Hace cien años, Benito Mussolini estaba viendo una comedia de Ferenc Molnar en un teatro de Milán. Tras la función, tomó el tren expreso a Roma y a la mañana siguiente fue llamado por el rey que le ofreció la presidencia del gobierno. Por las calles romanas desfilaron dirigentes fascistas con uniformes y enseñas. Mussolini aceptó el nombramiento y dijo que lo hacía dejando por un momento el frente de batalla. La viñeta es conocida como la marcha sobe Roma y dio comienzo a la parábola del fascismo en Italia, que duró hasta su derrota en la segunda guerra mundial en 1945.
Hoy se sigue citando a este movimiento como de ultraderecha. Cabe preguntarse si un conservador o un liberal llevados a su extremo devienen fascistas. Las respuestas no son unívocas. De Felice opina que los fascismos, entre otras cosas, disuelven las clásicas categorías de izquierda y derecha. Milza sugiere que hay fascismos de ambas tendencias y, desde luego, los hay de izquierdas por sus políticas sociales, como el polaco Pilsudski y el argentino Perón. Thomas Mann, en su momento, fue más gráfico y certero: hay dos bolchevismos, el de izquierda, proletario y soviético; y el de derecha, pequeño burgués y fascista.
Desde luego, los términos resultan sugestivos. La palabra fascio (haz, manojo) proviene del vocabulario anarquista. Mussolini empezó su deriva política desde el extremo izquierdo del partido socialista, duramente ateo y anticlerical. A punto de ser fusilado, uno de los partisanos que lo apuntaban le preguntó por qué había traicionado al socialismo. Él explicó: “No traicioné al socialismo. Me alié con Hitler para eliminar el dinero y atacar al capitalismo financiero internacional dominado por los judíos.” De hecho, el propio Hitler se proclamaba nacional-socialista.
No hay duda de que el régimen mussoliniano fue totalitario ‒aunque no consiguió, como Hitler y Stalin, totalizar la vida italiana‒, terrorista de Estado, policiaco y aguerrido, esto último con pésimos resultados en sus aventuras coloniales y continentales. En cambio, no se lo puede considerar reaccionario pues se propone como futurista. Quiere hacer de Italia, un país atrasado y arcaico, una potencia industrial y moderna. Es lo mismo que Lenin planea para Rusia y nadie intenta adjetivarlo de reaccionario. Más bien lo es el nazismo pues su concepción de la sociedad, a partir del Gau medieval (distrito o comarca) se plantea como un retorno anacrónico al pasado heroico y caballeresco. Eso sí: dotado de un armamento ultramoderno. Como otro ejemplo de esta difusa zona política de los años interbélicos –los que median entre las dos guerras mundiales– está la aventura de la ocupación de Fiume por las tropas de Gabriele D’Annunzio, un escritor protofascista, que mereció la admiración de León Trotski, el dirigente bolchevique.
La primera guerra mundial, acabada en 1918, jugó como macabro trauma de la civilización. Los países más civilizados, cultos y evolucionados, se juntaron con otros atrasados y ancestrales para ofrecer un enorme espectáculo de barbarie. Las democracias inglesa y francesa junto al despotismo de los zares rusos. La avanzada Alemania con las vetustas coronas imperiales de Austria y Turquía. Frente a la catástrofe se impuso una salida revolucionaria. En especial, se pensó que la era del capitalismo había terminado. La respuesta fue el bolchevismo bicéfalo descrito por Mann.
Hoy el capitalismo, sea de Estado y mercado como el chino o de empresa y mercado como el tradicional, sigue en pie. Además, admite algunas huellas dejadas por los fascismos y que resultan ser sus marcas más concretamente históricas: el dominio de los técnicos y las corporaciones por sobre los políticos y las instituciones. Este es el rasgo hereditario fascista de nuestros días, más que los exabruptos y mojigangas de personajes como Berlusconi, Trump y Bolsonaro. La historia imita a Dios y escribe rectamente por renglones torcidos. Y tan torcidos, como las vigas de metal afectadas por los bombardeos.
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