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Páginas de penumbra (A propósito de ‘La noche de San Silvestre’)

De lo que se ha dicho, cuando vuelve a ser pensado, cuando regresa con la picazón irreprimible que te dice esto u otro podría haberse mejorado, expresado de otro modo, lo hace con una sensación de hueco, de segunda oportunidad concedida. Hay que aprovechar ese retorno para intentar un apuntalamiento que no afecte demasiado lo construido de primeras, que no lo cambie. En el fondo, ambas ocasiones llegaron de esa mezcla de contrariedad y ansia. Las dos deben agradecerse por ayudar a quienes escribimos a hablar de lo que no sabemos, que es siempre el dilema que sobrevuela cualquier creación literaria.

A propósito de la publicación de La noche de San Silvestre, hice para el suplemento Zenda un artículo en el que contaba lo que había rodeado y generado la escritura de los relatos. Días más tarde de haberlo enviado, pensé que podría haber hablado de otros momentos cercanos a sus semanas y meses de trabajo, citado otros autores que también tuvieron bastante que ver. O simplemente apreciaciones más lejanas o cercanas, solapando el ayer y el ahora de un texto que ya va haciendo su propio camino. El ansia, la contrariedad, ya se ve. Estas nuevas líneas, por tanto, pueden suponer una variación del mismo, pero también unos minutos más regalados para la reflexión de lo que se oculta en la literatura que uno quiere alcanzar, con su exactitud huidiza sobre las vagas cosas que se intentan defender.

En el tintero, entre las ausencias que meditaba, me dejé el porqué del título, que para uno es crucial a la hora de escribir. Propiamente, La noche de San Silvestre es un homenaje a un libro que nunca existió. En el primer diario de Andrés Trapiello, El gato encerrado, y retomado el tema en varios de los siguientes, hablaba el poeta y escritor de hacer una novela con ese título en una sola mañana, del tirón. Después corregirla por la tarde, y para la noche dejarla enviada al editor. Un abrir y cerrar de ojos que pudiera traerle éxito de ventas y público y así desembarazarse de todos esos problemas que jalonan la vida literaria entre bambalinas. ‘Es imposible pararse en un escaparte y no sucumbir a un libro con ese título’, dice en la primera página.

Uno leyó todo lo anterior hacia 2017, sumándome a las filas lectoras de los otros volúmenes que componen el Salón de Pasos Perdidos, pero quedando mantenido en el aire la sonoridad de ese título. Me llegó la coincidencia de usarlo cuando empecé el segundo relato que conformaría el manuscrito, y el homenaje quedó explicitado en el último, donde me serví de otra escena narrada en El gato encerrado —la visita de Trapiello y Juan Manuel Bonet a un piso de yonquis cerca de la plaza de Las Salesas por el soplo del desmantelamiento de una biblioteca llena de sugerentes ejemplares— que, por delirante y atractiva, no pude resistirme a rendirle pleitesía incluyéndola en mi historia, así como a quienes la protagonizaban.

Quien desconozca el diario de Trapiello y la escena en cuestión, es razonable que sienta indiferencia hacia el trampantojo de su libro sobre el de uno. Pero desde aquí me reitero en el sentido de homenaje, y más aún en el de invitación a que nuevos lectores visiten esos diarios y consigan una emoción lectora parecida a la de uno. Agradecimiento, en definitiva.

En el proceso último de edición, aun habiéndolo repasado y estar deseoso de que se publicara, La noche… me planteó ciertas dudas por si determinadas personas, que tuvieron importancia en su momento sin saber que serían determinantes, leían el libro. No se puede hablar de literatura sin hablar de la vida. Como en los versos de Ricardo Reis, hacemos de nosotros mismos el retiro donde escondernos, pero acabamos dejándonos ver, a veces ruidosamente, en el mundo. La narrativa, a diferencia de la poesía, facilita el ser más directo —oblicuidades aparte del estilo que maneje uno— a la hora de sacar vivencias y recrearlas. Ese pudor repentino que puede abismar de no saberle poner coto a tiempo, es igualmente fructuoso y caracteriza la intención literaria. Todo vale. El campo de acción debe presentarse ilimitado, corriendo los riesgos, por supuesto. La tendencia a la alza estos años de la autoficción suele tener dudosas intenciones, es lícito sospecharlo, pero no creo que pueda haber una separación total entre la experiencia y la fantasía. Tarde o temprano se vislumbra la puerta secreta que conecta las dos estancias. ¿Merecía la pena que me detuviera en esos vaciles? Cuando se hace mención de alguien, aun de forma velada o muy alejada, acudirá en su socorro esa alma caritativa que lo avisará de que se ha escrito de su persona, y procederá, seguramente, a enturbiar las aguas o a no prestarle ninguna atención. En este segundo caso, es posible que dentro de nosotros sintamos otra picazón por querer que se haga eco de lo escrito, por la temeridad de sabernos pillados. En el pecado se lleva la penitencia, dice el refrán.

Para uno, la relevancia de La noche de San Silvestre reside en el hecho de haber conseguido finalizarlo y editarlo. Escribir es, indudablemente, lo placentero; convencer a una editorial, lo contrario. Tendrá la vida media que tiene cualquiera de su misma índole, un año, un año y algo como mucho, quién sabe. Sus páginas están recorridas por la pasividad y la observación de esas dubitaciones que van formando entelequias de las que los personajes se prendan y añaden sus conclusiones o más ramificaciones, sobre el amor, sobre la amistad. Las despedidas que requieren cada una su siembra particular de olvido.

