Hay un tipo de crítico, el llamado “de autoridad” que se manifiesta aprobando o descalificando en función de sus personales preferencias. Dice “me gusta” o “no me gusta”, confiando en que su juicio autorizado convenza al lector o, por mejor decir, lo someta a su elevada jerarquía. Lógicamente, esta clase de jueces es incorrecta porque no se refiere al objeto en cuestión sino al sujeto que cuestiona. Habla de sí mismo y no de lo que, en rigor, finge hablar.
Ahora bien. Por otro lado, cuando entramos en contacto con un objeto estético, infaliblemente, nos decimos “me gusta” o “no me gusta”, o sea que el juicio de gusto es inherente al juicio estético. Es su fenómeno, su inmediata realidad. El buen crítico, sin embargo, no se queda en esta inmediatez sino que pone a actuar el por qué del gusto o el disgusto. Y así, distante de sí mismo, intenta entender lo que ha sentido y exponer al lector un objeto. El lector puede o no conocerlo pero, en todo caso, ha de recibir una objetividad y tomar situación al respecto, en pie de igualdad con lo que el crítico acaba de decirle.
De este entretejido sensible a la vez que intelectual se ocupa eficazmente Stefano Russomanno en su libro La Musa al oído. Música y músicos que cambiaron mi vida (Fórcola, Madrid, 2023, 223 páginas). El autor es ducho en crítica, musicología e historia de la música, y lo ha demostrado tanto en formato de libro como de artículo. Ahora propone una suerte de memorias en que sintetiza cuanto he tratado de bosquejar: una historia personal de iniciación en la música, un desarrollo como estudioso y, por fin, la construcción de un crítico en toda regla.
El pegamento que permite a Russomanno resolver su libro es la alianza ineludible entre música y memoria, que se remonta a su infancia y lo acompaña hasta este libro. Cuando evoca su pasado lo hace porque una música le señala el episodio y así no sólo se aquilata la memoria sino que se construye un sujeto, una identidad. Yo soy el que recuerda porque cierta música me lo recuerda. Enfatizando: porque cierta música me recuerda.
El volumen es, pues, una autobiografía del crítico. Para probarlo, está sembrado tanto de impresiones fugaces y de hondura sentimental como de reflexiones sobre intérpretes y obras. Así vemos a liberal Abbado y al autoritario Muti, el uno que parece estar escuchando y aprobando lo que sus músicos hacen y el otro, empuñando la batuta como una amenaza para desobedientes. O mostrando al pianista Pollini como meditabundo y controlado, capaz de objetivarse a través de su persona, en tanto Pogorelich privilegia el momento único del concierto, es extremadamente subjetivo e impredecible. Von Karajan es un divo a la vez que un ejecutante riguroso y prolijo, mientras que Oistraj (padre), aun resultando ser el quizá mayor violinista del siglo XX, se propone como un modesto artesano, acaso un aventajado aprendiz de maestro.
Russomanno se rememora pero también se acredita. No sólo muestra su subjetividad de gozador musical sino que nos lleva a ese tercera mundo entre intelectual y sensible donde la música, sin decirlo todo, nos hace sentir todo cuanto somos capaces de sentir. Y quien siente, finalmente halla sentido.
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