En Munich y en 1865 estrenó Wagner Tristán e Isolda. Aún no había concluido su tetralogía, ni su comedia, ni su festival sagrado. La obra tiene un valor fronterizo por ser la primera –y con Parsifal‒ las únicas estrictamente considerables como dramas cantados, sin huella de ópera, sin números cerrados (salvo que se considere tal la cancioncilla del marinero que abre la acción).
Aporta, además, el célebre acorde tristanesco, de tonalidad indefinible y que puede resolverse en cuatro acordes tonales distintos, acaso característicos de los cuatro principales personajes –Tristán, Isolda, Brangania y Marke‒ y que difuminan la definición tonal del preludio, ideal y nunca expresa, como la estudió en su día Arnold Schönberg.
Toda la obra, según cabe especular, es una prolongada y compleja modulación desde el la ideal (mayor o menor, según se mire) hasta el real si mayor con que concluye la Libestod de la soprano. Estas vacilaciones sabiamente reconducidas tienen un valor expresivo porque siembran la partitura de tensiones y cromatismos sucesivos que diseñan las contradicciones y ansiedades de los personajes entre sus dos deseos fundamentales: morir y eternizarse.
Entretejidos, los temas que insisten en la literatura amorosa de Occidente: el amor como un fenómeno asocial que aísla del mundo a los amantes, y que recibe el estímulo de ser ilegal y sustraerse a controles morales y jurídicos, abriéndose a un mundo-otro donde todo es posible a la vez que ignoto. Una mística sin religión, erótica si por tal entendemos la disolución de los sujetos en el magma de la entrega apasionada. Una deriva por la superficie del mundo en busca del lugar inhallable y trasmundano, que hace del amor algo del orden de lo ideal y que vuelve extraño lo real cotidiano, cuyo emblema es la falacia del día frente a la oscura verdad de la noche. Un romántico y wagneriano ejercicio de ilusión y desengaño que convierte la vida en un anhelo de trascendencia que apunta en dos direcciones: la divinidad y la música, ambas destinatarias de la calidad inefable de la vida misma.
Más decisivo que todo lo anterior es, quizás, el predominio de lo femenino como agente del fenómeno amoroso, lo cual envuelve, según la clásica fórmula de Denis de Rougemont en El amor y Occidente, toda la literatura amorosa occidental con una diversidad retórica que insiste en una difusa religión heterodoxa y acaso también herética: el Dios único, patriarcal y masculino de los monoteísmos semíticos es sustituido por una diosa.
Cabe asociar estas notas, que aparecen en la poesía del amor cortés a la cual se enlaza el mito medieval tristanesco, con la religión de los cátaros, según la estudia Michel Roquebert (La religion cathare. Le bien, le mal et le salut dans l´hérésie médiévale). Efectivamente, ella concibe la unión amorosa como un matrimonio místico mediante el cual el espíritu devuelve el alma a su morada originaria y celestial, sustrayéndola a las miserias infernales de este mundo.
Los cátaros o albigenses creían que somos almas expulsadas del Cielo a esta Tierra que es el Infierno para seguir una serie de reencarnaciones que obran como camino de perfección. Son siete o nueve y acaban en un cuerpo de mujer, que es su grado más alto.
No resulta descaminado atribuir esta deriva a un Wagner que, por vía de Schopenhauer, se asomó a las religiones orientales, el hinduísmo y el budismo de los Tantras, teñido de erotismo sexual.
Aquí los amantes invocan a la Señora Minne, versión germánica de la Sakti hindú, Madre de las madres, la Divina Abuela. No olvidemos que el trovador germánico es un Minnesänger, un cantor de Minne. Tampoco, que minnen es amar y minnig, amoroso.
En efecto, el drama se puede caracterizar como un movimiento propuesto y conducido por las dos mujeres: la reina Isolda y su asistenta Brangania. Ambas invocan, a su vez, las hechicerías de la madre regia, cuyas pócimas llevan en oportunos cofres durante el viaje marino que conduce a Isolda hacia la corte del rey Marke con la compañía, odiosa y fascinante, del caballero Tristán.
