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El Cid Campeador, un héroe a caballo entre la historia, el mito y la literatura

En la frontera entre leyenda y realidad, Rodrigo Díaz de Vivar se erige como un perfecto paladín, protagonista de una trama épica. ¿Por qué seguimos fascinados por él siglos después? ¿Qué incógnitas nos deja su legado?

No veo por qué no puedes frecuentar los videojuegos como quien visita museos, a condición de que no proscribas estos, a condición de que no olvides cuánto has disfrutado en tantos de ellos, por ejemplo en la armería del Palacio Real de Madrid, que hemos visitado en una de esas jornadas en las que cultivábamos nuestra predisposición caballeresca, un salón longilíneo que tiene algo de basílica o de inmensa bodega de buque, de cuyos techos penden banderas y enseñas arrebatadas al honroso enemigo o defendidas en la batalla hasta la muerte.

Está circundado de vitrinas que exhiben, como en un reposo inquieto, souvenirs bélicos sustraídos al fragor de los combates de hace siglos: cornetas, rodelas moriscas, frascos para pólvora, mazas, arcos ingleses, hojas de sable, aljabas, ballestas, espingardas, mosquetes.

Atraviesas esa galería, como cruzando un gigantesco túnel del tiempo, con cierta reverencia, andando quedamente en derredor de maniquíes de armaduras ecuestres —qué magníficos caballos, con sus testeras, sus capizanas, sus petrales—, cuadros de lanzas, picas y alabardas.

Sorteas bustos revestidos de armaduras de torneo y parada, entre brillos pavonados y destellos damasquinados, muñecos de borra que lucen yelmos empenachados o morriones o capacetes, que se protegen con petos y guardabrazos, con quijotes y grebas, en actitudes acartonadas que guardan un precario equilibrio, como si fueran a desprenderse de su pedestal y caer sobre nosotros, y sin embargo gallardas, pues los caballos de madera piafan y se levantan en corveta, los jinetes parecen aprestarse a acometer aunque todavía no han apoyado la lanza en el ristre.

Allí paseas entre cascos con que se cubrieron reyes, corazas que se vistieron emperadores, manoplas que se enguantaron príncipes, coseletes que se encajaron al pecho capitanes que quizá murieron por el fuego de los mismos cañones de hierro batido que hay en la exposición.

Imagen superior: aunque el pasaje de la Jura de Santa Gadea tiene escaso fundamento histórico y su origen se remonte al siglo XIII, todos lo asociamos con el mito del Cid. Marcos Hiráldez de Acosta lo inmortalizó en este cuadro de 1864. (Palacio del Senado de España, Madrid).

Las espadas del Cid

Allí se encuentra esa fantástica cimera con forma de dragón que coronaba a Jaime I el Conquistador, y, según dicen, aunque yo no lo sabía cuando recorrimos de la mano esa mágica galería armada, una hoja de acero sin empuñadura que podría ser lo que resta de la Colada, una de las dos legendarias espadas del Cid Campeador. La otra, la Tizona, la encontramos —ésta sí, debidamente indicada— en el Museo del Ejército. Llegamos a visitarlo en Madrid —estaba en el Salón de Reinos del Palacio del Buen Retiro— antes de que lo trasladaran a Toledo.

Y no nos ahorraremos volver a visitarlo de nuevo en su actual emplazamiento, quizá asumiendo el riesgo de la decepción, porque ahora, según alcanzo a consultar en Internet, los materiales están expuestos en diáfanas hornacinas que son glaciales sepulcros de cristal, en pulcras vitrinas que guardan distancias y frías simetrías, iluminadas de modo profuso por una luz blanca de asepsia como de cocina o de quirófano, en una atmósfera espacial o frigorífica que no tiene nada que ver con el fascinante amontonamiento con que todo ello se exponía antes en las desordenadas salas del antiguo museo, un asombroso atolladero donde la vista no sabía detenerse ni la atención dónde posarse ni la curiosidad dónde descansar, donde el olor rancio de viejos uniformes, banderas deterioradas, cueros pasados y hojas casi oxidadas, la madera del parqué crujiendo indiscreta bajo tus pasos cautelosos, eran tan sugerentes como la más vívida de las evocaciones, era como deambular por una sigilosa cámara de tesoros dejándose asombrar en cada rincón resplandeciente.

En ese Museo del Ejército, el antiguo, presidiendo la Sala de Armas, encontramos un día, en efecto, la Tizona, la espada que Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid, arrebató al rey moro Búcar.

El Cid, modelo de caballero y ficción forjada a lo largo de los siglos

Hijo de un infanzón —lo que entonces venía a ser un noble de segunda fila—, modesto capitán que detentaba en nombre del rey de algunas fortalezas castellanas en la frontera con Navarra, y de una dama de alguna alcurnia en el condado, Rodrigo Díaz de Vivar, por su comportamiento leal con los señores a los que sirvió, por su arrojo en el combate, por la solicitud hacia los hombres bajo su mando y su generosidad con los humildes, por su devoción familiar y su piedad cristiana, sobre todo por su ánimo esforzado en todas las malas horas, se erigió en modelo de caballero y mereció ser cantado por los juglares en plazas pueblerinas y salones cortesanos.

