Es difícil saber por dónde empezar cuando se reseña Megalópolis, el apasionante proyecto que Francis Ford Coppola ha estado gestando durante décadas y que finalmente ha logrado hacer realidad a través de barriles de dinero procedente de sus bodegas y una arrogancia (innegablemente justificada).
Es fácil hablar de ella en términos puramente metatextuales, tras bambalinas, pero eso también podríamos haberlo hecho antes de que se estrenara. Por el contrario, es tentador hacerse el tonto e intentar reseñarla como si fuera una película más. Sin embargo, el contexto de la creación de Megalópolis está tan entrelazado en su tejido que uno no puede extraerlo sin matar al paciente. La cinta existe para ser discutida, y no obstante, es casi imposible describirla en términos tan banales como «buena» o «mala».
Nos hallamos ante una película que ha estado haciendo metástasis en el cerebro de su creador desde antes de que yo naciera (se dice que Coppola completó un borrador de 300 páginas en 1982). ¿Cómo diablos se supone que voy a desentrañarla en cuestión de días?
El control de la nueva Roma
Una cosa que no voy a hacer es intentar resumir la trama, que parece el producto de décadas de revisión constante. Lo que necesitan saber es que Adam Driver interpreta a Cesar Catilina, un brillante arquitecto/mago famoso con la habilidad de congelar el tiempo, y con el dominio de un nuevo y misterioso elemento llamado Megalon (sin relación con los kaiju) y una visión amplia y utópica del futuro de la ciudad de Nueva Roma.
Nueva Roma es, a todos los efectos, la Nueva York moderna, pero filtrada a través de una lente de la Antigua Roma, hecha literal a través de una narración al estilo Omni Theater de Laurence Fishburne (Fishburne, que también interpreta al chófer y confidente de Catilina, tiene un don particular para este tipo de material. No olvidemos que transmutó previamente el diálogo hiperestilizado de las películas de Matrix y del Hannibal televisivo en algo conversacional y casi folclórico).
La clase dominante se presenta como emperadores; los conciertos pop se desarrollan como espectáculos de pan y circo; todos usan ropa suelta y cortes de pelo ridículos; y así sucesivamente.
Catilina se encuentra en el punto álgido de una batalla entre dos facciones que se disputan el control de la Nueva Roma. De un lado está el atribulado y sensato alcalde Cicero (Giancarlo Esposito) y su idealista hija Julia (Nathalie Emmanuel); del otro, el poderoso empresario Hamilton Crassus III (Jon Voight) y su sobrino corrupto, Clodio Pulcher (Shia LaBeouf, en un papel que apuesto que en algún momento estuvo destinado al sobrino de Coppola, Nicolas Cage).
En algún lugar en medio de todo esto están una virginal cantante pop swiftiana llamada Vesta Sweetwater (Grace VanderWaal), un matón llamado Nush “The Fixer” Berman (Dustin Hoffman, visiblemente confundido) y Wow Platinum, una periodista financiera/influencer maquiavélica y vampiresca interpretada con buen gusto por Aubrey Plaza.
Eso es prácticamente todo lo que puedo contarles sobre la trama de Megalópolis, no para evitar spoilers, sino porque desenredar todas las diversas capas de intriga y digresión de la película requeriría un tablón muy grande y varios carretes de hilo.
Una ventana al cerebro de Coppola
Megalópolis se ve mejor no como una historia, sino como una ventana al cerebro de su legendario creador. Esta es una película a la vez poco sutil («Tanta injusticia en las calles», observa Julia mientras una enorme estatua antropomórfica de la Justicia se derrumba exhausta contra un edificio) e impenetrable.
Para mí está claro que Coppola tiene ideas muy específicas para el futuro de la sociedad, pero a pesar de los numerosos monólogos de la película sobre el tema, no podría empezar a articular cuáles son (Siento que podría ayudar si hubiera leído a Ayn Rand, pero dado que nuestro tiempo en esta tierra es precioso y fugaz, eso es algo que nunca voy a hacer).
Belleza escondida en el desorden
Narrativa y temáticamente, Megalópolis es un desastre. Sin embargo, pese a que hay muchas imágenes impactantes, también descubrimos una belleza genuina escondida en su propio desorden narrativo.
Pocos cineastas en la historia han trabajado en un lienzo tan enorme sin la interferencia de los financieros de los estudios; la comparación más cercana podría ser el antiguo compañero de Coppola, George Lucas, quien esencialmente autofinanció su trilogía de precuelas de La guerra de las galaxias.
