Cualia.es

Walter Raleigh, el explorador y pirata que fue en busca de El Dorado

Walter Raleigh, figura clave en la historia de la exploración británica, fue más que un pirata: sus ambiciones lo llevaron a ser uno de los grandes exploradores del Nuevo Mundo

Walter Raleigh (c. 1552-1618), que fue contemporáneo de Francis Drake, le sobrevivió todavía una veintena de años —también era casi diez años más joven que él—, pero su gloria resplandece menos y su estrella, pese a que gozó más de los favores de la reina Isabel —parece que en todos los sentidos—, se apagó de forma más brusca: no murió en un abordaje, ni siquiera de fiebres en un periplo antillano, sino decapitado por exigencias de la razón de Estado.

Había nacido en el mismo condado que Drake, Devonshire, y había recibido la educación propia de los vástagos de alcurnia —se sabe que estudió en Londres y Oxford, que leyó a Chaucer, que frecuentó la compañía del príncipe de los filósofos, Francis Bacon, del príncipe de los poetas, Edmund Spenser, y del príncipe de los dramaturgos, William Shakespeare, y no fue ajeno al cultivo de la poesía—. Ya antes de los treinta años luchó en Francia a favor de los hugonotes, en los Países Bajos junto al príncipe de Orange contra los españoles, en Irlanda combatiendo a los rebeldes a las órdenes del conde de Leicester.

El fundador de Virginia

Enseguida dejó que su devoción por su reina se trasluciera en sus obras: fundó una colonia en la América del Norte a la que llamó Virginia en honor a su soberana (la Reina Virgen). Cuando fue nombrado gobernador de la isla de Jersey —la más sureña de las islas británicas, al norte de la normanda costa francesa—, rehabilitó la fortaleza que la defendía y la llamó Fort Isabella Bellissima; le dedicó lisonjeros poemas en los que la ocultaba bajo el nombre de Cinthya y tuvo para ella la ocurrencia, que hizo fortuna entre la clase de los caballeros y se convirtió en alambicada galantería para con las damas, de arrojar la capa al suelo para evitar que sus delicados pies femeninos se mancharan con el barro de la calle (¿recuerdas la escena de Shakespeare in Love, la película de John Madden?).

Le prometió, una vez que se dejó fascinar por la leyenda de El Dorado, «unas Indias para su majestad mejores que cualesquiera que tenga el rey de España». Y le dio, en fin, el consejo que en el futuro proporcionaría a Inglaterra un imperio: «Quien posee el mar, posee el mundo entero».

La obsesión por El Dorado

Walter Raleigh lo supo así después de varios viajes al mar Caribe, que inició no bajo el afán de piratear, sino de colonizar para su reina territorios que todavía ningún rey de Occidente hubiera incluido en sus dominios. Los frutos que, no obstante, obtuvo de esos viajes, fueron el polvo de tabaco —ese rapé que amaneraría los gestos de los cortesanos—, la patata —ese tubérculo que se convertiría en el oro alimenticio de las familias pobres, aunque hubieran de transcurrir más de doscientos años para ello—, y la obsesión de El Dorado que Raleigh alimentó con las crónicas de Indias de los españoles Gonzalo Fernández de Oviedo y Francisco López de Gómara.

Fue esta tenaz perturbación la que lo convirtió en un pirata. Esa idea fija que se instaló en su mente, la de los ríos cuyo fondo refulgía de cantos rodados de oro, la de las ciudades cuyas casas, cuyos templos, cuyas murallas estaban construidas con sillares dorados, la de los indígenas que se adornaban con collares y pulseras y ajorcas y anillos áureos como quien luce ornamentos de latón, hizo a Walter Raleigh poner proa al Caribe, pero incluso las obsesiones, como los sueños, han de ser en ocasiones abandonadas, o postergadas, y Raleigh hubo de retroceder, no ante la resistencia de otros hombres, no ante las defensas portuarias de los españoles, sino ante la vastedad de las selvas y montañas y cauces que le recibieron cuando llegó a la desembocadura del Orinoco, cuyo gigantesco delta, ramificado en cientos de caños, abrumó su visión y encogió su espíritu.

Piratería en el Caribe

Walter Raleigh labró entonces entre los españoles su fama de pirata saqueando Trinidad, despojando e incendiando Santa Marta y asolando Río Hacha, y fue entonces cuando su nombre, castellanizada su fonética —«¡que viene Guatarral!»— comenzó a ser temido en el Caribe, pero lo cierto es que regresó a Inglaterra con su obcecación alucinada igual de insatisfecha. Para intentar sacudírsela, diez años después de que lo hiciera su coterráneo Francis Drake, repitió la hazaña de este en Cádiz, cañoneando la ciudad y reduciendo buena parte de ella a escombros —aunque el mérito de esta acción ha de compartirlo con Robert Devereaux, conde de Essex, que por entonces ya lo había desplazado también de su lugar preponderante ante la reina Isabel—.

También, dirigiendo una pequeña escuadra, contribuyó a echar a pique a la Armada Invencible de Felipe II. Fueron, sin embargo, entreactos, porque años después, ya bajo el reinado de Jacobo I, Walter Raleigh, desafiando su propia historia, resolvió capitanear un navío llamado The Destiny y lanzarse de nuevo en busca de ese país hecho —como él mismo soñaba— de colinas que se alzan aquí y allá sobre valles plácidos, ríos que se abren en muchos brazos, praderas sin malezas todas vestidas de verdes pastos, venados cruzándose en los senderos, aves que al atardecer cantan desde las ramas de los árboles en mil tonos diversos, aire fresco con viento gentil y, en cada piedra que uno se detiene a recoger, señales de tener en su composición oro o plata, tanto que no es de extrañar que las calles de las ciudades de ese país estén pavimentadas con oro.