Ya en vida suya apareció un himno latino a su fama (Carmen Campidoctoris, datado hacia 1094), y luego enseguida protagonizó el más importante cantar de la épica de Castilla, no con el paso de los siglos, sino pocos años después de su muerte, cuando todavía la memoria de las generaciones conserva la fidelidad de los hechos y la leyenda se alimenta de veracidad y no de fábulas excesivas, pues el Cantar de Mío Cid está datado hacia 1140, y su héroe había muerto en 1099.

Un héroe literario

La fortuna le reservaría a partir de entonces ser loado por varios poetas de los distintos siglos: tras serlo por el poeta del Cantar, fue celebrado por muchos juglares de los romanceros, aparece en El Conde Lucanor del príncipe don Juan Manuel, lo cita Lope de Vega, los románticos le dedicaron algunas novelas históricas.

De manera insospechada se lo apropiaron los franceses, pues Corneille le dedicó un drama, Víctor Hugo un poema, Jules Massenet una ópera. Aquí volvió a resucitarlo el mayor de los hermanos Machado, Manuel, pero también Antonio, el menor, lo aludió en sus Campos de Castilla.

La razón no puede ser otra sino que su historia es de esas que merecen recordarse y transmitirse, como enseña en su proemio la misma Crónica del famoso caballero Cid Ruy Díez Campeador, un best-seller de 1498,según el cual las crónicas están para que los hechos hazañosos y notables, dignos de memoria, gocen de perpetuidad, pues así, puestos por escrito y leídos en épocas postreras, son para quienes las leen espejo que induce a las obras de virtud y escuela que nos atrae a procurar hacer otras cosas semejantes.

Hoy el Cid sigue nutriendo best-sellers. El último es Sidi, de Arturo Pérez-Reverte, que a mí me parece un certero retrato de lo que debió ser estar en la piel de uno de aquellos guerreros, en la cabeza de aquel batallador magnífico. Lo hallarás en nuestra biblioteca, y lo encuentro capaz de ser para ti «espejo que induce a las obras de virtud», porque, cuando menos, es un manual de dignidad (por no hablar de las horas de gozo que te procurará).

Menéndez Pidal, un filólogo que desenterró tantos romances, leyendas, crónicas y lenguas olvidadas que se ha dicho que, gracias a él, tenemos historia medieval, observó que poco o nada sabe la historia acerca de los protagonistas de la epopeya griega, germánica o francesa o inglesa; que si bien las excavaciones han revelado Troya, nada descubrieron de Aquiles; que los arqueólogos ningún vestigio han hallado de Sigfrido; que es cierto que las historias de Carlomagno nos aseguran que existió Roldán, pero nada sabemos de él más que su desastroso fin; que los relatos sobre el mítico Arturo nos hablan de que un día habrá de emerger de entre las nieblas de Ávalon o que su sepulcro fue hallado en Glastonbury, pero son sólo rumores.

Sin embargo, el Cid es un héroe singular, porque en él, el personaje real nos ha regalado su evidencia histórica, y ésta ha resultado ser de mayor interés poético, si cabe, que su leyenda.

El Cantar de Mío Cid

Quizá por ello su leyenda misma no necesitó exagerar los rasgos del héroe, no hay en ella apenas hipérbole sobre el personaje. Acaso lo más exagerado de él es cuánto destaca precisamente su humanidad. El Cantar de Mío Cid (cuando escribo esto ya sé que en el instituto habréis pasado de puntillas por él) es más un relato humilde e intimista, cantado por los juglares a cambio de vino para refrescar la garganta y unas monedas, que una epopeya: nos habla de quien en buena hora ciñó espada, del vencedor en los campos de batalla, del conquistador de fortalezas, pero bajo el fragor de las espadas y el estruendo de los cascos de los caballos, también nos lo muestra en horas amargas para un hombre, proscrito por su rey, sufriendo por la maledicencia de sus enemigos, enviado a un penoso destierro, separado de su mujer y de sus hijas, preocupado por la subsistencia de su mesnada.

El poema no desdeña exhibir sus tristezas, destapar a un guerrero cuyo coraje no puede ocultar al esposo consternado y al padre afligido, primero forzado a dejar atrás a su familia, más tarde en la obligación colérica de vengar el penoso ultraje inferido a sus hijas por sus esposos.

El Cantar lo retrata pidiendo consejo a sus hombres de confianza, lo retrata en combate fallando dos mandobles aunque acierte un tercero, lo retrata de los sus ojos fuertemente llorando, lo muestra mesurado en la desgracia pero también perdiendo la paciencia y dando una patada a una puerta que no se abre a su llamada.

Cine y lecturas

Para mí, no obstante, la historia del Cid no comenzó con el Cantar (del que yo sí supe en el bachillerato). Muchas veces todo empieza con un libro, pero no pocas también lo hace con una película. Tú, del Cid supiste pronto porque, si no recuerdo mal, andarías por los cinco años cuando vimos en el cine El Cid, la Leyenda (José Pozo, 2003), una película española de dibujos animados.