En este orden, la obra pertenece al mundo wagneriano de la religiosidad pagana, nunca ausente de sus poemas, ya que en Lohengrin, Tannhäuser y Parsifal los elementos cristianos soportan un raro mestizaje con esoterismos de la paganía y así el Papa de Roma convive con la diosa Venus, los caballeros del Grial celebran unas misas sectarias, Kundry es una reencarnada –¿el eterno femenino? ‒, hay brujos eficaces como Ortruda y Klingsor, fetiches como la lanza milagrosa que cura la venérea llaga de Amfortas, birlibirloques como un cisne que conduce al redentor Lohengrin a su reino mágico o el pase de manos de Parsifal, que transforma un tierno jardín en un ceniciento desierto.
Al revés del tópico heroico, que pone siempre al varón en el lugar pugnaz y activo del paladín, aquí es Isolda el personaje que actúa, señorea y decide, frente a un Tristán pasivo, arrobado y servil.
De temible, y no es para menos, adjetivan la asistenta y el escudero Kurwenal, a la altiva señora. Esto es amor y quien lo probó, lo sabe, diría Lope de Vega. Ella es quien recibe al malherido y agónico Tristán, lo cura de sus males y evita dejarlo morir, según correspondería a un acto de venganza porque fue Tristán quien mató a su amante Morold.
Es, tal vez, el único momento de erotismo físico del cuento, que ocurre antes de la acción. Cabe imaginar a la reina manipulando el cuerpo dolorido, coagulado y sudoroso del hombre, ante el cual una repentina compasión lo mantiene vivo para que, luego, al fin del primer acto, por una intriga de Brangania, el filtro de la muerte se convierte en el filtro del amor, es decir un afrodisíaco tóxico con fecha de caducidad, ya que despertará en los enamorados un anhelo de muerte. Todo porque la mirada del moribundo implora, desde su debilidad, el señorío de la mujer, mujer al fin: madre de la vida. Ya lo dije: una tremenda tensión entre dos extremos que se tocan, mucho más de lo que habrán de tocarse los amantes.
Matizo: es la música quien los toca, los entrevera, los mezcla y los disuelve porque, a pesar de los pesares, la música carece de manos y respeta lo intocable y sagrado que está en juego. Isolda dice, antes que nada, que odia a Tristán pero, a la vez, lo ve como un héroe elegido y perdido, enorme, santo, valiente, astuto, con el corazón y la cabeza consagrados a la muerte, servidor del rey Marke ante el cual la conduce como si fuera un cuerpo exánime, muerto.
Al pedir a Brangania que le alcance el veneno, le está sugiriendo que, en verdad, le alcance el antiveneno, el antídoto, la sustancia que concilia sus insoportables tensiones. Sühnen, conciliar, lleva a la Versöhnung, la conciliación, que envuelve la raíz Sohn, hijo. Al perdonarle la vida, Isolda se la da, como una madre a su vástago.
Un psicoanalista –no necesariamente argentino, cabe aclarar‒ diría que esta es la clave de la intriga, la que lleva a los amantes a disolverse en la diosa Minne, a feminizarse y divinizarse, todo por junto.
En alemán, al revés que en castellano, en un giro de virguería babélica, el amor es femenino: die Liebe. “Oh, dicha mentirosa, alegría consagrada al engaño” canta Brangania como quien no quiere la cosa.
Se sabe que Wagner está impregnado de schopenhauerismo cuando compone Tristán. Ve el mundo de lo sensible como un tejido de apariencias que atrae y decepciona al querer que se dirige al absoluto y definitivo Objeto de los objetos. El hindú velo de Maya, si se prefiere. Pero si Schopenhauer desagua en el pesimismo, en la torva tristeza del desengaño, en Wagner llevará a una suerte de orgasmo mortal y a la vez cósmico, la disolución el hálito del mundo, donde somos más de lo que fuimos, la muerte de amor, una celebración. ¿De qué? La respuesta de la música es la gozosa resolución del si mayor final, más allá del cual está el gran efecto omnímodo de la mú- sica: el silencio.
