Quizá por razones promocionales, quizá por una bajada dramática en el listón de los propios espectadores, se ha hablado de la película Barbie en exceso. En este sentido, las expectativas se reducían a dos opciones: la película podía ser la mayor memez jamás creada o el alegato definitivo del nuevo ‒y a ratos críptico‒ feminismo, como si la directora Greta Gerwig pudiera transformarse en la Virginia Woolf de la era TikTok, o algo así.
En realidad, la película no se toma tanto en serio, y no deja de ser una sátira de bajo nivel de la eterna guerra de sexos, combinada con un homenaje posmoderno a la muñeca de Mattel, multinacional del juguete que aquí produce y entra en el juego del roast sin que la sangre llegue al río.
Con un guion de estructura tan frágil como los tobillos de Barbie, la cinta parece plantearse en un comienzo como una aventura interdimensional. La rubia de plástico pasa de su mundo ideal de empoderamiento cuqui, donde los hombres (todos, menos uno, son Ken) son objetos florero, ciudadanos de segunda que ni tienen casa, al mundo real, dominado principalmente por los hombres. Pero este juego dura poco, ya que el mundo real de Los Ángeles es también retratado desde un enfoque caricaturesco, cercano a los dibujos animados (la película bien podría haber sido dirigida por el Joe Dante de Looney Toones, por Tim Burton o por Barry Sonnenfeld), así que al final todo queda en una comedieta de tono similar.
Una madre inmadura (América Ferrera) al borde de un ataque de nervios y su hija adolescente refunfuñona y repelente (Ariana Greenblatt) casi parecen una parodia de la celebrada Lady Bird (2017), cinta de culto para las adolescentes especialitas más recientes (siempre es necesario que haya una película así en cada generación). Ambos personajes aportan, en teoría, la perspectiva real sobre la situación de la mujer en este mundo, necesaria para informar a las habitantes de «Barbieland» de que su aportación al feminismo, aunque existente, no ha solucionado todos los problemas femeninos, más allá de servir de inspiración a las niñas para ser algo más que madres.
De este modo, Barbie se mueve entre la adoración a la muñeca y su mundo hortera y soñador y el baño de humildad, poniendo en su lugar a este juguete respecto a su importancia dentro de la cultura popular de la segunda mitad del siglo XX y, en menor medida, de lo que llevamos de XXI.
Sin menospreciar los intentos de emular las creaciones naif y artesanales de directores como Michel Gondry o Wes Anderson, ni la recreación del mundo Barbie con actores de carne y hueso (recordemos que eso ya se hizo en los 90 en el videoclip Barbie Girl de Aqua o incluso en los spots de Mattel), lo más destacable de la película es la fotogenia y buen hacer interpretativo de la pareja formada por Margot Robbie y, especialmente, Ryan Gosling, quien capta el chiste desde el primer momento y crea un Ken divertidísimo y un entrañable dentro de su absoluta estupidez (quiere «hacer el patriarcado» en Barbieland, sin ni siquiera tener muy claro que es eso: piensa que tiene que ver con los caballos, como ciertos personajes del mundo real).
Es un Ken tan dependiente de Barbie que pierde la razón. Gerwig se pitorrea de este Ken, pero no se limita al mero bullying y se compadece de él, estableciendo una conexión entre el papel tradicional de la mujer en el mundo real y el de los Kens en Barbieland.
La película funciona como un sketch de Saturday Night Live demasiado largo, lo cual afecta al desarrollo de la historia, en especial por contener un montón de personajes a la larga innecesarios y con conductas totalmente aleatorias (en especial, los trabajadores y ejecutivos de Mattel). Las y los fans de Barbie, eso sí, gozarán al ver reflejadas en la pantalla numerosas variedades de la muñeca, sus modelitos y sus complementos. Pero si alguien espera una referencia directa a la muñeca erótica alemana Lilli, esta no es su película.
Sinopsis
Vivir en Barbie Land consiste en ser un ser perfecto en un lugar perfecto. A menos que tengas una crisis existencial total. O seas un Ken.
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