Mi primer Cid fue también una película, El Cid (Anthony Mann, 1961, con Charlton Heston como Rodrigo Díaz de Vivar), aunque de ella ahora sólo recuerdo el final, que recoge el suceso que narra un antiguo romance: el caballero que triunfa aun después de muerto, porque sus leales afirman su cadáver con un arnés sobre la silla de montar de Babieca, espolean al córcel y salen a la batalla tras él, el Cid hierático y pálido en una última cabalgada mortuoria que sume en el estupor a sus enemigos.

Luego, aprovechando uno de esos viajes de nuestros fines de semana que improvisamos a Burgos, te regalé un Mío Cid contado a los niños, que luego nos permitió ir en el coche amenizando el recorrido.

Lo practicábamos a menudo, como jugar al veo veo, ¿qué ves? o a las palabras encadenadas, ese juego de las preguntas y respuestas, a modo de concurso de conocimientos, yo preguntándote sobre el último cuento que habías leído, dándote pistas, o haciendo como que se me habían olvidado detalles y pidiéndote que me los recordaras. Miraba por el retrovisor y ahí estabas tú, aupado en tu sillita, risueño y excitado, arrugando la nariz y entrecerrando los ojos, en gesto de esfuerzo memorístico, intentando responder con acierto.

Llegamos a Burgos después de un viaje parlanchín, y cómo se llamaban las hijas del Cid, que no me acuerdo (sus nombres del poema, Elvira y Sol, te gustaban más que los reales, María y Cristina), y el nombre de su caballo, y cuál fue su primera espada, y qué es lo que le arrebató al rey moro Búcar, y cómo se apellidaba ese conde Ramón a quien le ganó la Colada, pero quién era Álvar Fáñez Minaya.

Cuando llegamos, cruzando el puente sobre el Arlanzón señalaste alborozado la estatua ecuestre del Campeador: el yelmo ajustado sobre su cabeza, la larga loriga cubriendo como una túnica de hierro todo su cuerpo, la espada de ancha hoja y recto arriaz, el caballo brioso, traído de África, un corcel sarraceno que su jinete no hubiera vendido ni por mil sueldos, pues corría más que el viento y saltaba mejor que un venado. Quizá le falta el escudo que siempre debía embrazar, la lanza de fresno rematada en su moharra de hierro. En cualquier caso, el poeta se atrevía a decir que con tales armas ni Héctor pintaba mejor en la guerra de Troya.

Durante nuestro paseo por la ciudad, yo te seguía preguntando y tú seguías contestando jubiloso. ¿Qué significa Campeador? Pues resulta que el Cid mereció ser designado con el sobrenombre de Campeador por su victoria, cuando todavía era adolescente, en sendos combates singulares: el primero, contra un guerrero navarro, Jimeno Garcés, en un duelo a modo de juicio de Dios entre castellanos y navarros por la posesión de Pazuengos (el vencedor se entendía señalado por el dedo divino como poseedor de la razón). El segundo, contra un sarraceno de Medinaceli, en la guerra de Sancho de Castilla contra Sancho de Aragón, cuando aquél entró en el reino musulmán de Zaragoza, tributario de Sancho de Aragón, al que pertenecía Medinaceli. En aquella época, batallas había que aún se resolvían con un duelo entre los campeones de cada bando. Te expliqué de alguna forma pedestre su etimología: del latín Campidoctus o Campidoctor, doctor en el campo de batalla, o Campeador, campeón en el campo de batalla.

La leyenda de la Jura de Santa Gadea

¿Y qué pasó en Santa Gadea?, intentaba sorprenderte, haciendo que nos detuviéramos ante la portada de esa iglesia, un templo humilde en una calle desapercibida. Entramos y había hileras de cirios al pie de las bancadas, lazos y flores decorando los asientos, porque se celebraba una boda. Ya no recuerdo si era una placa en una pared o una piedra labrada en el suelo lo que recordaba que en aquella iglesia el rey Alfonso VI prestó ante el Cid Campeador su famoso juramento.

Por qué había de jurar un rey ante un noble segundón era una particularidad jurídica de nuestro medievo, quizá encarnación legal de ese rasgo de carácter que queremos tan nuestro, el de que nadie es más que nadie.

Sucedió que a su muerte, ocurrida en diciembre de 1065, Fernando I, que había aglutinado bajo su cetro buena parte de los condados y reinos cristianos de la Península Ibérica y había sometido a tributo a varios reyezuelos musulmanes, legó a su hijo Sancho el condado de Castilla, a su hijo Alfonso el reino de León, a su hijo García le encomendó Galicia, a su hija Elvira el señorío sobre la ciudad de Toro y a su hija Urraca le entregó el dominio sobre Zamora.

Rodrigo Díaz de Vivar, que se había criado y hecho sus primeras armas con Sancho, permaneció al lado de éste, y en las luchas dinásticas y fratricidas que se sucedieron después, como alférez portador de la enseña regia, cabalgando al frente de las mesnadas de Sancho, venció en Llantada y Golpejera a Alfonso, a quien dejó rechinando los dientes.

Habiéndose impuesto también a su hermano García, Sancho, ya rey de Castilla, de León y de Galicia, sucumbió sin embargo en el sitio de la Zamora de Urraca. Como ésta se negara a someterle su villa, mientras el rey dirigía el cerco, un caballero zamorano, Vellido Dolfos, fingió desertar para someterse al vasallaje de Sancho, obtuvo ser llevado a presencia de éste y en un descuido real atravesó sus espaldas con un venablo.

