Los aficionados al cine educados por las salas de proyección hacia la mitad del siglo pasado, teníamos la costumbre de ver filmes en blanco y negro. De los tres largos metrajes en cada sección muy de vez en cuando una película era en color. Se trataba normalmente de un asunto histórico o fantasioso y el color nos conducía a fechas lejanas o legendarias. El mundo contemporáneo, incluidos los noticiosos, iba en blanco y negro, un paisaje dominado por los grises. De un tiempo a esta parte, el cine es en color y muy excepcionales son los ejemplos que retornan al reino de la grisura.
A menudo oigo comentarios desfavorables a estos intentos, una curiosidad, una antigualla. El juicio es rasante: a esto le falta color. Algo similar pasa con los clásicos del cine mudo: a esto le falta sonido. En rigor, estas supuestas faltas no lo son. Podemos comprobarlo con las copias coloreadas de obras en blanco y negro. Teñidas con la pastosa cromática de la “vida real” resultan penosas. Todo el artilugio fotográfico sucumbe ante ese teñido pastel de tarjeta postal.
El cine es propiamente fotografía en movimiento. Lo demás, sólo literatura y teatro. Si el color no es una demanda expresiva de la historia misma que expone, sobreabunda y resulta banal y superfluo. El blanco y negro, justamente porque no reproduce la coloración de lo cotidiano e inmediato, dota a las imágenes de esa presencia fantasmal que el cine aporta, el otro mundo que la luz eléctrica convierte en la otra realidad de la cual empezamos a tener noticia desde que se apagan las luces de la sala. Entonces las sombras, las penumbras, los contraluces, las composiciones de los planos cobran una consistencia que duplica nuestra atención. Las cosas y las gentes son otras cosas y otras gentes aunque se parezcan, en su diseño, a las habituales en lo cotidiano.
Estas vivencias que originan glosas nos han inquietado al ver Siempre habrá un mañana, escrita, dirigida y protagonizada por Paola Cortellesi. Nos reconduce a los años del neorrealismo italiano de la inmediata posguerra mundial. Nos ubica ante un barrio de casas hiperpobladas, en mal estado de conservación, a gentes que deambulan entre objetos antiguos, muebles, ropas, utensilios percudidos, que se ve obstinada a racionar los alimentos, a disfrazar su pobreza con modales tensos y a menudo exagerados. Un mundo sin memoria, sin política, con apenas sociedad si tratamos de salir de los enjambres familiares, sus ocultamientos, sus pasiones dormidas y cercanas siempre a la explosión. Todo es cotidiano y a la vez extraordinario porque la conductora intercala canciones de la época que los personajes intentan poner en escena copiando más o menos a las estrellas del cine. Todo se acaba abruptamente cuando la gente concurre a unas elecciones en que las mujeres pueden votar por primera vez.
Cortellesi consigue que ese mundo de pequeñas actitudes rutinarias se vuelva oprimente y que el malestar de la catástrofe reciente limite su escasez ante un soldado negro norteamericano que regala chocolatinas y cigarrillos. Sin recurrir a la palabra, esa población de grises se pregunta, enmudecida, por el sentido de una vida que se empecina en continuar. Es cuando comprendemos que se trata de un pueblo de supervivientes. Y que del mañana sólo sabemos que está en el futuro. Quizá sea mejor aunque no sepamos por qué. Mejor porque no nos queda otra alternativa que considerarlo así, tan hueco, distante y acechante pero expectante. Es lo único que podemos tener por auténticamente nuestro.
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