Es, en cierto modo, sintomático, el curso que siguió la obra de este escritor y cineasta argentino. Nacido y formado en Buenos Aires, se vinculó con los medios
letrados de la universidad y la revista Sur. Se ahincó especialmente en las literaturas anglosajonas y su inicio literario fue un trabajo sobre Henry James: El laberinto de la apariencia: lo aparente, lo sensible, es una trama compleja que oculta más que muestra. Desocultarla es un menester del escritor.
Estas frecuentaciones unidas a los clásicos del cine, dieron a Cozarinsky el espacio para su ancha obra: novelas como La novia de Odessa, misceláneas como Dinero para fantasmas y guiones de filmes que él mismo dirigió, tal Guerreros y cautivos, basado en un cuento de Borges. El campo donde se halló más a gusto y mejor entrenado fue el de la crónica fuertemente narrativa, en buena medida nutrida por su experiencia como director de películas, a partir de una primigenia Puntos suspensivos, producida en Buenos Aires con actores y amigos no profesionales, luego continuada entre Francia y Argentina: ficción, documentalismo, biografías filmadas.
Entre 1974 y 1989 residió y trabajó en París, cumpliendo una especie de destinos en la Argentina literaria. En efecto, su estadía parisina coincide en buena parte con la dictadura y mantiene un aire de exilio. Aparentemente, es la búsqueda de un lugar en el antiguo epicentro de la literatura argentina. En realidad, es el viaje de un perpetuo extranjero cuya meta, visible o velada, es el retorno a la ciudad de origen. Él mismo definía a París con palabras de La Traviata, la ópera de Verdi: “Este populoso desierto que llaman París.” Cozarinsky halló en la ciudad “Luz” tanto de asimilación al medio francés como del ejercicio del exilio en tanto profesión, propio de unos cuantos argentinos.
Vivir y escribir en el extranjero aunque escribiendo en la lengua materna, el español, semeja una conducta de ciertos escritores de su país, desde los románticos desterrados del siglo XIX hasta Julio Cortázar. Cozarinsky diseñó y en parte desdibujó esta parábola. Restituida la democracia, volvió a Buenos Aires, una ciudad que se había vuelto tan imaginaria como París: el Buenos Aires de su juventud. En él alimentó su tarea hasta el final, acaso traduciendo sus experiencias a una fórmula: no estarás nunca en tu ciudad porque cualquiera de ellas fluye con el tiempo y no retorna. Para confirmarlo, filmó un curiosísimo documental sobre los espacios porteños que habían dejado los locales otrora dedicados al cine, es decir los cines que frecuentó el joven Cozarinsky. Los cines donde Borges se había encontrado con Sternberg y Orson Welles, y un muchacho porteño letrado en lo anglosajón soportaba las acechanzas de la nueva ola francesa. Sin proponérselo, Cozarinsky cumplió un dechado argentino, es decir la solución de un alma nacional emigrante que intenta ser inmigrante. Ser hijo de la inmigración en Buenos Aires, socio de la emigración en París y ¿quién sabe qué? en esa Buenos Aires que había clausurado para siempre los cines de su juventud pero donde permanecían, eficaces, los fantasmas de esa misma mocedad.
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