Otra versión cuenta que Vellido Dolfos no actuó de ese modo falsario, sino que, a mera traición, supo deslizarse con sigilo en el campo de los sitiadores. En todo caso, todavía brotando la sangre del cuerpo del rey Sancho, su matador pudo zafarse del campamento y ganar las murallas de la ciudad inexpugnada.

(Un día visitaríamos en Zamora, no sé si lo recuerdas, esa abertura en la muralla por la que pudo entrar en la ciudad aquel Vellido Dolfos, mucho tiempo llamada Portillo de la Traición, y luego rebautizada Portillo de la Lealtad, porque, como irás sabiendo, la historia puede cambiar según quién la cuenta).

Los hechos fueron cantados enseguida por los juglares. Había un romance viejo donde una voz agorera avisaba al rey don Sancho: «¡Guárdate, guárdate, rey don Sancho, no digas que no te aviso, que del cerco de Zamora, un traidor ha salido: Vellido Dolfos se llama, hijo de Dolfos Vellido; si gran traidor fue su padre, mayor traidor es el hijo; cuatro traiciones ha hecho, y con ésta serán cinco!». El romance prosigue, hasta que «Gritos dan en el real: ¡A don Sancho han mal herido! ¡Muerto le ha Vellido Dolfos: gran traición ha cometido!».

Y continúa señalando cómo el asesino consiguió volver a Zamora e introducirse con premura por un subrepticio postigo de la muralla.

Otra de nuestras leyendas épicas contiene la bella alocución, anegada de dolor pero inflamada de coraje, que el Cid, compungido y roto de fría cólera por la pérdida de su rey, dirigió a las puertas de Zamora cuando supo de su muerte traidora: «Los castellanos hemos perdido a nuestro señor. Lo ha matado el traidor de Vellido Dolfos, después de haberse hecho su vasallo. Vosotros lo tenéis dentro de Zamora. Por tanto digo que los que le amparan, si antes lo sabían o si no quisieron impedir su traición, también son traidores. Por ello desafío a todos los zamoranos, tanto a los mayores como a los niños, a los muertos como a los vivos, a los que están por nacer como a los nacidos; también desafío a las aguas que beben, a las telas que visten e incluso a las piedras de esta muralla».

Fue entonces cuando antes de pasar al servicio de Alfonso, ahora reconocido como nuevo rey de Castilla y de León y Galicia, el Cid le exigió el juramento de no haber participado en el asesinato de su señor Sancho, pues se rumoreaba que Alfonso se había conjurado con Urraca para urdir la muerte de ese hermano que tanto les humillaba.

Según parece, los vasallos castellanos fieles al rey difunto convinieron en recibir por señor a Alfonso —único de la estirpe regia que consideraron idóneo—, pero como no querían obedecer a un alevoso, podían imponer la condición de que antes jurase no haber contribuido a aquel sacrilegio.

Las leyes así lo permitían, pues era costumbre prevenirse contra quien pretendiera entronizarse con violencia. El Fuero Juzgo, la colección de normas existentes entonces, no sólo excomulgaba a quien atentase contra la vida del rey o indujese al regicidio, sino que aconsejaba a quien subiera al trono que vengara la muerte violenta de su antecesor si él mismo quería purgarse de tamaño crimen.

Sin embargo, ningún magnate castellano tuvo la osadía de exigir el juramento a Alfonso, salvo Rodrigo Díaz de Vivar, que desde entonces ya nunca sería grato al rey. Los juglares cantan cómo Rodrigo rehusó besar la mano de Alfonso y se negó a recibirlo por señor si antes no ponía su honor a salvo accediendo al ritual.

La jura se verificó en Burgos, en la iglesia de Santa Gadea, porque había iglesias especialmente destinadas al juramento de los hidalgos, y aunque era una parroquia pequeña en un barrio muy retirado, eran en todo caso los Evangelios abiertos sobre el altar donde el rey había de posar sus manos.

Rodrigo amonestó a Alfonso: «Si juráis en falso, plega a Dios que os mate un traidor, y que sea vasallo vuestro, como lo era Vellido Adolfo del rey don Sancho». Alfonso aceptó la maldición respondiendo «Amén», pero se cuenta que al pronunciar esta palabra solemne se le mudó el color. No es de extrañar, si la alocución que Rodrigo Díaz de Vivar le dirigió fue tan imperativa y reclamante como la que recoge el romance de la Jura de Santa Gadea:

En Santa Gadea de Burgos,

do juran los hijosdalgo,

le toman la jura a Alfonso

por la muerte de su hermano.

Se la tomaba el buen Cid,

ese buen Cid castellano,

sobre un cerrojo de hierro

y una ballesta de palo

y con unos evangelios

y un crucifijo en la mano.

