interferir tan tranquilo idilio. No comparto esta lectura. Hay entre señor y siervo, entre caballero y escudero, una relación de fidelidad estamental, es decir de jerarquía. Implica cierta dosis de amor, como la del hijo y el padre, la fraternal, etcétera. El amor como tal, en Wagner, está ejemplificado por la fusión místico-erótica de los protagonistas, que comporta una pérdida de la identidad («No más Tristán, no más Isolda», etcétera), en tanto en un vínculo de señorío/servidumbre cada uno siempre debe ser quien es. Otra cosa es pensar el amor como una relación entre amo y esclavo a la manera hegeliana, en la cual el esclavo se vuelve esencial al amo, y acaba señoreando sobre éste, que no puede existir sin aquél.

Vamos a casos más fuertes y menos cercanos. Ifigenia en Táurida de Gluck (1779) suele señalarse como la ópera carente, por excepción, de todo asunto amoroso. Una hermana y dos amigos, aunque sean todos muy cariñosos, es cierto, dan escaso margen al amor erótico, por llamarlo de alguna manera. Sin embargo, la relación entre Pílades y Orestes, griegos clásicos ellos, es, como igualmente en la contemporánea obra de Goethe, amorosa. El primero lo declara en un aria: unidos desde la infancia, siempre tuvieron el mismo deseo. No hace falta decir cuál. O sí: se trata de morir juntos, de desaparecer a la vez, de ir al Elíseo de los héroes cogidos de la mano: «La propia muerte es un favor pues la tumba nos reúne.» Luego, cada cual ofrecerá su vida por el otro. Por fin, como estamos ante los dioses clementes de la Ilustración, el sacrificio se evita y los amigos pueden seguir juntos en este mundo.

Verdi, sumo conocedor del corazón humano, que desplegó todos los temas y variaciones del amor, no podía negarse ante un par de casos de enamoramiento homoerótico. En Un ballo in maschera (1859), el conde o rey (según las versiones) se enamora de la mujer de su amigo más fiel y cercano. Cuando nos lo hace saber (en el aria «La Rivedrà nell’estasi») nos describe a la mujer amada haciendo el amor con su marido. ¿Con quién se identifica Ricardo/Gustavo? ¿Con él, con ella, con el mirón que asiste a la prohibida escena?

El protagonista es un buen mozo simpático, juguetón, querido por su pueblo y que cuenta con la devota admiración de Renato. No se le conocen mujeres. Es una especie de solterón divertido que va a todas partes con el paje Oscar, un chico ambiguo que encarna una soprano travestida de varón. Hacia el final de la obra, poco antes de que el marido que se cree traicionado apuñale al enamorado pero no amante de su esposa, Oscar canta unas coplillas muy sugestivas: «Quisiérais saber de qué se disfraza cuando quiere ocultaros algo… Mi corazón late lleno de amor pero, por discreción, guarda su secreto.» ¿Qué secreto guarda el paje? No lo sabremos (de lo contrario, sería mal secreto). «Oscar lo sabe, pero no lo dirá…» El comentario a estas enigmáticas palabras es un no menos enigmático tra-la-lá.

En Don Carlos (1867) la relación entre el protagonista y Rodrigo de Posa tiene un evidente tono amoroso. En el dúo de Yuste no hacen más que decirse ángel consolador, hermano fiel, salvador y demás ternezas. Cuando Don Carlos confiesa su amor por Isabel, Rodrigo lo aparta de tal cosa recordándole que es su madre (es sólo su madrastra y antigua prometida) y agrega: «Rodrigo aún te ama.» Luego, superponiendo las voces, claman libertad y prometen vivir y morir juntos.

La obra podría hacerse girar en torno al tema del padre inalcanzable. Felipe II es incapaz de inhumar al Emperador, su padre, que se aparece en forma de fantasma. Su padre sustituto, que lo somete sádicamente a la ortodoxia, es el nonagenario y ciego Gran Inquisidor. ¿Con quién se puede identificar Carlos? Evidentemente, con Rodrigo, que lo cuida como a un hijo y le señala nuevos rumbos: la liberación de los flamencos. Cuando Carlos se insurge ante Felipe, en el cuadro de Atocha, quien lo desarma es Rodrigo, confirmando que el príncipe lo acata como a un padre.

En la escena de la cárcel, Rodrigo se despide de Carlos con las frases que la ópera suele atribuir a los enamorados moribundos: nos veremos en el cielo, muero feliz porque muero por ti, quisiera que reinaras para ofrecerte mi vida, etcétera. Lamentablemente, mis palabras carecen de la música verdiana, que dice todo lo que falta en ellas.

Ni Gluck ni Verdi tenían «esqueletos en el armario». No eran homosexuales que pretendían mostrar disimuladamente sus tendencias inconfesables. Lo mismo podría decirse de MozartWagner o Bizet. Se trata de artistas que tienen, como siempre el arte, la facultad de tornar universal cualquier caso peculiar. Y así es el amor: lo sentimos todos y lo siente cada cual. Por eso es universal y personal, y nada tiene que ver con géneros o categorías. Por otra parte, los personajes del teatro carecen de cuerpo y, por lo mismo, de sexualidad. Cuerpo tenemos lo actores y los espectadores, y aquéllos encarnan en nosotros.

Lo notable de estos casos es que los censores, tan celosos en otros aspectos de las obras (el religioso y el político, sobre todo), hayan dejado pasar estas muestras de amores heterodoxos, que bien podrían haber sido consideradas muestras de inmoralidad. Ni ellos ni el público (fácilmente escandalizable, en su momento, ante obras hoy tan inocuas como La traviata o Madame Butterfly) advirtieron unos entresijos que, si se quiere, se perciben con nitidez.

Hay que concluir que cuando la censura está muy hondamente metida en el censor, le impide ver lo censurable. Para aquellos controladores y aquellos públicos, el amor infrecuente no era malo ni bueno: simplemente, no existía y lo inexistente no puede prohibirse.

Imagen superior: Aaron Blake y Joseph Lattanzi en «Fellow Travelers» © Philip Groshong, Cincinnati Opera.

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Blas Matamoro

Ensayista, crítico literario y musical, traductor y novelista. Nació en Buenos Aires y reside en Madrid desde 1976. Ha sido corresponsal de "La Opinión" y "La Razón" (Buenos Aires), "Cuadernos Noventa" (Barcelona) y "Vuelta" (México, bajo la dirección de Octavio Paz). Dirigió la revista "Cuadernos Hispanoamericanos" entre 1996 y 2007, y entre otros muchos libros, es autor de "La ciudad del tango; tango histórico y sociedad" (1969), "Genio y figura de Victoria Ocampo" (1986), "Por el camino de Proust" (1988), "Puesto fronterizo" (2003), Novela familiar: el universo privado del escritor (Premio Málaga de Ensayo, 2010) y Cuerpo y poder. Variaciones sobre las imposturas reales (2012)
En 2010 recibió el Premio ABC Cultural & Ámbito Cultural. En 2018 fue galardonado con el Premio Literario de la Academia Argentina de Letras a la Mejor Obra de Ensayo del trienio 2015-2017, por "Con ritmo de tango. Un diccionario personal de la Argentina". (Fotografía publicada por cortesía de "Scherzo")