Cierto día de 1899 el sabio chino Wang Yinong estaba tomando la sopa y halló flotando en ella un hueso que mostraba inscripciones pictográficas en su lengua, aunque de perfil arcaico. Guardó el hallazgo y luego lo dató con 3.200 años de antigüedad. El hecho motivó excavaciones y más encuentros casuales de tales objetos, que aparecían al labrar la tierra o remover el fango. Miles de huesos inscritos permitieron reunir datos preciosos sobre la vida china del remoto pasado. Se trataba de huesos oraculares, es decir que contenían oráculos pronunciados por los brujos y los sacerdotes. Diseñaban el futuro, o sea lo que se fue convirtiendo en presente y hoy son el pasado.
Debo estos datos a un libro notable de Alfredo González Ruibal, Tierra arrasada (Crítica, Barcelona, 2023, 507 páginas), una suerte de historia de la humanidad en clave de historia de las guerras. En efecto, desde que somos modernos, es decir neolíticos (desarrollo de la agricultura y el sedentarismo) contamos con la organización de la violencia, lo cual abre una patética interrogación acerca de si la guerra nos es connatural y no una constante anomalía de esta especie que ha sostenido la construcción de una continuidad biológica entregada, a la vez, al quehacer y al paralelo deshacer. Las ciudades se alzan, son arrasadas, se restituyen, vuelven a aniquilarse y suma que sigue.
La documentación del autor es imponente, minuciosa y lacerante. Se trata de la historia, la tuya, la mía, la nuestra. Su lectura, deslizada sobre una constancia narrativa, fascina, aterra y repugna. En especial, porque la elegante objetividad de su prosa no contiene juicios de valor que, a menudo, más allá de que sean científicamente impertinentes, suelen resultar obvios. La guerra es mala, sería mejor que no existiera pero esta no es la tarea del investigador.
González Ruibal trabaja como arqueólogo mas explica con lucidez que si bien la arqueología estudia las cosas de la guerra, la historia se ocupa de los hombres en guerra y eso es lo que está en juego. En la naturaleza hay violencia aunque la única especie bélica, en el sentido expuesto de violencia organizada, es la humana. Con palabras de Lewis Mumford, que el autor transcribe: “…un invento típico de la civilización, su drama más perfecto.” Adjetivo por mi cuenta: algo civilizado, dramático, pleno de sí mismo. Por ello solemos unir los elogios cuando alabamos a alguien por ser civilizado o heroico, sacrificado o disciplinado. La costumbre de elogiar disimula que nos estamos refiriendo a la guerra. En cuanto a la barbarie, con cierta comodidad la ponemos en el polo opuesto. Somos una especie de técnicos y, a la vez, buscamos y hallamos por junto la vacuna que salva vidas y el explosivo que las destruye. Razones para ambas cosas las hay a raudales. La razón, en cambio, enmudece ante la terrible elocuencia de tamaña dicotomía. Por eso atribuimos la guerra, de modo mitológico, a monstruos, a demonios, a jinetes apocalípticos y hasta a los mismísimos dioses y a las mismísimas diosas. Atenea discurría sabiamente empuñando una lanza.
Toda oportunidad para hablar de la guerra nos empuja al lugar común donde nos cuesta decir algo, nos tienta la mudez hasta que advertimos que si renunciamos a la palabra ¿qué nos queda? Aprovecho estas líneas para evocar una escena guerrera de aquel fatídico 1914. Durante un alto el fuego navideño, soldados franceses y alemanes se concitaron para jugar al fútbol y canjear cigarrillos por chocolates. Tal vez les costaba entender la lengua de los otros. Sin embargo, no callaron.
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