Las palabras son tan fuertes

que al buen rey ponen espanto:

—Villanos te maten, rey,

villanos que no hidalgos,

de las Asturias de Oviedo,

que no sean castellanos;

mátente con aguijadas,

no con lanzas ni con dardos;

con cuchillos cachicuernos,

no con puñales dorados;

abarcas traigan calzadas,

que no zapatos con lazo;

con camisones de estopa,

no de holanda ni labrados;

montados vengan en burras,

que no en mulas ni caballos;

traigan las riendas de cuerda,

no de cueros fogueados;

mátente por las aradas,

que no en villas ni en poblado,

y sáquente el corazón

por el siniestro costado

si no dices la verdad

de lo que te es preguntado:

si tú fuiste o consentiste

en la muerte de tu hermano.

La realidad frente al mito

En realidad, Alfonso no aborreció en lo sucesivo al Cid, como dice la leyenda, sino que lo recibió como vasallo y quiso ganárselo honrándolo con distinción. Tanto es así, que le concedió la mano de su sobrina Jimena, hija del conde de Oviedo, y le mostró confianza designándolo juez en algunos pleitos (un litigio por la propiedad del monasterio de San Salvador de Tol entre un obispo y un conde; un litigio entre el propio rey y los infanzones de Langreo), aunque con ello no hacía sino reconocer el linaje justiciero del Cid, a quien se creía descendiente de Rodrigo de Laín Calvo, uno de los legendarios primeros jueces de Castilla.

Acaso esas deferencias acarrearon la desgracia de Rodrigo, pues atrajeron sobre él la envidia (ese dolor que nos causa en el pecho —decía Covarrubias— el bien y la prosperidad de otros). De la envidia abortó la murmuración (ya lo advertían los santos medievales), de modo que Rodrigo Díaz de Vivar fue acusado —por aquellos cortesanos a quienes ensombrecía, por tantos magnates a quienes hacía de menos— de soberbia contra su rey y malversación de las parias que para él recaudaba de los reyes moros tributarios, y Alfonso VI, que no hizo oídos sordos a esas difamaciones, lo mandó al destierro. (Es cierto que quizá latía en él el recuerdo amargo de aquella injuria de Santa Gadea que le infligió el caballero. Eso es el rencor, acordarse con animosidad, con cólera envejecida, como si lo sintieras todavía, de algún mal o daño que te hicieron padecer y que se te ha enranciado en el alma).

El destierro del Cid

El destierro suponía la ira de Alfonso VI, suponía que el rey retiraba su amor a su vasallo, Rodrigo Díaz de Vivar, y lo enviaba fuera de sus dominios, suponía que éste había de restituir al monarca las tierras y castillos regios que se le hubieran encomendado, llevaba consigo que el Cid arrastrara a su desdicha a su propia mesnada, pues los lazos de sus hombres con él eran más fuertes que el vínculo que los hacía súbditos del rey: todos los parientes que se habían acogido a su hogar, todos aquellos que le habían besado la mano buscando soldada, todos los que se habían criado en sus dominios y a quienes había armado caballeros y a quienes había casado con mujeres de sus pagos; decenas de caballeros que le debían una fidelidad tan estrecha como los cuidados que él les había deparado.

Salió de Vivar el Cid dejando a su mujer e hijas confiadas al abad don Sancho en el monasterio de san Pedro de Cardeña. Salió con su gente, dejando sus palacios yermos y desmantelados, dejando las puertas abiertas, sin cierres; dejando las perchas sin ropas y las alcándaras sin halcones. Por el camino, cabizbajos pero no sin enojo, comprueban hasta dónde llega la cólera de Alfonso VI: el rey ha prohibido que se dé posada o se venda vianda alguna al Cid, ha amenazado a quien lo acoja con la ceguera, a quien lo socorra, con confiscarle sus bienes, de modo que nadie osa abrirle la puerta.

Ese destierro del Cid se labró en mi memoria de infancia con la piedra de esos versos del poema Castilla, de Manuel Machado, que a tantos nos parecen indisociables del Cantar:

El ciego sol se estrella

en las duras aristas de las armas,

llaga de luz los petos y espaldares

y flamea en las puntas de las lanzas.

El ciego sol, la sed y la fatiga.

Por la terrible estepa castellana,

al destierro, con doce de los suyos,

—polvo, sudor y hierro— el Cid cabalga.

Pese a las admoniciones regias, decenas de caballeros se despojan de los honores recibidos del rey, dejan expuestas sus heredades a la incautación y se van uniendo a Rodrigo Díaz de Vivar.

Cuando cruza las fronteras del reino y hace alarde de sus caballeros, el Cid computa a su lado hasta trescientas lanzas. En el Cantar, Álvar Fáñez, uno de sus parientes, uno de sus mejores capitanes, le vaticina: «Andemos nuestro camino, que aun todos estos duelos en gozo se tornarán».

El Cid, buen caudillo, no se vio solo, porque sabía ganarse la devoción de sus hombres. Sabía hacerlo con detalles como éste: una mañana, después de mandar que se recogieran las tiendas para mover el campo, mientras se iniciaban las tareas, oyendo él conversar a algunos que la mujer de su cocinero había parido aquella noche, preguntó a los que hablaban: «Las señoras castellanas, ¿cuántos días suelen convalecer en el lecho después del parto?» Y cuando le respondieron, añadió: «Pues otros tantos días permanecerán aquí nuestras tiendas plantadas». Y como señor gentil y considerado, ordenó volver a armar las tiendas ya recogidas, sin reparar en el peligro de los enemigos que los hubieran avistado, hasta que la buena mujer restableció sus fuerzas.

