Uno de los mayores encantos de la pintura velazqueña es esa armoniosa conjunción de evidencia y enigma que suelen ofrecer sus composiciones. Podemos identificar todos los objetos figurados pero la anécdota siempre dista de ser inequívoca. Acaso podría señalarse como una sugestiva constancia en él: una inversión de las jerarquías.En Las Meninas los reyes están en el último plano, apenas reflejados en un espejo, en tanto en primer lugar hay un enano jugando con un perro; en Las hilanderas, las señoras nobles están al fondo y, ante el espectador, una trabajadora con su rueca; en Las lanzas los jefes militares pasan a segundo término y en el primero está la soldadesca. Etcétera.
En este orden o quizá desorden entramos nosotros, los contempladores. Velázquez acostumbra representar a un personaje que nos mira. La infantita, el pintor, un par de soldados se vuelven y nos contemplan como nosotros a ellos. Ambos nos susurramos: “Sé que estás ahí.” De tal manera, ellos salen del cuadro y/o nosotros entramos en él. El caso más expresivo es la vieja señora que se mira en el espejo junto a la Venus. Es evidente que está fuera del cuadro, junto a cualquiera del público.
Los estudiosos señalan como gesto indicativo del barroco esta maniobra de inclusión. Frente a la distancia apolínea del clasicismo, el barroco nos envuelve de modo dionisíaco. Personalmente he experimentado la entrada de la gente actual en el inefable espacio de Las Meninas. A poco de contemplar el lienzo, los espectadores intercambian miradas con la infantita, que semeja preguntarse quiénes serán estas personas tan curiosamente vestidas. Al revés, el pintor que se asoma detrás de su obra en curso podría decir a cada contemplador: “Bienvenido, te he descubierto.” Es cuando el cuadro deja de ser un objeto y se vuelve un vínculo, un silencioso diálogo.
En este extremo de apertura, donde el cuadro, en cierta medida, está abierto y también por lo mismo inconcluso, Velázquez se aproxima a otro ilustre barroco, Cervantes. En la segunda parte del Quijote, el personaje “sale” del libro porque dice que ha leído la primera parte. Es un lector más. De tal manera, el lector pasa a ser asimismo un personaje más, un elemento del texto que está leyendo, pues el personaje ficticio está a su lado, leyendo con él un mismo libro.
Se puede hablar de cierta cordialidad barroca, cierto gesto de inclusión que amistosamente el artista instala junto al visitante. La obra gana la calidad de una invitación a la Obra Misma. Velázquez nos ha dejado un pequeño billete donde se nos convida a participar en su labor. Está en el ángulo inferior derecho de La rendición de Breda, al pie de las lanzas. Es un papel en blanco. Se acostumbra decir que el pintor lo dejó allí señalando que no habría de firmar su lienzo. Prefiero otra lectura, más velazqueña. Don Diego nos propone escribir en el billetito nuestro nombre y situarnos, así, como coautores de la obra. Una obra interminable, infinita, abierta, amistosa, convivencial, generosa. No sigo. No soy Velázquez ni me corresponde imitarlo.
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