Mucho se ha dicho sobre Satie, en especial porque su arte es, en buena medida, literario, el arte de subtitular sus piezas, más allá de los géneros real o fantasiosamente invocados. Vaya una página añadida, con la excusa de su sesquicentenario (1866-1921). Conviene empezar el esbozo recordando algunos de aquellos nombres: Embriones disecados, Preludios fofos para un perro, Sonatina burocrática, Pieza en forma de pera. Muy sugestiva es la apelación a Rossini, con sus Pecadillos, sólo que el italiano los atribuyó a su vejez y Satie, a su infancia. Es expresiva esta invocación infantil, que se repite en Satie y que hace a la sencillez de sus texturas, propias de la música para niños y, más ampliamente, por concebir el espacio de la creación como el cuarto de los juguetes.
En este punto, Satie se sitúa como una suerte de perpetuo niño que va a la escuela y se porta mal, haciendo el perpetuo mal alumno que erige este aparente defecto en toda una estética. Su escuela era nada menos que la robusta Schola Cantorum, vigilada desde la altura por D´Indy y con maestros tan exigentes como Roussel. La Schola era una suerte de fortaleza donde habitaba el romanticismo académico de la grandeur musical francesa. Satie, con la aparente propuesta de refundar los cánones, les llevaba a examen unas fugas y unas sonatas que provocaban suspensos y rabietas. Los maestros pensaban que este niño nunca acabaría de aprender y de eso, justamente se trataba, de construir una estética del mal alumno. Años más tarde, Francis Poulenc también vindicó sus travesuras diciendo que eran el côté mauvais garçon de su música, trufada de gravedad y sentimentalismo. Cabe pensar en los momentos cachondos del estricto Saint-Saëns y, de nuevo, en Rossini, un par de ejemplos de músicos sapientísimos capaces de reírse a partir de su compleja erudición.
Satie, entonces, continúa hilando fino una tradición jocosa de la música, que viene desde la Broma musical de Mozart y la Sinfonía de los juguetes de Haydn o de Mozart padre, según se prefiera. Nada más serio que la risa, la divina risa de los dioses paganos y del Demonio bíblico. Esta podría ser la divisa.
Todo culmina en la lujosa humorada de Parade, estrenada en 1917 con texto de Cocteau, diseños de Picasso y coreografía de Massine. La cosa ya no era risible sino patética: la guerra mundial seguía su curso. La vanguardia se estaba aprestando para retratar un mundo dislocado. Quizá Satie se vio obligado a seguirla aunque era, en verdad, un mal alumno del siglo XIX para quien lo único realmente muy serio eran las canciones de los cabarets y los cafés-concert, con sus divas, sus mimos y sus monologuistas barriobajeros. Ahora la guerra había convertido a ellas en enfermeras y a ellos, en soldados.
Copyright del artículo © Blas Matamoro. Publicado previamente en Scherzo y editado en Cualia por cortesía de dicha revista. Reservados todos los derechos.