Conforme al derecho señorial de la época, de igual forma que un rey podía desterrar a un vasallo, éste podía desnaturarse,despedirse de su señor e irse fuera del reino a servir a otro.

En nuestro caso, había sido iniciativa del rey romper su vínculo con Rodrigo, no a la inversa. Podía asimismo el vasallo expulsado hacer todo el daño posible a su rey, guerrear contra sus ejércitos, tomar sus castillos y devastar sus tierras, puesto que el monarca lo había alejado de sí.

Pero tampoco quiso Rodrigo Díaz de Vivar actuar de forma nociva contra Alfonso VI. Siendo así, el modo ordinario que para ganar el pan le quedaba como caballero expatriado era establecerse en tierra de moros, por lo que el Cid se puso, primero, al servicio de al-Muqtadir, rey moro de Zaragoza, necesitado de mercenarios puesto que vivía rodeado de reinos cristianos que lo agredían de continuo. Luego sirvió al hijo de éste, al-Mutamin, y a ambos dio el Cid varias victorias sobre el rey moro de Lérida y sobre el rey Sancho de Aragón.

La llegada de los almorávides

De cada triunfo que lograba, el Cid detraía una parte del botín y lo remitía a su rey: los corceles más espléndidos con las mejores sillas de cuyos arzones colgaban espadas con vainas historiadas, acémilas con albardas rebosantes de trigo, arcas taraceadas repletas de monedas de oro.

Para congraciarse, Rodrigo se preocupaba de que llegaran a Alfonso no sólo esos premios de sus conquistas, sino también un pormenorizado relato de éstas. Es probable que, en su fuero interno, también quisiera aleccionarle sobre el vasallo del que se había permitido prescindir.

Quizá por eso la derrota de Sagrajas otorgó al rey el oportuno pretexto para reconciliarse con el Campeador. Allí, los ejércitos cristianos sucumbieron frente a los almorávides de Yusuf ibn Tasufin, venidos de África, a quien los moros de al-Ándalus habían pedido auxilio, pues Alfonso VI les había exigido sus minaretes, sus mihrabs y sus mezquitas para levantar en ellas cruces y les había impuesto que esos lugares santos fueran regidos por sus monjes.

Fue así como desembarcaron en la península esos bereberes extremados endurecidos por los vientos del desierto y las dunas arenosas, que abominaban del vino y de la música, que jamás se despojaban de sus velos y mantos negros, que sólo se alimentaban de dátiles y leche de cabra, que se tocaban con yelmos adornados con telas o turbantes negros, que se revestían de brafoneras, petos y espinilleras, que luchaban con arco y espada y jabalina montando sobre nerviosos caballos y defendiéndose con impenetrables escudos de piel de hipopótamo, que entraban en combate ululando, en una masa densa como una nube de langosta que se desplazaba al compás del retumbar sobrecogedor de cientos de atabales.

Pero obtenido el anheloso perdón real, como la envidia y su engendro, la difamación, no conocen el descanso, y como la mudabilidad subsistía en el ánimo de Alfonso VI, el Cid incurrió de nuevo en su disfavor.

Ocurrió cuando, hallándose las huestes regias en marcha hacia Aledo para socorrerla frente al segundo desembarco de los almorávides, el Cid, que corría otras tierras, no llegó a tiempo con su mesnada para unirse a la del rey, y fue acusado de defección.

Esta incriminación, que supone deslealtad y cobardía, da muestra de la mentecatez de los delatores, pero que fuera aceptada revela, sobre todo, la necedad de un rey que aún no había sabido apreciar la calidad del vasallo que tenía en Rodrigo Díaz de Vivar.

Lo cierto es que el rey, prestando nuevos oídos a esos cortesanos que echaban a mala parte todo lo referente al Cid Campeador, renovó el mandato de destierro, insistió en que le fueran otra vez arrebatados todos los castillos, villas y honores que de su mano tenía, y aun añadió que se le confiscaran de nuevo todas sus heredades, que derribaran sus casas y torres y cortaran sus árboles, que se apoderaran de su oro y su plata y de todas sus pertenencias, e incluso que se apresara y encerrara a su mujer y a sus hijas.

La razón es que ser declarado traidor, según el derecho de la época, era más grave que sólo incurrir en el enojo regio, y las leyes imponían la solidaridad de la familia en las cuestiones penales (de modo que la esposa y los hijos podían ser responsables por las fechorías del marido y padre, y hasta un vecindario entero podía ser responsable del crimen que ejecutara un vecino).

Un enemigo a las puertas

El Cid intentó exculparse, lamentó las falsedades y vituperios de que era víctima, y retó a un juicio de Dios a todo caballero de la corte de Alfonso que se atreviera a lidiar contra él, pero el rey continuó tratándolo con aspereza y no revocó su decisión. (Acaso no ayudó que ninguno de sus caballeros aceptara batirse con el Campeador, ni siquiera en un duelo a los ojos del Creador).

