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Ian Fleming, a la sombra de James Bond

Pasado más de un siglo desde su nacimiento, Ian Fleming (28 de mayo de 1908 – 12 de agosto de 1964) es un novelista famoso, pero también un creador oscurecido por su personaje más logrado: el agente secreto James Bond.

Esa confusión fue el tema elegido en 2008 por los gestores del Museo Imperial de la Guerra para la muestra For Your Eyes Only, organizada para conmemorar el centenario del novelista. Pensándolo bien, el catálogo de aquella exposición londinense convertía a Fleming en una estrella de cine. ¿Por qué? Pues porque nos seduce el juego de las referencias.

En nuestra imaginación, Fleming, el alumno de Eton y Sandhurst, agente de la Inteligencia Naval y pícaro vividor, mantiene cierta fidelidad a su criatura más famosa, 007. Tanto si pensamos en sus novelas como en el Bond del celuloide, parece que el escritor llevó siempre la máscara del superespía.

Al igual que su autor, el doble cero no llega a ser un gentleman, pero tarda poco en aprender los métodos de agentes reales como Dušan «Duško» Popov –un don juan entusiasta–. Lo cual me lleva a conceder algún crédito a biopics cinematográficos como Spymaker (1990), en los que resolvemos el dilema: Fleming habla con la frialdad de su propio personaje, y como él, bebe dry Martinis y fuma cigarrillos Morland.

Cuando en 1961 Harry Saltzman y Albert R. Broccoli adquirieron los derechos cinematográficos de Bond, Fleming ya disponía de medios para adornar su vida con la fantasía.

El manuscrito de Chitty Chitty Bang Bang, que pudo verse en la citada muestra en el Museo Imperial, certifica que un coche volador –lo recordarán por la versión camp que rodó Ken Hugues en 1968– es el vehículo con el que Mr. Ian hubiera deseado protagonizar peripecias infantiles.

Fleming no llegó a tanto, pero al igual que Bond, fue un turista de lujo, prisionero de sus propios excesos. Corresponde a los cinéfilos la morbosa curiosidad de percibir otros elementos comunes.

Me limito a sugerir una coincidencia: ambos pierden la cabeza por la femme fatale de turno. En todo caso, aunque no es éste el lugar para diseccionar a 007 –ya lo dijo Auden: “No leerás la Biblia por su prosa”–, encuentro revelador el hecho de que, tanto en las novelas como en la pantalla, Bond se encandile por mujeres que acaban siendo agentes del enemigo. El mujeriego Fleming, de aficiones más bien tortuosas, podría explicarnos por qué insistió en este desenlace.

Debilidades como ésta permiten a Umberto Eco situar a Fleming en un terreno que ya transitó Mickey Spillane en sus novelas sobre el detective Mike Hammer. Sin desmerecer esa influencia, Eco retrata al Bond literario de Casino Royale (1953) como un agente que empieza a reconocer la ambigüedad. ¿Es arbitrario, quizá, mencionarlo como anticipo de Le Carré? Si vieron la adaptación de esa novela protagonizada por Daniel Craig sabrán lo que quiero decir con esta pregunta.

A primera vista, 007 habita un territorio maniqueo –Inglaterra, vista como la cuna de la civilización occidental, combate a los soviéticos y es amenazada magnates perversos–. Se trata de un ámbito imaginario con muchos habitantes pintorescos. El propio Fleming perfiló a Napoleon Solo, que años después encarnó las convenciones bondianas en la teleserie El agente de CIPOL (1964).

¿Imitadores? Los hubo a docenas. En F de Flint (1967) salía a escena Derek Flint (James Coburn), otro espía intrépido y mujeriego. Casi tanto como Matt Helm, el agente popularizado por el escritor Donald Hamilton. Lo añado a esta retahíla porque, si bien su creador era tan realista como Hammett, Helm llegó al cine con traje de playboy, pidiendo ginebra a palo seco… igual que lo hacía Ian Fleming.

No es un juego de espejos, pero lo parece: el promotor de las películas de Matt Helm fue Irving Allen, viejo socio de Broccoli, y el actor principal fue Dean Martin, empeñado en parodiar a Sean Connery.

Imagen superior: Geoffrey Boothroyd, el auténtico Q, ofrece un revólver de cañón largo a Ian Fleming. Boothroyd fue el experto en armas en quien confió el novelista para documentar las novelas de Bond.

Les cuento todo esto porque Bond, Flint y Helm se amontonan en una trinchera distante de la que ocupan los agentes más realistas. Como decía, es posible que Casino Royale anuncie, entre líneas, a esa turbia generación de espías que interesa a Le Carré. No en vano, este último formó parte del MI6 pero fue delatado al KGB por el topo Kim Philby, a quien reconocemos en novelas como El topo.

La primera obra de Le Carré que impugnó el romanticismo de Bond fue El espía que surgió del frío (1963), llevada al cine dos años después. El protagonista, Alex Leamas (Richard Burton), siente la misma mala sangre que otro funcionario del MI6, Harry Palmer.

Cínico, glotón, endeudado, Palmer nació de la habilidad novelesca de Len Deighton. Pocos saben que a él le debemos parte del guión de Desde Rusia con amor (1963). Vaya lo uno por lo otro: Harry Saltzman, con la venia de su camarada Broccoli, fue el artífice de una serie de películas en las que Michael Caine se ajustaba las gafas de Palmer.

Nada nos prohíbe imaginar que Fleming usóla magia de Bond para conjurar una realidad deprimente. A fin de cuentas, hasta su propio hijo Caspar se lo echó en cara. Cuentan que acabó Chitty Chitty Bang Bang porque el pequeño sentía celos de 007. Fue un mínimo detalle, pero al chaval no le bastó con ese orgullo de lector satisfecho. Fleming cayó fulminado por un infarto durante el cumpleaños de Caspar, y éste, ajeno al glamour y a los regalos de Hollywood, abandonó este mundo diez años después, inyectándose una sobredosis.

Copyright del artículo © Guzmán Urrero. Esta es una versión expandida de un reportaje que publiqué en el diario ABC. Reservados todos los derechos.

Guzmán Urrero

Colaborador de la sección cultural de 'The Objective'. Escribió de forma habitual en 'La Lectura', revista cultural de 'El Mundo'. Tras una etapa profesional en la Agencia EFE, se convirtió en colaborador de las páginas de cultura del diario 'ABC' y de revistas como "Cuadernos Hispanoamericanos", "Álbum Letras-Artes" y "Scherzo".
Como colaborador honorífico de la Universidad Complutense de Madrid, se ocupó del diseño de recursos educativos, una actividad que también realizó en instituciones como el Centro Nacional de Información y Comunicación Educativa (Ministerio de Educación, Cultura y Deporte).
Asimismo, accedió al sector tecnológico como autor en las enciclopedias de Micronet y Microsoft, al tiempo que emprendía una larga trayectoria en el Instituto Cervantes, preparando exposiciones digitales y numerosos proyectos de divulgación sobre temas literarios y artísticos. Ha trabajado en el sector editorial y es autor de trece libros (en papel) sobre arte y cultura audiovisual.