Lo que me pasma de siempre en el tono de la prosa de Fernando Ampuero es su ausencia deliberada de gravedad, algo inusual en mi bagaje como lector de glorias literarias. Por ahí le podría pescar sin red algún atisbo de la festiva lucidez kunderiana o un aire a la scuola italiana y al Scola cineasta, pero sus influencias, como pésimo faenador que soy de pesos pesados en castellano, se me escapan resbalosas al primer tiento.
Tanta vida yo te di (Tusquets Editores) se compone de cinco sinuosos cuentos ligados, a mi parecer, por el nexo de los secretos de familia que mantienen calientes el corazón de sus miembros. Hay una perspectiva socarrona de caballero de sociedad bien, biempensante y malpensada, que sabe más por lo que caga que por lo que cuenta, y que otorga al conjunto esa elegancia del sobreentendido propio de clases hedonistas donde se dice el pecador, pero no la pecatta y menos la minuta.
De esos cuentos sobresale, por la perfección de letra y vuelo, ‘Las lágrimas se secan solas’, un dechado de precisión que
condensa en las páginas indispensables los modos y fugas correosas con que organizan su supervivencia las almas semilibres en familias voluntariamente esclavas de su posición.
Con todo, lo mejor de este libro, insisto, es la mirada del narrador, entre jocosa y agradecida a la vida, entre vivificante y vivales.
La voz de Fernando Ampuero sabe reír y contagiarnos su risa, también por escrito. No se doblega jamás ante el infortunio, sino que resalta la levedad del ser, sí, pero no como algo insoportable, sino como un correctivo a las pesadumbres aplastantes y a las melancolías inevitables de cada recorrido: casi como una garantía de celebración, de que no merece la pena pararse en el camino a lamentarse, sino seguir caminando y mirar y admirarse en torno. ¡La ligereza es un consuelo! A veces uno diría que un título perfecto para el libreto hubiera sido ‘Tonta vida yo te di’, por la entrañable complicidad establecida entre autor y nuestros ojos en la constatación de esa banalidad última del tiempo que nos ha sido dado.
Se requiere mucho temple vital y mucha sapiencia del arte de escribir para tomar siempre el camino más difícil: hay encogimiento de hombros y alegría de vivir implícita en los cuentos de Ampuero, jamás el recreo en la desgracia, el suministro de kleenex para clubs de lectura ni la adopción de ídolos espurios como el deber al clan o el amor eterno.
El libro se completa con una crónica de la escena literaria en la Lima de la juventud del autor, pero créanme: la crónica más sabrosa está en su ficción.
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