En esta ocasión, Rodrigo Díaz de Vivar resolvió no servir ya a ningún rey, y fue entonces cuando comenzó su campaña por tierras del reino musulmán de Valencia. Desdeñó a la multitud de sus enemigos cualquiera que fuera el número de sus guerreros, y venció con constancia tanto a los príncipes cristianos como a los emires musulmanes.

Tanto extendió su dominio sobre unos y otros, que todos los castillos desde la tierra de Tortosa hasta la de Orihuela accedieron a pagarle tributos para acogerse a su protección y no sufrir su ira.

Sólo a su rey se abstuvo Rodrigo de hacerle guerra, pero ahora el irascible y débil Alfonso, siempre aconsejado por torcidos vasallos, sí guerreó a su vasallo, celoso del reino de Valencia que éste había sojuzgado. Sábelo bien, rey —le susurraban al oído—: nunca él te querrá, porque fue cortesano de tu hermano; siempre conspirará contra ti y preparará conjuras. Ni aun así quiso el Cid alzar la mano contra su señor, y ni aun así consiguió éste rendir ningún castillo del Campeador: asedió Valencia y Tortosa, exigiéndoles que le pagaran a él las parias que habitualmente entregaban al Cid, y ninguna de esas ciudades se le rindió, sabiéndose protegidas por Rodrigo Díaz de Vivar.

La reconciliación entre monarca y vasallo también fue propiciada esta vez por el mismo árbitro inesperado: el emir almorávide, Yusuf ibn Tasufin, que insistía en derramarse por la península atravesando el estrecho, a su regreso volvió a derrotar a Alfonso VI en Jaén y en Consuegra (en cuyo castillo nos volvió a encontrar la historia en otro de nuestros viajes de fin de semana: aquí, te recordé, le mataron al Cid a su hijo Diego, con diecisiete años). Y volvería a derrotar a los ejércitos cristianos de Álvar Fáñez en Almodóvar y en Cuenca, a los ejércitos cristianos de los yernos del rey, Ramón y Enrique de Borgoña, en Lisboa y Malagón, y a los ejércitos cristianos de García Ordóñez en Uclés.

Cada vez, Yusuf ibn Tasufin (ese Yusuf que en Age of Empires II: The Conquerors es uno de los más enconados enemigos del Cid), siempre oculto el rostro por un velo negro, mandaba decapitar los cadáveres cristianos, cargar las cabezas en carretas y enviar éstas en todas las direcciones, para que fueran siendo diseminadas en los caminos y expuestas en las ciudades, anunciando la victoria y liberando a los musulmanes del temor de los cristianos.

Sin embargo, cuatro veces se enfrentó el Campeador a los almorávides, y cuatro veces los venció: en Almusafes, en Valencia, en Cuarte, en Bairén.

Alfonso VI constató, además, que el Cid, bastándose de su mesnada, se había hecho con el reino de Valencia, había podido devastar las tierras de La Rioja —cuyo gobierno estaba encomendado a uno de los yernos del monarca, García Ordóñez, el rival más tenaz y más despreciable de Rodrigo de Vivar—, y comenzaba a configurar con sus conquistas un señorío tan extenso y poblado de villas tan señeras (Albarracín, Tortosa, Denia, Valencia) que podía equipararse a grandes condados como los de Galicia y Portugal, que el propio rey tenía concedidos a sus parientes.

Pero el Cid no se ensoberbecía con sus victorias, mayores que las de su soberano, sino que reiteraba a Alfonso VI su vasallaje, asegurándole que todo lo que emprendía y ganaba era para él y su servicio (y aún añadía la económica observación de que a toda su mesnada la mantenía con lo que sacaba de las tierras de los moros sin que costasen una sola moneda a las arcas regias).

El rey, rey de otros reyes de la península, emperador oscurecido por su vasallo, quizá acabó comprendiendo que sólo podría ser mejor rey si también lo era de ese vasallo. Entendió, sobre todo, que cuando éste vivía a su lado, resultaba ser un monarca más temido de cristianos y de moros, de modo que lo recibió de nuevo en su seno. También en esta ocasión, el Cid hincó en tierra las rodillas ante su soberano, se humilló ante él tomando entre sus dientes las hierbas del campo, viejo rito de sumisión. Quizá por fin el rey entendió que había sido mal aconsejado por cortesanos mestureros, por parientes mezcladores.

Rebelde pero leal vasallo

Ésa fue la desgracia recurrente en la vida de Rodrigo Díaz de Vivar, observa Leo Spitzer —un prestigioso filólogo de nuestro héroe—: que el rey le dispensó su gracia y su desconfianza de forma alternativa  una y otra vez, al albur de las acechanzas de sus adversarios en la corte, siempre tipos cobardes, intrigantes y fanfarrones, que lo odiaban con toda codicia, que lo herían en su honra a la menor oportunidad, que no dudaban en desgarrarle con sus felonías y encerronas «las telas del corazón».

No tuvo el Cid esa fortuna de otros héroes épicos como Aquiles, Sigfrido o Roldán, la de enfrentarse a enemigos nobles y heroicos, sino que hubo de afrontar a un tipo mezquino como su rey, que lo sumió en ese amargo conflicto íntimo: debatirse entre su orgullo de caballero y su lealtad de vasallo, su dignidad de hombre honesto y las afrentas que le procuraba un príncipe desconfiado, influenciable y antojadizo.