Esto lo escribió Raleigh encerrado entre las paredes lóbregas de la mazmorra a la que le condenó Jacobo I al subir al trono: lo había acusado de conspiración, pero luego conmutó su pena de muerte por el encierro, uno de esos encierros que tan fructíferos han resultado en la historia de la literatura (Villon, Cervantes, Quevedo, Wilde, Solzhenitsyn…). Walter Raleigh concibió en la Torre de Londres una Historia del mundo que previsiblemente había de quedar inconclusa (solo tuvo aliento para llegar al año 133 a. C.), y un no menos ambicioso Descubrimiento del vasto, rico y hermoso imperio de la Guayana, con un relato de la poderosa y dorada ciudad de Manoa (que los españoles llaman El Dorado), y fue esta labor de escribir en estado de ensoñación lo que sostuvo la fiebre de su fantasía durante los doce años que duró su cautiverio, el cual, no obstante, no fue tan penoso como la humedad y el frío y la oscuridad de la Torre de Londres harían esperable: Walter Raleigh mantuvo en prisión tres sirvientes, recibía periódicamente la visita de su médico, su confesor, su esposa y sus hijos, y se dispuso para él, en un pequeño jardín, un doméstico laboratorio con el que entretenía sus aficiones químicas.

La tragedia final: ejecución y legado

Era a la salida de prisión cuando a Walter Raleigh le aguardaba The Destiny. Quizá no supo sospechar cómo la fortuna adversa siempre se anunciaba a los piratas del mismo modo: en la travesía, repentinamente, vientos de huracán mermaban y dispersaban la expedición, los víveres se pudrían, las fiebres infecciosas hacían su aparición, puertos en ocasiones anteriores fácilmente saqueados ahora ofrecían furiosa resistencia y obligaban a seguir costeando hasta encontrar una presa mejor dispuesta. En esta nueva empresa, Walter Raleigh sufrió todas esas vicisitudes y, además, perdió a su hijo —arcabuceado por los españoles—, de forma que, amargado y privado de fuerzas, carente de barcos y de hombres, de nuevo retrocedió ante el anuncio amenazador y espeso de la ingente selva de la Guayana.

Sabía que otra amenaza mayor, no obstante, le aguardaba en Inglaterra: al desobedecer la orden de Jacobo I de piratear en las posesiones españolas, toda vez que Inglaterra y

España habían firmado la paz, la sentencia que le esperaba era de muerte. Pero fue capaz de afrontar esa expectativa con mayor presencia de ánimo que la de las incertidumbres y padecimientos que prometían las junglas americanas.

La elegancia de un condenado a muerte

Raleigh subió al cadalso probablemente con la misma elegancia de gentilhombre con la

que el pintor isabelino Nicholas Hilliard, con técnicas de orfebre e iluminador de manuscritos, lo retrató en una miniatura ovalada donde lo muestra con una aguda mirada bajo unas finas y delineadas cejas, un bigote de guías cuidadas y una barbita puntiaguda que le afila el rostro, enmarcado por una gorguera almidonada sobre un jubón de raso.

Es probable que ascendiera los peldaños del patíbulo con la misma displicencia exquisita con la que en Smerwicke, por ejemplo, durante su campaña irlandesa, ordenó pasar a cuchillo a la guarnición de españoles, italianos e irlandeses que ya habían rendido la plaza ateniéndose a sus promesas.

Quizá la más íntima satisfacción de Walter Raleigh, en su final, fue que a él quien mandaba cortarle la cabeza era Jacobo I, no su amada, la reina Isabel —como sí hizo esta con su otro favorito, Robert Devereaux, el que había desplazado de su corazón al mismo Raleigh, ya que al conde de Essex se le acusó de alta traición e Isabel I no era reina que se dejara llevar por veleidades sentimentales—.

No obstante, aunque Raleigh supo ver la extraña simetría que unía su destino al de su rival —los dos subían al cadalso acusados de traición, después de una vida proporcionando éxitos a la Corona—, pidió que no se le ejecutara como a un rufián, ahorcándolo y desmembrándolo, sino como a un gentilhombre, segando su cuello.

No olvidaba que a Robert Devereaux, conde de Essex, se le condenó a ser ahorcado, a que calientes aún sus entrañas fueran removidas de su cuerpo y arrojadas al fuego, a que

su cabeza fuera amputada y su cuerpo restante dividido en cuatro partes, y a que sus pedazos fueran diseminados por los puntos cardinales del reino para advertencia de traidores (aunque, quizá en un último acto de ternura, la reina Isabel conmutó ese catálogo de horrores por la escueta hacha del verdugo).

Por lo demás, si el cuerpo de Francis Drake había vuelto a Inglaterra guardado en un barril, también la cabeza de Walter Raleigh fue introducida en una escarcela de terciopelo rojo y enviada a su esposa.

Copyright del artículo © J. Miguel Espinosa Infante. Este artículo es un fragmento del libro Mapa del tesoro I (Fragmentos para mi hijo). Publicado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.

J. Miguel Espinosa Infante

Escritor. Como oficial de notaría y licenciado en Derecho, es autor de varias publicaciones jurídicas. En los libros que integran la serie 'Mapa del tesoro', quiere visitar para su hijo la historia y la política, el arte y la música, la ciencia y la religión, y redescubrirle a don Quijote y a Shakespeare.