A la primera excitación del brebaje, la exaltación del encuentro y el reconocimiento, sigue un aplacamiento mortal cuando lo único que puede decir cada uno es el nombre del otro. Adviene la placidez del querer morir, el dulce acabamiento de la muerte por amor. Los enamorados ya no quieren sino que son queridos y requeridos por la diosa. Isolda lo dice a Brangania durante la anhelosa espera de la llegada de Tristán: “¿No conoces a la Señora Minne? ¿No, su mágico poder? ¿A la reina del más audaz coraje? ¿La regenta del devenir mundano? Vida y muerte son sus siervos, ella teje sus placeres y sus dolores, trasmutando la envidia en amor”: Minne, la luz negra, la única que brilla en la noche. La reina Mab que aproxima a los amantes shakespearianos, Romeo y Julieta. Poseídos, tras beber el hechizado filtro, los de Wagner hablan en tercera persona, son ese tercer elemento en que se han transfigurado. Invocan a dúo a “la anhelosa Minne” que ondea y florece, amor doliente, beato ardor por el cual desaparece el mundo y el Tú es la única consciencia del desvanecido Yo, una suerte de inopinada consciencia de nadie.
Nuestro amor, si acaso, no ya el tuyo ni el mío, en ese morir de amor, ese acceso a la eternidad de la diosa, tal vez un renacimiento, una transmigración inconcebible entre la vida y la muerte, que sólo la música puede tocar. La música se toca, según sabemos. Por eso, toda indecible palabra solamente puede cantarse. El suplemento o señorío musical es su única verdad.
Los amantes detestan el día: luminoso pero embaucador, frívolo, pasajero. Ensalzan la noche: tenebrosa, certera, grave, permanente. Morir se les torna dulce. Ambos cantan. “Húndete en lo profundo, noche del amor, hazme olvidar que vivo, acógeme en tu seno, libérame del mundo”. Y Tristán implora: “Déjame morir”. En el sueño eterno de la eterna noche está la verdadera consciencia.
Al morir, Isolda reconocerá, al fin, “el inconsciente y supremo placer”. Es la paradoja que se canta: la inconsciencia de la verdadera consciencia, la que se adquiere disolviéndose en el aliento del mundo.
El amor wagneriano es cósmico. Es la unidad eterna, sin despertar, anónima (namenlos, lo que no tiene nombre y sólo puede nombrar la música). Los amantes se intercambian los nombres, en el agudo momento sexual simbólico de la obra, el Uno andrógino, como en los ancestrales ritos matrimoniales agrarios levantinos, donde el hombre, en la noche nupcial, se vestía de mujer para consumar el coito. Minne, de nuevo, diosa materna y telúrica, deidad de la tierra que reside en el otro mundo. “Beber la respiración del mundo” que es divino.
Se ve que el encuentro tiene ese sesgo sexual simbólico ya que no parece llevar a la unión de los cuerpos sino al suicidio de Tristán y a la muerte de amor de Isolda, cuando ella alucina que el amante difunto revive para acceder a la verdadera vida, donde sólo hay música y silencio. Pero todo ocurre, como adelanté, en un contexto de ilegalidad. Los amantes se aíslan del mundo, se vuelven asociales, están diseñando un adulterio, con marido ofendido e incluido, el incólume y dolido Marke, secundado por las arterías de Melot y Brangania.
El amor en las letras occidentales es así: un mundo separado del Mundo y estimulado por la prohibición del tabú. En efecto, si se quiere rizar el rizo, la dilución de los amantes en una divinidad materna puede señalar un fondo de transgresión: el acceso a la madre que se consigue disolviéndose en una suerte de magma prenatal. Es lo que Sandor Ferenci denomina sentimiento oceánico, la perdida unión madre-hijo. Durante el día social estamos separados por el dualismo de la identidad personal: Tristán es Tristán e Isolda es Isolda.
En la noche erótica, por simbólica que sea, se asiste a un adualismo primigenio, a una anulación de las identidades sexuales a favor de la Unidad, sacra e inviolable. Es una constante romántica ésta de que amor condusse noi ad una morte, como dicen Paolo y Francesca según Dante.