Pero incluso Lucas seguramente tuvo que dedicar una parte de su visión al potencial de comercialización y al servicio de los fans (no me pueden decir que la inclusión de Boba Fett en El ataque de los clones fue una decisión puramente artística).
Coppola no hace tales concesiones. No hay una secuencia postcréditos; los muchos cabos sueltos de la película son el resultado orgánico de un cerebro creativo febril, no semillas deliberadas para un universo cinematográfico planificado. Para bien o para mal, esta es 100% la visión sin diluir de Coppola.
Un optimismo casi imposible por el futuro
Una revelación curiosa es la cantidad de inspiración que Coppola parece haber sacado de Godfrey Reggio, aquel cineasta tan excéntrico, cuya obra maestra del cine de arte y ensayo de los años 80, Koyaanisqatsi, se distribuyó bajo el sello American Zoetrope del propio Coppola.
Hay algunas tomas que podrían haber sido tomadas directamente de Koyaanisqatsi (montajes de peatones ajetreados, el sol barriendo Nueva Roma), pero me recordó aún más a la obra posterior de Reggio; en particular, su película del año pasado, que es un cortometraje de corta duración, Once Within a Time.
Al igual que Reggio, la visión del mundo de Coppola es a la vez infantil y galáctica; parece desesperarse por el estado de la raza humana, pero mantiene un optimismo casi imposible por el futuro.
Al igual que Reggio, Coppola juega con la parte formal de manera vertiginosa, a veces tirando de las mismas costuras de la narrativa cinematográfica. Algunos de sus cambios son impresionantes, como un interludio en el que se representa un mito de la creación con pintura corporal sobre un grupo de actores que se retuercen.
Otros elementos son un fracaso, incluida la muy publicitada ‘participación en vivo’, cuando el personaje en pantalla interactúa con un actor en vivo en la propia sala. Me han dicho que esta secuencia fue un éxito cuando la película se estrenó en Cannes, con las preguntas que hacía un representante de American Zoetrope. También fue un éxito en el Assembly Row AMC, pero en un sentido más literal: la película se detuvo, las luces de la sala se encendieron y un empleado del teatro leyó torpemente una sola pregunta en un micrófono.
En la pantalla, Driver tardó varios segundos en responder, posiblemente para digerir la pregunta del empleado, pero más probablemente porque calculó mal la señal.
Después del intercambio, las luces se apagaron y hubo un puñado de aplausos educados y confusos. En otras palabras, no funcionó, pero tengo que reconocerle a Coppola que, a sus 85 años, decidió de repente probar suerte en el marketing publicitario al estilo de William Castle.
¿Una película biográfica?
En Megalópolis pasan tantas cosas que es difícil saber a qué aferrarse. Para mí, sin embargo, la película se enfocó en una escena en apariencia intrascendente.
Catilina, de camino a una función de gala, es acosado por paparazzi. Mientras observaba a Driver balbucear sus respuestas a sus preguntas, me di cuenta de que había algo en su comportamiento, algo aturdido, medio superficial, pero completamente serio, que me resultaba claramente familiar.
En concreto, lo había escuchado una hora antes, durante la sesión de preguntas y respuestas en vivo con Coppola que se transmitió desde el Festival de Cine de Nueva York inmediatamente antes de la proyección. La sesión fue principalmente un monólogo, con las reflexiones de Coppola sobre la película y su producción solo interrumpidas ocasionalmente por comentarios de Robert De Niro y Spike Lee (ninguno de los cuales tiene nada que ver con Megalópolis , y en su mayoría parecían estar allí para apoyar a su amigo).
En la entrevista, como en la película, Coppola se mostró como una especie de visionario chiflado, tal vez con razón, tal vez loco, posiblemente ambas cosas.
No estoy seguro de hasta qué punto ambos son conscientes de ello, pero Adam Driver interpreta a Francis Ford Coppola en Megalópolis, con la misma seguridad que si se tratara de una película biográfica.
La Megalópolis de Catilina es la Megalópolis de Coppola, un proyecto enorme, aparentemente imposible, cuya finalización depende de la capacidad de su creador para dominar las fuerzas mismas de la naturaleza.
Gran parte de Megalópolis es, por decirlo así, una tontería, pero tomada desde esta perspectiva –una súplica desesperada por su propia existencia de un artista que sabe que es su última y mejor oportunidad– se vuelve casi desgarradora.
No es lo que dice el realizador, ni siquiera la forma en que lo dice; es el hecho mismo de que haya llegado a decirlo.
Copyright del artículo (CC) © Oscar Goff. Este artículo se publicó originalmente en inglés en Boston Hassle y se traduce en Cualia con permiso del autor.