El clarinete, Cenicienta de bandas militares y columnas de armonía para dar serenatas, fue enaltecido en el siglo XVIII cuando algunos astutos o geniales señores (Krommer o Mozart) prestaron atención a sus posibilidades tímbricas y expresivas.
Aquellas bandas y rondallas proveyeron de solistas a los compositores y el clarinete ganó su merecido lugar. Desde el extremo lirismo virtuoso del agudo hasta la lóbrega sugestión del grave, nuestro aerófono evoca la feliz fórmula que Andrés Segovia propuso para la guitarra: un planeta en miniatura.
Carl Maria von Weber abundó en obras para clarinete. Debemos esta riqueza, en buena medida, a su amistad con el clarinetista muniqués Heinrich Joseph Baermann, quien también consiguió que compusieran para su especialidad Meyerbeer y Mendelssohn, entre otros.
La maestría de la escritura weberiana se pone en evidencia cuando aborda estas páginas. En los Conciertos, por el dominio del contrapunto que entabla diálogos entre el solista y la orquesta. En el Sexteto, por la solución intimista de una masa en la que destacar personalidades tímbricas es cuestión de matices.
El clarinete weberiano canta romanzas de ópera, como todo el mundo en su tiempo, ataca furiosos arranques de ira, se divierte y se luce en variaciones de traca, distribuyendo colores y alturas con jocunda variedad. Si alguien teme a la monotonía, que renuncie a ella en cuanto encuentre a Weber.
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