En otro gran romántico de la ópera, Verdi, la situación se da en el mismo esquema, el dúo de amor de Un ballo in maschera, más breve y conciso que en Wagner, más latino pero igualmente triádico. Gustavo y Amelia se declaran su amor a orillas de la muerte, en un lugar de patíbulo y a medianoche. Por no faltar, no falta la hierba mágica del olvido. Gustavo es el mejor amigo del marido de Amelia, Renato, que llega oportunamente para enterarse del asunto.
Pero lo que en Wagner es místico, en Verdi es existencial. No hay doctrinas ni divinizaciones, hay palabras simplemente humanas, nada menos que humanas. Los amantes verdianos se dicen lo que nunca los amantes wagnerianos: Io t’amo. Y alcanzan a cantarlo en do mayor, la más elemental y luminosa de las tonalidades.
Las dos vertientes románticas del amor se encuentran para diferenciarse. Gustavo muere como Tristán, acuchillado por la venganza, y Amelia se desvanece, como Isolda. Pero todo ocurre en este mundo.
Vocalmente, Tristán e Isolda es la culminación de las tesituras wagnerianas pero con un revés que reúne lo exigente de unas potencias heroicas con un constante lirismo amoroso. Pauline Viardot-García, la gran cantante romántica, examinando esta partitura la hallaba impregnada de belcantismo. Los grandes wagneristas italianos –Toscanini, Guarnieri, De Sabata, a quienes nunca oí en vivo pero a los que añado una vivencia personal, la de Fernando Previtali, así lo entendieron, extrayendo con sus triunfales planos de claridad lumínica y meridional, todo lo que de acción operática tiene esta suerte de dramática cantata sinfónica a la que la tradición germánica podía dotar de hipnótica calidad visionaria en Furtwängler o de grandeza catedralicia en Klemperer.
En cuanto a voces, el elenco es innumerable. Opto, personalmente, por el dúo cimero de Kirsten Flagstad y Lauritz Melchior, la síntesis de la insolencia heroica y la íntima flexibilidad lírica, jamás exenta de tensión patética. Las conservan sus grabaciones, afortunado privilegio de nuestros años técnicos.
Nunca tanta transgresión poética, tanto desasosiego armónico y tanta noche perfumada de éxtasis mortal, se han transmutado en tanta alquimia sonora. En las demás figuras, las exigencias de textura y extensión resultan más canónicas.
Brangania es una mezzo aguda, que conviene tenga una timbración lo más parecida posible con Isolda. Así ocurre, por ejemplo, entre Birgit Nilsson y Grace Hofmann. En el papel traigo a colación dos nombres de eminente brillo; Kerstin Torborg en los años 1930 y Christa Ludwig en los 1960.
Marke es un bajo noble y cantante que mereció ser personificado por Gottlob Frick y Josef Greindl y hoy tiene un ejecutor modélico en René Pape. Para Kurwenal elegiría a un barítono claro y juvenil porque si bien en la leyenda originaria es el maestro de armas y preceptor de Tristán, aquí es su escudero y, por ello, menos añejo que el héroe. Baste un solo ejemplo: Dietrich Fischer-Dieskau. Llegados a este punto, huelgan las palabras que, como quiere Heine: “fallecen y dejan paso a la música”.
Imagen superior: Kurwenal, Tristán, Brangane e Isolda en el Acto I. Foto: Javier del Real © Teatro Real.
Datos de la producción del Teatro Real
Director musical: Teodor Currentzis
Director de escena: Peter Sellars
Instalación vídeo: Bill Viola
Figurinista: Martin Pakledinaz (†)
Iluminador: James F. Ingalls
Director del coro: Andrés Máspero
Tristan: Robert Dean Smith
El Rey Marke: Franz-Josef Selig
Isolde: Violeta Urmana
Kurwenal: Jukka Rasilainen
Melot: Nabil Suliman
Brangäne: Ekaterina Gubanova
Un pastor/Voz de un Joven Marinero: Alfredo Nigro
Un timonel: César San Martín
Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real (Coro Intermezzo / Orquesta Sinfónica de Madrid) 12, 16, 19, 23, 27, 31 de enero de 2014 4, 8 de febrero de 2014 18.00 horas
Copyright del artículo © Blas Matamoro. Publicado previamente en «Intermezzo», Asociación de Amigos de la Ópera de Madrid. Aparece en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.