El verano despuebla al barrio. Familias, parejas del Inserso, piñas de jóvenes, parten hacia las playas, los montes y las praderas. Todo se vuelve más apacible, menos rumoroso, incluso especialmente cómodo para la compra porque ralean los clientes. Es cierto que algunos comercios cierran por vacaciones y adquirir un periódico o un tomate a veces impone una excursión. Por fin, nunca sobran estos paseos que colaboran a eliminar malos azúcares.
En otro sentido, sobre todo en los atardeceres, esas suntuosas puestas de sol matritenses, con tanto oro y tanta púrpura, ambos gratuitos, es factible una cierta sensación de algo deshabitado, un sentimiento de abandono. Los vecinos nos han dejado en favor de otros, ya no son nuestros otros. Es cuando nos imponemos esperar que vuelvan, bajo el cielo azul de esta noche indecisa de verano que no acaba de volverse del todo nocturna.
Es cuando compensamos nuestra desolación yendo al centro de la capital. En él sí que hay gente hasta de sobra. No existe mejor sensación de semejanza, de humanidad, que abrirse paso entre esta floresta viviente, arbolada por desconocidos. Lo curioso del paisaje estival madrileño es que el centro urbano se llena de gente pasajera, gente que no vuelve de la calle a la casa sino al albergue o a la estación de transporte. La selva es también babélica y uno de los encantos de esta avalancha turística es justamente lo babélico de su sonido. Ponemos atención, a la pesca de alguna palabra traducible, a veces simplemente para identificar a alguien que habla en alemán aunque nada sepamos de su lengua, y nada digamos si el encuentro es con un finlandés.
De pronto imaginamos que esas gentes emplean la variedad babélica del lenguaje para comentar el espectáculo que les brindamos los lugareños. Enfatizo: los aborígenes. Los guías turísticos señalan detalles de los monumentos pero con facilidad tenemos la impresión de que nos apunta y nos convierte en rareza viajera. Entonces sentimos otra cosa: nos imaginamos notables, curiosos, hasta pintorescos. Al pasar junto a un escaparate nos detenemos, nos miramos en el cristal y comentamos: caramba, yo no me hallo tan notable, tan curioso ni tampoco tan pintoresco. Sin duda, todo turista exagera lo extraordinario de sus excursiones y ha de volver a su domicilio comentando qué raros somos los españoles, tanto que nos apiñamos para ver cómo matan a un toro.
Los amantes del viejo Madrid encontramos en las venerables derivas –las calles del Nuncio y del Sacramento, las plazuelas de la Paja y San Andrés, los callejones del Codo y el Panecillo – hurgamos en estas soledades donde podemos escuchar, entre altas paredes, el eco de los propios pasos. Caray, aquí también hay terrazas con sus corrillos babélicos. Es cuando pillamos alguna mesa despoblada y nos sentamos a beber una cerveza como cualquier correcto turista. Acaso miramos el entorno pensando en una noche de invierno, con el viejo Madrid embadurnado por una reciente lluvia, duplicado en el suelo húmedo donde hasta nosotros mismos resultamos dobles. No nos faltará algún turista erudito y solitario que examina arquitecturas, escalinatas y rincones sorpresivos aprovechando la despejada noche invernal. Seguramente no se preguntará si cualquiera de nosotros es un pintoresco aborigen.
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