Recuperando el aire combativo de Leones por corderos (Lions for Lambs, 2007), Robert Redford nos ofrece en su último trabajo como director una lección de historia con moraleja. Con guion de James D. Solomon y Gregory Bernstein, La conspiración (The Conspirator, 2010) se remite a uno de los acontecimientos más traumáticos de la historia norteamericana, el asesinato del presidente Lincoln, pero con intención de arrojar luz sobre lo que sucedió inmediatamente después.
La acción de la película arranca el 14 de abril de 1865 con los nordistas conmemorando la rendición de Lee en Apomattox, golpe mortal a la Confederación que selló el fin de la guerra civil –si bien las escaramuzas continuaron durante unos meses más–. El presidente (Gerald Bestrom), o más bien su esposa (Marshell Canney), deciden celebrar esa victoria con una (fatídica) noche de teatro que acabará con la muerte del primero a manos de John Wilkes Booth (Toby Kebbell), un conocido actor afín al Sur. Tras disparar a Lincoln en la cabeza, el magnicida pondrá la puntilla a su crimen saltando al escenario y exclamando ante el público «Sic Semper Tyrannis», una frase atribuida a Bruto –el ejecutor de Julio César– y a la sazón lema oficial del estado de Virginia desde la Independencia. Esa misma noche, se sucederán otros dos intentos (frustrados) de asesinato, cometidos contra el vicepresidente Andrew Johnson (Dennis Clark) y el Secretario de Estado William H. Seward (Glenn R. Wilder).
Conmocionado por la muerte de Lincoln –el primer, que no último, presidente de los Estados Unidos muerto asesinado–, fallecido tras horas de agonía, el país ahora de luto se dispone a cauterizar cuanto antes la herida recién abierta, aunque eso suponga echar mano de comportamientos poco honrosos, cuando no abiertamente ilegales. Unos hechos históricos ya denunciados por John Ford allá por 1936, cuando elevó a la categoría de héroe injustamente acusado al doctor Samuel Mudd, condenado a cadena perpetua como cómplice en el asesinato de Lincoln –pero indultado cuatro años después–, en su película Prisionero del odio (The Prisoner of Shark Island).
Así, haciendo gala de un pragmatismo severo, casi gélido, el Secretario de Guerra Edwin Stanton (Kevin Kline, impresionante como villano) decide cerrar este lamentable episodio cuanto antes, con la rápida y «justa» ejecución de los culpables.
Con John Wilkes Booth muerto a tiros en el transcurso de su detención, el peso de la ley se dirige hacia los que son considerados sus cómplices: de inmediato, se deduce que «un hombre no ha podido orquestarlo todo solo» (en contraste con la interpretación oficial que se daría, casi un siglo más tarde, del asesinato del presidente Kennedy.)
La conspiración se centra en los pormenores del proceso contra Mary Surratt (Robin Wright), madre del fugado John Surratt (Johnny Simmons) y dueña de la casa de huéspedes en la que se reunían los conspiradores. Aunque parece evidente que la mujer está purgando los delitos del hijo desaparecido, en el juicio que relata la película lo que menos importa es la búsqueda de la verdad o si la acusada es inocente o culpable. Con el fin de no «alargar el dolor del país» y evitar, de paso, su posible desintegración, las altas instancias –con Stanton como principal cabeza visible– convienen en la necesidad de un juicio militar exprés, sin presunción de inocencia ni derecho de apelación.
De la mano del protagonista, Frederick Aiken (James McAvoy), héroe de guerra de la Unión a la vez que abogado defensor de Mary Surratt, La conspiración se cuela tras las bambalinas del sistema, desgranando sus entresijos y miserias. A pesar de ser un yanqui de pura cepa, Aiken será otra víctima más de la psicosis colectiva, sufriendo desde la incomprensión de sus más íntimos allegados hasta la hostilidad abierta de superiores y extraños.
Apoyándose en las grandes interpretaciones de James McAvoy y Robin Wright, que consiguen insuflar a sus respectivos personajes de una doliente humanidad, así como del resto del reparto, trufado de vigorosos secundarios como Tom Wilkinson, Evan Rachel Wood o Danny Huston, La conspiración aprovecha tan tristes hechos para exponer un fervoroso discurso a favor de la democracia y en contra de los extremismos. Con la guerra de Irak y Guantánamo a la vuelta de la esquina, Robert Redford denuncia la falta de templanza del pueblo estadounidense a lo largo de su historia; en los momentos difíciles, seducido por el amarillismo y la furia ciega, tiende a pisotear todo aquello que le define como nación: la libertad del individuo y la igualdad ante la ley.
Copyright del artículo © Lola Clemente Fernández. Reservados todos los derechos.
Copyright de las imágenes © The American Film Company y Wildwood Enterprises. Cortesía de DeAPlaneta. Reservados todos los derechos.