Aunque nacido en La Habana, por su formación intelectual y su obra literaria y periodística, Italo Calvino (1923-1985) ha de considerarse italiano. No caben detalles de patria sino de lengua y de historia. Niño y adolescente bajo el fascismo, intelectual de izquierdas en la posguerra, activo hasta el final en los tiempos de la reconstrucción, la democracia posfascista y la eclosión del terrorismo, lo hecho en este contexto es lo que lo italianiza y caracteriza.
Su itinerario como escritor y la distancia irónica con que da cuenta de su mundo y su oficio, retratan el destino de la comunidad letrada italiana de sus fechas.
En efecto, hay una zona de su obra ligada al neorrealismo de posguerra. Así El sendero de los nidos de araña, evocación de los partisanos antifascistas en la contienda mundial, y La especulación inmobiliaria ante el mundo de la finanza y la corrupción social y política, se alinean en la estética de la observación inmediata, empírica o rememorada. En este orden, Calvino se sitúa junto a otros narradores de la Italia posbélica y, en términos muy amplios, en el punto de vista crítico de una intelligentsia de izquierda.
Hay otro Calvino, derivado de éste pero con un concepto distinto de lo real y de la aproximación del narrador a él. No deja de ocupar su sitio de observador pero ya no de la realidad como aparición sino como exploración de aquello real que la realidad inmediata oculta.
En esos intersticios aparecen sus trabajos más conseguidos y personales, digamos que más calvinianos. En El vizconde demediado se nos muestra a un personaje cuya mitad está trepada a una rama de árbol, en tanto la otra mitad circula por el mundo. Podría pensarse, con cierto desatento simplismo, en una divertida ocurrencia, si no se advierte su simbolismo, los componentes diversos e inestables, a veces abiertamente incompatibles, que constituyen la subjetividad de cualquiera.
De modo símil, Los amores difíciles muestran cómo el amor, en situaciones muy variables, se vale, para realizarse en cuanto experiencia, de circunstancias y minucias que, aparentemente, nada tienen que ver, abriendo el juego de alternancias entre lo vulgar cotidiano y la irrupción extraordinaria del enamoramiento. Queda sin respuesta la cuestión de si son compatibles el amor y la convivencia, lo incomparable y lo cotidiano.
En Las ciudades invisibles juega, en primera instancia, a la bien/mal llamada literatura fantástica, la que se ocupa de eventos y seres ajenos a nuestra expectativa de realidad, a experiencias imaginarias cuyo espacio de realidad es la inmanencia del sujeto. Una ciudad puede estar suspendida en el aire y recibir la fascinación, el temor y una maraña de fantasías en cuanto a su interioridad, como sucede si nos ponemos a reflexionar sobre la ciudad en que vivimos y nos rodea, poblada, justamente, de vidas invisibles para sus habitantes.
Lo mismo si nos referimos a ciudades desaparecidas, que acaso jamás existieron –la Troya de Homero– de las cuales la humanidad ha hablado y escrito durante siglos. Finalmente, ¿hay una reflexión crítica e irónica de la autoría literaria tan sutil como Si una noche de invierno un viajero, hecha como un recosido de textos ajenos, aparentemente encuadernados al azar pero que cuenta una historia que nada concuerda con los “originales secuestrados“?
Calvino es no sólo un narrador inquieto –es decir: que necesita continuos desplazamientos de un lugar a otro, todos considerados como propios y tratados como ajenos– que tal vez quepa en su definición del texto clásico, el texto memorable: el que, durante años o quizá siglos, se sigue leyendo porque nunca se acaba de leer. Conciso y austero, tal como él quería ser lo que seguramente ha llegado a ser: un clásico.
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