Entre las tantas costumbres que nos identifican, los animales humanos tenemos el simbolismo y la guerra. Emitimos símbolos que se transmiten de boca en boca, se escriben, se tallan, se edifican y se esculpen. Tienden a perdurar. La guerra, a la vez, propende a destruir y aniquilar. Esta extraña y despareja pareja ha llevado a Toni Montesinos a escribir No habrá muerte. Letras del Gulag y el nazismo de Boris Pasternak a Imre Kertèsz (Fórcola, Madrid, 2018, 241 páginas).
El siglo XX, al cual pertenecen los escritores que Montesinos examina, ha sido pródigo en ambos fenómenos. El autor observa, acumulando y exponiendo en disciplinada serie, una especie de patético connubio entre exterminio y supervivencia. Ha habido una hambruna feroz de registrar lo ocurrido, centrando la atenta mirada del lector en el sistema de persecuciones que acompañó a las armas. Las dos grandes revoluciones de la centuria, el nazismo y el comunismo, enfrentadas a muerte en determinado momento de su historia, coincidieron en conductas que parecen copiadas entre sí, obra de una oscura y común genética de la masacre y la mordaza.
El exterminio racial y metódico, los fusilamientos, los campos de trabajos forzados, las cárceles clandestinas, los bombardeos a granel, los mendaces procesos, las torturas, parecieran estimular al silencio. Pero, por el contrario, esta obra vastamente homicida ha suscitado voces y páginas: novelas, diarios, crónicas, libelos, cartas, dramas teatrales, guiones de cine, discursos y, desde luego, volúmenes formales de historia. Nada ha escapado a la apasionada y doliente atención de Montesinos, que es palpable y audible en el anheloso respirar de su escritura.
Útil tanto al inquieto paseante de la lectura como al especialista, sea historiador general o de las literaturas comparadas, este libro es un viaje a través de la más tenebrosa faz de la condición humana en cuyo secreto penetra la luz, ínfima pero implacable, de la vergüenza y la memoria. Signan un siglo que, para muchos de nosotros, fue y será inexorablemente nuestro siglo.
Por momentos, al hilo de estas páginas, cabe que nos preguntemos por qué, en especial, estos regímenes se concentraron en castigar hasta con la muerte a determinados escritores. En nuestros días y en los ámbitos de las democracias liberales, resulta muy difícil la respuesta. Quizá se deba a algo que se ha perdido en nuestra vida política: la fortaleza de las doctrinas. El comunismo y el nazismo fueron densamente doctrinales. Encarnaron la idea y la voz, necesariamente única, de la irresistible Verdad, la Verdad de la Historia y la Verdad de la Raza. La simbolizaron en banderas, escudos, emblemas, cánticos, desfiles, en fin: imágenes, sonidos y letra escrita. Este aplastante simbolismo los condujo a un perpetuo estado de guerra contra los enemigos ostensibles y los ocultos. A menudo, no lo eran pero la guerra, santa en tanto misionera de la Verdad, todo lo absolvió. Y así la condición humana volvió a ser, una vez más, símbolo y exterminio, todo por junto.
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