Esa nocturnidad romántica, además, se refuerza con el lienzo de Carlos García-Alix, La noche llegando a Valdeacederas, 2023, proveniente de su exposición Algunas noches, que muy generosamente me cedió para la cubierta. La luz, por tanto, es penumbrosa en todos los relatos, como la que se evoca en las piezas de Erik Satie, las notas que describen esas Habitaciones frías, penumbrosas.

Repito el adjetivo al comienzo de los primeros. No sé si fue la casualidad o una inconsciente voluntad que clamaba por demostrarse. El lector debe completarlo. En esa tarea se hermana con los desvelos de quien escribe. Ha de arreglárselas solo.

Sinopsis

El rodaje de una película trufado de inconvenientes, dos amigos que deciden escribir sobre el lado crudo y sentimental de sus citas, un príncipe italiano paseando sus soledades en la Roma más invernal.

Los relatos de La noche de San Silvestre están afectados de un romanticismo que clama por ser recuperado a la hora de contar esas carencias, ese lado soleado de la duda, que todos en algún momento hemos podido padecer. A modo de continuas despedidas, estas historias no pretenden más que decir de nuevo lo que ya se ha dicho, porque los adioses que aquí se recogen revelan lo conocido, y por tanto, permanente de la complejidad humana. Diez relatos que intentan describir nuestro sino, como ya una vez se dijo: ‘siempre presos, o en fuga’.

Fragmento del relato ‘De fondo, las hojas muertas’

‘Resultaba evidente que desde el principio se enamoró, pero no acertaba a confesármelo. Ignoro el porqué si todo surgió tan fácil. Cuando el tema se tocaba, qué palidez la de sus frases, cómo se contradecía y vadeaba la exactitud por la que solía apostar y alardear. Él me decía siempre que desconfiase de todo el mundo, especialmente de quienes no me agradasen, aunque muchas fueran personas que él sí tenía en estima, o eran buenos amigos, pero escuchaba candorosamente mis argumentos que despellejaban a este o aquel. Yo no estaba enamorado. Xavier me era a veces desagradable. El desajuste entre su soberbia bien ensayada y sus heridas interiores le hacían tener un tono monótono. Había momentos en que tan profundo era su escondite que no se veían atisbos de su verdadero él por ninguna parte. Le hacía daño su puerilidad, era consciente, estoy seguro. Yo no podía enamorarme porque no comprendía esos recelos. Por edad, sí, la brecha que tampoco puede justificar siempre, pero él mismo sobreactuaba esa distancia y agarrándome la mano durante los paseos me aseguraba que algún día sabría de lo que me hablaba. El paseo entonces se volvía un precipicio cuando oíamos las pisadas avanzar, al contrario que nosotros, más en pena o disfrutando del silencio, inevitablemente desacompasados aun haciendo oídos sordos. Tristezas y alegrías teníamos, ambas siendo dadas y recibidas, pero no se prodigaban, quedaban en nada, y quizá por ello tampoco era igualado el sentimiento de uno hacia el otro, no por mi parte. En el Retiro, haciendo tiempo antes de ver una película en el Doré, me condujo por un sendero apartado de las calles atestadas. Cuántos castaños, deben ser centenarios. Son nogales, me dijo. No recuerdo a qué conversación dimos a parar, pero esa tarde sí nació en uno la necesidad de mostrarle cariño. Ahora pienso que sólo fue piedad, y me vacía la honestidad de reconocerlo, me inquieta pensar si no fue alguno de esos gestos los que manipularon su parecer hacia mí dos meses después. He visto muchos nogales, pero ningún conjunto me ha provocado mayor emoción que aquellos bajo los que decidí abrazarle. ¿Dónde nacen esos impulsos espléndidos? Al terminar de besarle, miré una fuente cercana, vacía y polvorienta. ¿Fui capaz de encontrarle esa tarde? ¿Estuvo realmente cómodo? De fondo las hojas muertas se batían en retirada. Le escribí sobre dicho momento y en nuestra ruptura lo utilizó como burla. La belleza en lo que escribimos no puede detener la barbarie. Xavier, si decidía replegarse contra el dolor que podías crearle, sabía cómo darte las últimas cornadas, y retorcerte en un charco de sangre no levantaría en él un mínimo de compasión. Para ese tipo de personas, en el fondo desdichadas, prima el anhelo de refugiarse en sus desgracias. Uno pasaba a ser el objeto de veneración y ensalzamiento de virtudes al despreciable ser ingrato que se cree de más. Es probable que en la cama fuera el único lugar donde se sintiera desarmado. Era bueno. Nos saciábamos. Escuchábamos música de los artistas que representaba. También me pedía que le explicase canciones de otros que me gustaran. Le notaba el pulso demasiado fuerte si le hablaba. Cambiaba a preguntas triviales que encerraban mayores intenciones; si prefería café al desayunar, si algún día quería que me prestase un cepillo de dientes, si aunque madrugase podíamos… Nunca dormí en su casa.’

Copyright del texto © Luis Bravo. Reservados todos los derechos.

Luis Bravo

'Luis Bravo (Madrid,1994) es autor de los libros de poemas 'Triestino' (Cántico, 2021), 'Las horas grises' (Comares, col. La Veleta, 2022), del libro de relatos 'La noche de San Silvestre' (Balduque, 2024) y editor del volumen 'Flores y ruina. Antología de relatos sobre el desamor' (Dos Bigotes, 2024).'
Copyright de la fotografía © Daniel Ausina Peiró. Reservados todos los derechos.