Por eso el Cid es un rebelde pero es un vasallo leal, es un rebelde leal, un rebelde que no se rebela. De ahí las palabras del poeta: «Dios, qué buen vasallo / si oviese buen señor».

Aunque quizá, hijo, el adversario del Cid fue en definitiva el adversario de los hombres corrientes (y aquí sí emparenta con los héroes trágicos): la fatalidad —lo apunta también Spitzer—, que emplea como instrumentos ya al monarca desconocedor de la justicia, ya a los intrigantes palaciegos.

Quizá por ello el Cid, pese a todo, siempre mesurado y ejemplar, no duda nunca en acudir a la comprensión y a la justicia real —más a las virtudes que se supone encarna la figura regia que a las que en realidad adornaban a la persona que ostentaba la corona—, en vez de acariciar en su pecho durante años, como los hombres corrientes, rencor y sed de venganza.

El caso es que Rodrigo Díaz de Vivar pasa en la consideración del rey de ser un prohombre a ser un vasallo desleal, para luego alzarse de nuevo desde caballero bandido a reconquistador. Pero «ésta es Castilla, que face a los omes e los gasta». Así que a los cincuenta años de edad moriría Rodrigo el Campeador de la enfermedad de sus heridas, sus sinsabores y sus trabajos. (El mismo día en que lo hizo, un 10 de julio de 1099, se cumplía un mes desde que los primeros cruzados asediaban la ciudad de Jerusalén: acaso les habría ido de otro modo si hubieran contado con el Campeador en sus filas).

Un héroe para la posteridad

Después de su muerte, Valencia, regida por Jimena, desasistida de Alfonso VI y sin que ningún otro magnate cristiano se atreviera a defender la ciudad de los almorávides, sólo pudo sostenerse tres años.

La viuda salió de la ciudad con los restos de su esposo y los llevó a sepultar a San Pedro de Cardeña, pero antes su cadáver estuvo expuesto, sentado en un trono de marfil, sobre un tablado en el lado derecho del altar mayor, con su espada Tizona ceñida al costado izquierdo.

Luego, en su sepulcro, se labró: «En este sepulcro está Rodrigo Díaz, guerrero invicto y famoso por sus triunfos en la guerra». En otra inscripción fue comparado a los héroes de la poderosa Roma, al Arturo de los ingleses, al Carlomagno de los franceses. En la pared, sobre el sepulcro, fue grabado el número de batallas que ganó: setenta y dos. Ninguna perdió, aunque dos veces fuera derribado del caballo y en una ocasión recibiera una lanzada en el cuello.

Quizá, no obstante, para conocer mejor cuál es la franqueza verdadera en esas alabanzas, haya que atender a las que le depararon sus enemigos: los moros llegaron a temerlo tanto que acuñaron sombríos vaticinios, espantados de las simetrías que la historia confiere a algunos nombres propios: «En el reinado de Rodrigo se conquistó esta Península, y otro Rodrigo la libertará», susurraban. «Calamidad de nuestra época», lo llamaron. «Uno de los milagros de su Dios», se lamentaban. Consternados, diagnosticaron: «La victoria sigue siempre su bandera». «Dios lo maldiga», apostillaban cada vez que lo nombraban en una conversación o en una crónica.

Pero también supieron admirarlo y dedicarle loas ecuánimes: no sólo elogiaron su ansia de gloria, la firmeza de su carácter, su valor heroico.

También se admiraban de cómo conocía la lengua arábiga y cómo la habló siempre sin intérprete, de cómo en su presencia se recitaban los libros musulmanes, de cómo el propio Rodrigo se hacía relatar las hazañas de los héroes árabes, que también exaltaban su ánimo.

Se admiraban de su magnanimidad siendo un infiel: cuando tomó Valencia, trató a la ciudad con benevolencia, sin aplicar las duras leyes de la guerra a una villa que había infringido un pacto de rendición y había sido conquistada sin capitulación; prohibió a sus hombres entrar en la ciudad con violencia, y para no molestar a sus habitantes él mismo plantó su morada en un arrabal, y cuando tuvo que administrar justicia entre ellos, ningún moro se quejó, pues los juzgaba según la ley coránica, sin apartarse de sus soluciones jurídicas ni de sus usos y costumbres.

Siempre dio muestras sobradas de su magnanimidad: rogaba a sus adversarios, antes de entablar combate con ellos, que depusieran sus armas, o les proponía soluciones amistosas, una tregua, un pacto, un combate singular que evitara una batalla campal; condonó muchas cantidades debidas por muchos de sus rehenes para su rescate; amplió plazos de capitulación a ciudades asediadas.

Por todo eso, el Cid es un blasón para la historia de España.

Copyright del artículo © J. Miguel Espinosa Infante. Este artículo es un fragmento de Mapa del tesoro (Fragmentos para mi hijo). Publicado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.

J. Miguel Espinosa Infante

Escritor. Como oficial de notaría y licenciado en Derecho, es autor de varias publicaciones jurídicas. En los libros que integran la serie 'Mapa del tesoro', quiere visitar para su hijo la historia y la política, el arte y la música, la ciencia y la religión, y redescubrirle a don Quijote y a Shakespeare.