Varias generaciones de espectadores conciben hoy el cine como naturalmente sonoro y si a veces, por curiosidad, les toca ver un filme mudo, lo juzgan justamente eso, una curiosidad. No siempre fue así. En los comienzos del sonoro hubo grandes nombres como Charles Chaplin y René Clair que se manifestaron en contra de la sonorización.
El crítico Siegfried Kracauer se preguntaba en 1930 cuándo el cine sonoro llegaría a ocupar su ensanchado y verdadero espacio. En efecto, el mudo había desarrollado sus lenguajes visuales dejando de lado la palabra, a veces totalmente ausente y otras, reducida a cartelitos explicativos con diálogos fugaces y aislados. La palabra hablada y audible agregaría un elemento superfluo, como si los personajes, tan calladitos siempre, se echasen a gritar. Además, muchas de las estrellas silenciosas tenían una pobre voz o no eran siquiera actores, hablaban mal su propia lengua e ignoraban las ajenas, de modo que debieron abandonar la profesión.
En especial medida, fue la música la que colaboró a asentar el cine sonoro y darle una corporeidad propia —¡la conjunción wagneriana de todas las artes en un lenguaje que no fuera ninguna de ellas y lo fueran todas ellas!– superando las talkie movies, cintas taciturnas con parciales momentos hablados. Fue cuando don Enrique Larreta dijo que el cine había dejado de ser mudo para volverse tartamudo.
Aún carente de bandas sonoras, sin embargo el cine inicial tuvo música. Compositores canónicos como Saint-Saëns, Richard Strauss y Pizzetti hicieron partituras que se solían tocar en vivo durante las proyecciones. Películas mudas como Berlín sinfonía de una gran ciudad de Walter Ruttmann y El acorazado Potemkin de Sergei Eisenstein, fueron “leídas” como partituras silenciosas, dados los ritmos de sus montajes. Es decir que el cine, por obra y gracia de la música, estaba pidiendo ser oído.
Un recurso sencillo fue filmar óperas y operetas. En 1930 el gran Richard Tauber protagonizó una adaptación de El país de las sonrisas de Lehár que consistía en que una pareja de enamorados iban al teatro a ver la opereta de Lehár cantada por Tauber. El otro, convertir a grandes y pequeños nombres del canto operático en estrellas de un género mixto entre visual y cantado. Aquel año Lilian Harvey y Willy Fritsch iniciaron su exitosa deriva con El vals del amor de Wilhelm Thiele, seguidos por otras parejas como Martha Eggert y Jan Kiepura, y Jeannette Mac Donald y Nelson Eddy. Hasta hubo “tenores de pantalla” como José Mojica, Tino Rossi y Mario Lanza No sólo el mundo ensoñado de la opereta hizo su aparición. También el género mixto de envergadura social y política con La ópera de tres céntimos de Brecht y Weill, dirigida por Georg Wilhelm Pabst en doble versión, alemana y francesa.
Puede decirse que el cine dejó de tartamudear y aprendió a hablar gracias a que pudo cantar. Asimismo cabe afirmar que, una vez más, la música, madre de todos los saberes con sus nueve maestras especialistas, fue capaz de conciliar los diversos lenguajes inventados por el hombre para intentar, de una buena vez, que la humanidad fuera, al menos en la penumbra de los cines, una sola y misma raza.
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